domingo, 1 de abril de 2018

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Siervo sin tierra - Eduardo Caballero Calderón


Siervo Joya es un campesino liberal de lucha día a día para sobrevivir la cruda realidad de su época. Regresando de prestar el servicio militar Siervo llega a su pueblo natal, Soata, donde vivirá experiencias que marcaran su futuro y el de su familia compuesta por Transito su esposa y Sacramento, Francelina y Siervo sus hijos. Después de llegar a su hogar habiendo escapado de la cárcel, Siervo se encuentra con que la sociedad está en manos de los conservadores y el siendo liberal sufre diferentes hechos violentos que al fin y al cabo lo llevaran a morir creyendo haber conseguido su pedacito de tierra.
Siervo sin tierra muestra la cruda realidad de la vida de un campesino que es traicionado y muere bajo las consecuencias de un conflicto político, en este libro, el autor expone y desarrolla un conflicto que tuvo origen en los inicios de Colombia y que afecta no el sector social sino que también el sector económico pues los recursos de los que subsistía el típico campesino eran repartidos entre las personas más adineradas y aquellos que tenían pocos recursos simplemente decidían tomar lo poco que les quedaba y escapar de una sociedad que no les brindaba apoyo ni beneficios.



















Eduardo Caballero Calderón
Siervo sin tierra

PRIMERA PARTE



CAPÍTULO I

La flota como la llaman en aquellas montañas boyacenses que padecen una oscura nostalgia de mar, o el bus —como se dice en otras partes—, destartalado y ruinoso, rodaba cuesta abajo, despidiendo un humazo apestoso a aceite quemado y grasa de motor. Saltaba en los baches, bramaba en las curvas, gemía en las pendientes, trepidaba a ratos y se sacudía cuando el chofer, con un movimiento brusco, le hincaba la palanca de las velocidades como si le clavara una espuela. En las subidas jadeaba y despedía por la tapa del motor una columna espesa de vapor. El ayudante o secretario del chofer, un muchacho escuálido y lagañoso, tenía que bajar a la cuneta y buscar en una lata el agua que se esconde entre los helechos del monte.
—¡Qué cosas se ven ahora! Me acuerdo que hace veinte años me llevaba mi mama, ¡alma bendita!, por un camino que hay allá del otro lado del río. Pero ya con la tardecita y la niebla se ve muy poco…
—¿A dónde te llevaba tu mama?
—Al Reino. Ese era el camino de los promeseros que iban a Chiquinquirá. Entonces la carretera sólo llegaba a Santa Rosa, donde la dejó plantada el General Reyes. Y digo que la vieja, alma bendita, unas veces me llevaba cargado al hombro y otras a rastras, caminando. ¡Y ahora andar el hijo de mi mama en esta máquina, que brama y corre como un ternero! ¡Lo que diría la pobre, que se murió sin montar en la flota!
—¡Es el progreso, el progreso, mi querido amigo! El automóvil, el ferrocarril, el avión… En Antioquia tenemos de estas cosas para botar para lo alto, ¿oyes? Apuesto lo que quieras a que tu madre tampoco conoció la «Pomada Imperial» para los sabañones, ni el matacallos «La Víbora», que en Medellín es lo primero que les untamos a los recién nacidos.
—¿En tiempos de mi mama no había para qué? ¿No ve sumercé, que no había botines?
Siervo Joya suspiró profundamente, esbozó una sonrisa con sus labios hendidos en la mitad del rostro y se frotó las manos de uñas fuertes y negras como cortezas de cuerno.
—Pensar que ya no hay cabo de guardia, ni sargento, ni teniente que me vuelva a j… con ¡firmes! ¡A discreción!… ¡Carrera, mar!… ¡Tenderse! ¡Levantarse!… ¡A la dere!… ¿Dónde tienes la derecha, animal?… Donde la tiene su mamacita-señora, so gran… Perdone, sumercé, es que ya no podía más con eso de la milicia.
—¿Eras recluta?
—De los que cargan el agua para los servicios de los oficiales y limpian las pesebreras de sus caballos. Nunca tuve sentido para otra cosa. Menos mal que el último año mi capitán me mandó a la caballeriza, a cuidarle sus rangas… Vos, me decía, vos sólo servís para los animales… Al que entre miel anda, le contestaba yo… Porque nací y me crié entre cabras, puercos, perros, gallinas y mi mama.
—Y ella ¿cómo se llamaba?
—Sierva. Sierva Joya, para servirle a sumercé.
—¿Y me podrías decir cómo se llama este pueblo adonde vamos a llegar ahora?
—¿Este pueblo que blanquea allá abajo, dice sumercé? Es Susacón… Yo nací un tirito más lejos, más abajo, en la misma orillita del Chicamocha, al pie de la Peña Morada, en un sitio que llaman la Vega del Pozo. Todo eso pertenece a los patrones de la casa de teja. ¿No conoce mi amo a los patrones? Son gente rica. Mucha peonada tienen, mucha… Y tierra, tierra, más tierra… ¡Cuánta tierra buena y agradecida tienen, por la Virgen Santísima! ¡Y uno sin un terrón donde sembrar dos palitos de maíz, como para decir ahí te caigas muerto!
—¿No tienes nada?
—Aquí, en este pañuelo solferino que merqué en la plaza de Tunja, ya para venirme y cuando me dieron la baja, tengo unos cuartillos. Por lo menos podría comprar con ellos cuatro cabras y seis gallinas. Digo que tengo sesenta y cuatro pesos, todos sanitos, de los buenos que fabrica el gobierno.
—¿Cómo te parecen estos que llevo aquí en la cartera? ¿Te gustan?
—¡Si son de los mismitos que yo llevo! ¡Qué cosas tiene el doctor!
—Los hizo un amigo mío que fue Ministro de Hacienda.
—¿El que tiene el cuño?
—El mismo, que por más señas es un paisano mío de Abejorral, en Antioquia, donde la gente se pinta sola para hacer billetes. ¿Nunca oíste hablar en el cuartel del Ministro de Hacienda?
—Nos hablaban a veces, pero yo no tengo cabeza para los nombres. Fue que a un paisano mío, de por aquí, de Susacón, que es el pueblo adonde ya vamos a llegar, le metieron dos reales de los que no corren, como si fueran de los cristianos y legítimos que echa a rodar el gobierno. Me contó que no valió morderlos… ¡Eran físicos falsos!
—Con monedas es otra cosa y hay que andarse con mucho cuidado. Con los billetes es distinto. Es el mismo papel, la misma tinta, el mismo dibujo.
—De veras, que así será.
—Te regalo este peso. Es de los míos, digo, de los que fabricamos con el ministro. Te cuento esto por si sabes de algún amigo tuyo que quiera entrar en el negocio de fabricarlos por millones. Necesitamos socios que pongan unos cuantos pesos, no muchos, para comprar el papel que viene de Alemania.
—¡No diga!
—Y la tinta que llega de Rusia.
—¡Cómo le parece!
—Cada peso se convierte en mil. Quiero decir que con un peso en papel y tinta, nosotros fabricamos mil. Cincuenta pesos se vuelven cincuenta mil.
—Dígame sumercé cuántos se podrían volver sesenta y cinco que tengo aquí, en el pañuelo. Digo sesenta y dos y seis reales que me quedarán después de comprarle el frasco de «Víbora», porque ahora me acuerdo que estas botas me están labrando mucho los pies.
—Pues se convertirían en sesenta y dos mil pesos. Toda la vega del Chicamocha no vale sesenta y dos mil pesos.
—¿No lo valdrá de veras? Mire que es mucha tierra y produce el mejor tabaco de Boyacá y Santander. Se dan unas naranjas gordas como calabazas, y un maíz tupido que sabe a gloria, y una caña tan gruesa como mis pantorrillas. ¡Si yo le contara lo que es la vega del Chicamocha, que me la conozco palmo a palmo, desde el puente Pinzón abajo de Soatá hasta el puente de La Palmera cerca a Capitanejo! Mi mama, ¡alma bendita!, decía que la vega tiene senos y senos como un fara: Vega Grande, el Pozo, el Tablón, el Carmen, Vadolargo… ¡Eso es muy grande! ¡Y la tierra es mera pulpa, gruesa y fresquita!
—A pesar de todo, te digo que valdrá los sesenta y dos mil pesos apenas. ¿No sabes de alguien interesado en comprarla?
—Sé de más de cuatro que se darían con una piedra en los dientes por comprar aun cuando fuera una orillita entre la peña y el río… ¡Aguarde un tantico! Estoy pensando en un amigo que tengo, un hermanito mío, que podría levantar los sesenta y dos pesos que le harían falta para comprar la vega. Déjeme sumercé darle vueltas a la cosa…
En la plaza desierta y oscura de Susacón, cuyos chatos caserones clareaban entre las sombras, paró el bus en seco, con un violento chirrido de latas y piñones. Las nieblas que ascendían de la hondonada, y las sombras nocturnas que descendían del páramo, lo tenían amortajado a medias.
—Si alguna de las señoras o de los caballeros quiere despachar una diligencia, que se vaya bajando pronto porque apenas le ponga la gasolina al carro salgo volando. Tenemos que alcanzar el correo, y pasarlo… El muy hi… nos viene echando tierra todo el camino, de Belén para arriba…
Un hombre, arrebujado en una ruana y con el sombrero del fieltro calado hasta las cejas, se acercó al bus con una lámpara de petróleo.
—¿Gasolina? —le preguntó al chofer.
—Cinco galones, compadre. ¿No hay pasajeros?
—Dos meros que había se embarcaron en el correo.
Del bus se desgajaron, con grandes cestas que cacareaban porque iban cargadas de gallinas, cinco campesinas viejas y silenciosas que corrieron a aliviarse a la mitad de la plaza.
—¡Indio atrevido! —le dijo al chofer una mocetona, gorda y colorada, que huyó sofocando la risa.
—Lleva poca gente, compadre.
—El correo me sonsacó todos los pasajeros en Duitama; pero yo le mataré las lombrices cuando me lo encuentre mañana, en la subida de Guantiva.
Bajaron a estirar las piernas el Magistrado del Tribunal Superior de Santa Rosa y su señora, que iban a visitar a unos parientes de Enciso, según le contaron al cura que se quedaría en ese pueblo, de donde era párroco. Viejo ya, y cansado por el largo viaje, se despidió sin muchas ceremonias y se fue a su iglesia, trotando. El magistrado tenía el rostro violáceo a la luz de la lámpara, y los ojos enrojecidos y llorosos. Su señora era un paquete informe, envuelto en un abrigo de lana negra El visitador de la Caja de Crédito, que se había resfriado en el páramo, se bebió un aguardiente doble en la tienda del hombre de la gasolina. Escupió a lo lejos por entre los dos dientes delanteros, que los tenía muy anchos y divorciados en la mitad de la boca.
—¡Esta porquería sabe a cucarachas!
—En Antioquia, mi tierra, producimos uno muy bueno, ¿sabe? —le observó el agente viajero.
—Éste es del oficial —contestó el hombre de la gasolina—. El bueno, el de contrabando, no llega hasta mañana. Si los señores quieren esperar…
—¿Esperar en este pueblo? Aquí se mueren de tristeza las pulgas.
—A otros les gusta —contestó el viejo de la gasolina, mirando de soslayo al chofer.
—A propósito… ¿dónde está la Chava? —preguntó éste.
—Se largó ayer para Tunja. Le dejó saludes.
—¿Se fue sola?
—Con don Benito, el maestro de escuela.
El chofer trepó de un brinco a su asiento, atronó los aires con la sirena. Carburó furiosamente el motor y arrancó a saltos, sin dar tiempo a que los pasajeros se acomodaran en sus sitios. Las gallinas se alborotaron en las cestas, los gajos de cebolla que alguien llevaba despidieron ráfagas que hacían llorar los ojos, el visitador del banco comenzó a toser, y el hombre de la gasolina apagó su lámpara y cerró la puerta. El agente viajero cabeceaba ahora, pero sacudido por los tumbos y atormentado por los traqueteos del bus, no lograba dormirse.
—¿Falta mucho tiempo para llegar a Soatá? —preguntó a Siervo.
—A pie serán unas cuatro horas. Ahora, en la carretera, debe gastarse mucho menos tiempo. ¿Sumercé asiste en Soatá?
—No. Seguiré a Capitanejo, y dentro de tres días tomaré otra vez el bus para Duitama. En Soatá el canónigo me tiene ojeriza, porque cuando comienzo a perorar, toda la gente se le sale de la iglesia y se viene a la mitad de la plaza a escucharme.
A medida que el bus descendía a la hoya del Chicamocha, el repelente olor de las cebollas y el agrio y tibio aroma de los cuerpos sudados y trajinados por el cansancio, adormecieron los sentidos de Siervo. Éste se había descalzado las botas, y a hurtadillas del agente viajero se dio la primera mano de «Víbora». A veces percibía en lo hondo y a lo lejos la fragancia de algún trapiche que soplaba su aliento dulce sobre el camino, barriendo el desapacible hedor del callicida. La imagen de la vega centelleaba en su memoria.
—¿De manera que toda la vega no vale sino sesenta y dos mil pesos? ¡Quién lo creyera!
La estancia en que él soñaba era una cuarta de tierra, tres días de arada de bueyes por una loma escarpada que terminaba a pico en un barranco sobre el río Chicamocha. En los inviernos éste hierve en lo hondo corroyendo la capa de tierra gris y pizarrosa que se desmorona sobre el cauce. En los veranos, la corriente amarilla y espesa se retira contra la orilla opuesta, y deja un reguero de piedras redondas, blancas, coloradas, negras, que parecen huevos de iguana. Siervo las conocía, como si las hubiera puesto. Aquel terronal, aquel volcán de piedras, encajonado entre el río que le muerde los cimientos por delante y una alta peña que le aprieta las espaldas, no vale nada. No vale un viaje de agua, según los entendidos, porque ni agua tiene. Pero él seguía pensando:
—En la parte alta se puede cosechar media carguita de maíz, limpiando un poco el pedregal y arrancándole la maleza. En el plano, donde están paradas las cuatro varas del rancho, caben unas quinientas matas de tabaco, una docena de sartas, media carga. Eso si Dios llueve, porque la peor «vaina» es que no hay más agua en el contorno que la que escurre de la toma de don Floro Dueñas, porque el río queda en toda la hondura. Tierra bonita, plana, floja, limpiecita, mera pulpa, la del arriendo de don Floro, y con derecho a molienda en el trapiche de los comuneros, y a tres días de agua con sus noches en la toma grande… (que es precisamente la que pasa lindando por arriba con la tierra de Siervo, y haciéndole guiños).
También los hacía un farol rojizo a la orilla de la carretera. Al verlo, el chofer detuvo el bus al lado de una casa grande, que clareaba entre las frondas espesas de algunos árboles.
—¿Sumercé me lleva a Soatá? —preguntó en lo oscuro una voz de mujer.
—¿Va sola? —preguntó el chofer.
—Solita. Con una carguita de maíz que puedo llevar ahí, en cualquier parte.
—La llevo por treinta centavos.
—¡Eso qué! El correo me llevaba por meros veinticinco y no quise montarme.
—¡A pata le costará menos! —gruñó el chofer, malhumorado. El motor del bus comenzó a roncar.
—Le doy veinte, y no hablemos más…
—Veinticinco.
El bus, trepidando, rodó lentamente.
—¡Espere un tantico! Le doy los veinticinco…
El bus tornó a detenerse, bramando y tascando el freno. La mujer encaramó la carga por una ventanilla, y desapareció rápidamente por la puerta de la casa. Volvió tirando del ronzal a un cochino que se debatía furioso, chillando y estirando las patas…
—Del marrano no hablamos —dijo el chofer—. Si lo quiere llevar, escupa diez más…
—¡Eso me faltaba! El correo nos llevaba a todos por veinticinco…
—Por treinta, y súbase pronto, que se hace tarde.
Subió la mujer, y el cochino, liado con una cuerda por el secretario del chofer, no cesó de chillar en la culata del bus donde lo acuñaron detrás de la carga de maíz. Durante un buen trecho, la campesina no cesó de contar y volver a contar a quien quisiera oírla, que el marrano pesaba siete arrobas y era el primero que había cebado de una cochada que tuvo la cerda roja, que le compró por Nochebuena a su compadre Aniceto. Pensaba sacarle doscientos pesos al animal, porque tenía mucha manteca, si Dios no quería otra cosa. Le dolía salir de él, porque los otros no pintaban lo mismo…
El estruendo del motor, en la cuesta que llaman de la Chorrera, se tragó sus palabras. Al llegar a la calle larga que atraviesa de punta a punta el pueblo de Soatá, frenó el bus y se esfumaron entre las sombras, apenas pusieron el alpargate en tierra, las viejas y la moza que cargaban las gallinas y las cebollas. La del cerdo tardó buen rato en convencer al animal de que bajara a tierra. Había una mezquina luz en las esquinas, pero de las tiendas iluminadas con lámparas de gasolina, gruesos chorros de claridad se proyectaban sobre la calle, sucia de cascaras, papeles y desperdicios. Siervo tuvo la tentación de bajar cuando se despidió con un sucinto y fosco ¡buenas noches! el visitador de la Caja Agraria; pero tuvo el temor de que lo dejara la máquina, y permaneció en su puesto. Tampoco se atrevió a comprar un talego de dátiles para llevarle de regalo a la vieja, cuando llegara al rancho, como un recuerdo después de tantos años de ausencia. Le dio risa, y de un tirón se arrancó dos pelos lacios y tiesos que tenía en la barbilla.
—¡Qué cabeza la mía! —pensó—. No recordaba que la vieja es difunta.
En la calle había riñas y disputas de borrachos. Un corro de pordioseros y lisiados se arremolinaba a las puertas del bus, pidiendo limosna a los viajeros. En el rayo de luz que proyectaba la tienda de la esquina, aparecían y desaparecían como polillas los rostros feos, lívidos, deformes, algunos prolongados extrañamente por el coto, de los cargueros y vagabundos del pueblo. El chofer tomaba cerveza en la trastienda, a pico de botella y engullía a tarascadas un salchichón y un pedazo de queso.
A poco llegaron metiendo mucho alboroto, pues estaban más que medianamente borrachos, dos guardias municipales y un distinguido que iban en comisión a echarle la mano a un preso recién fugado de la cárcel del pueblo.
—¿Conque se fugó el Ceferino? —preguntó Siervo, sobresaltado al oír mentar aquel nombre.
—Es un bandido conservador que debe dos muertos a la justicia, dos muertos liberales; y como ladrón y cuatrero no hay quien lo iguale. El día en que huyó se llevó las llaves de la cárcel. ¿Usted lo conoce? —le preguntó el distinguido, que subió al bus con sus dos ayudantes, armados todos con rifles que les estorbaban entre las piernas.
—No, mi cabo… Yo qué voy a conocer al Ceferino… ¿No ve que vengo de pagar servicio en los cuarteles de Tunja?
—¿Eres soldado?
—Era, sumercé.
—¿Buen trago? ¿Buena vida? Yo apenas conozco a Tunja, de paso para un pueblo de la provincia de Márquez.
—Para vida buena no hay como la de la tierra de uno… No de uno, pero como si fuera… Para verla me vine.
—¿Adónde vas a vivir?
Siervo se rascó la cabeza, carraspeó, tosió, trató de sonreír, se miró atentamente una uña y al cabo dijo:
—En la vega del Chicamocha…
—¡Ah! ¿De manera que eres de los nuestros, de los buenos liberales de la casa grande? ¡Métete un trago, y dale un viva al gobierno! Guardia Apulecio: déle un traguito de aguardiente aquí al amigo, que es de los nuestros.
El chofer se encaramó al bus de un brinco, como solía, y arrancó de golpe, con el escape abierto para meter más ruido, y la sirena ululando a toda máquina, por si alguien en el pueblo no se había enterado todavía de que el bus del «Tigre» zarpaba para Capitanejo. La señora del magistrado de Santa Rosa se echó la bendición con la diestra, y con la otra mano se enfrentó a la cortina de la ventanilla para que no le golpeara el rostro. El magistrado se arrebujó en su abrigo cuando los guardias comenzaron a cantar a gritos. A la salida del pueblo, uno de ellos disparó al aire por la ventanilla del agente viajero, quien despertó sobresaltado y se llevó la mano a la cintura para requerir la pistola.
—¡No se moleste el señor! Es que vamos contentos…
A Siervo le saltaba el corazón dentro del pecho. Recordaba el cuartel, y las voces de mando, y aquella condenada parálisis que le ataba la lengua cada vez que el cabo de las caballerizas descubría que se había puesto las botas trastocadas, o que el caballo de mi capitán había ensuciado el establo. Tenía que obedecer y callar. Aunque no entendiera lo que le ordenaban, pues él oía, comprendía y hablaba muy despacio, tenía que cuadrarse, llevar la diestra a la frente y exclamar: «¡Como ordene mi cabo!». Tenía la impresión de que cualquier oficial lo podría fusilar, y cualquier cabo de guardia le arrimaría un estacazo a los espaldas por el menor descuido, lo que sucedía a veces. El calabozo era lo menos malo del cuartel. Se pasaban hambres, pero se pensaba en la vega del río, y en la orillita que rueda de la peña al barranco, y en el sol que dora y tuesta las matas de tabaco, y en los gusanos verdes que salen de noche —con el fresco— a morder la hoja con un ruidito como el de los ratones de Tunja en el calabozo: ts, ts, ts… Siervo los observaba con ternura, cuando allí se encontraba, pero si le atormentaban más de la cuenta las ganas de comer, sentía la tentación de atraparlos, desollarlos y descuartizarlos a mordiscos. Los muy ladinos no se dejaban coger.
El bus, con gran estruendo, se detuvo de golpe.
—¡Maldita sea! —exclamó el chofer, mesándose los cabellos que le chorreaban ensortijas sobre la frente, a la moda de México.
El bus había tropezado con una gran piedra que estaba en la mitad del camino, y era de aquellas que suelen dejar como recuerdo de sus averías los camiones que suben roncando, cargados hasta los topes, por aquella cuesta.
—¡Un huevo de camión! —gritó el ayudante desde afuera—. Lo peor del caso fue que estalló una llanta de adelante. ¡Cuando uno está de malas!
El chofer prorrumpió en juramentos, y dando un portazo capaz de desquiciar una puerta que no fuera de bus, se apeó de su silla.
—¡Todo el mundo a tierra! —gritó.
Siervo se asomó a la orilla de la carretera para atisbar y olisquear el abismo. Por los cerros de oriente, del lado de Chita, se levantaba a la sazón la luna, plateando las nubes que colgaban en harapos de los picachos del cañón. Un aliento pegajoso subía del abismo, que estaba todavía envuelto en sombras. Siervo cogió una piedra suelta del camino y la lanzó muy lejos. La piedra rebotó en un peñasco y se perdió en la noche. Siervo miró atentamente la luna, apretó los cuatro dientes que tenía en la boca (los que quiso dejarle el dentista del cuartel) y se quedó en suspenso, escuchando. Escuchaba con todo el cuerpo. Una claridad espejeó en la hondura. La luna, desembarazada de la maraña de nubes que la tenían sujeta, se elevó tranquila y dulce sobre el cañón, como un globo de Nochebuena, tal vez más pequeñita, pero mucho más luminosa. Una joroba gigantesca se recortó en el fondo del abismo, como si un monstruo antediluviano estuviera acurrucado mirando aquella cinta delgadita que cabrilleaba entre las vegas, y debía ser el río. Siervo reconocía claramente el lugar: el boquete en la cuneta de la carretera, la línea imperceptible del camino que se descuelga valientemente por la roca, se agarra a las zarzas, se apoya en las salientes, y se encoge y se estira como una culebra perseguida. Una cabra asomó el hocico y clavó los ojos relucientes en los ojos de Siervo. Cuando éste tendió una mano para atraparla, el animal huyó monte abajo haciendo rodar las piedras. El chofer cogió por una pata al cabritillo, recién nacido, que baló tristemente.
—Me lo almorzaré mañana en Capitanejo —dijo, y lo metió en la caja del bus.
—Esa cabra debe ser de la hacienda —pensó Siervo, pero no dijo nada.
El distinguido y los guardias resolvieron seguir camino, pues ya se hallaban muy cerca del lugar donde tenían noticia de que se había refugiado el bandido. Siervo sintió un gran alivio cuando desde debajo del chasis del bus, a donde le ordeno el chofer que se metiera para que le ayudara a cambiar la rueda, vio las sombras de los guardias que se alejaban por el camino. El magistrado y su señora, malhumorados y hambrientos, echaron pie a tierra para desencalambrarse las piernas. Adentro, en el bus, el vendedor de específicos roncaba como un cerdo. Bocarriba, manchado de grasa, con una tuerca en la boca, Siervo se sentía a las puertas del paraíso, al borde del cañón del Chicamocha, a pico sobre la peña y precisamente encima de esa pequeña lengua de tierra pedregosa y gris donde se levanta el rancho de la difunta, si es que no lo tumbaron las lluvias del último invierno. Si se diera vuelta bocabajo y gateara cuatro brazadas, podría descolgarse por donde huyó la cabra que parecía llamarlo desde lejos. Puesto que conocía palmo a palmo el atajo, y cada grieta de la roca, y uno por u no los espinos y los cactus que abren sus brazos descamados y erizados de púas, en un santiamén lograrla orientarse. En media hora descendería, saltando (sin las botas, ¡válgame Dios!) los mil metros de profundidad que lo separaban de su rancho y de la vega del río. Pero los guardias rondaban por allí, persiguiendo a ese bandido del Ceferino que hacía unos años había asesinado a un viviente de la vega, sólo para robarle unas gallinas. «¡Ave María Purísima! —exclamó para sí—. ¡Mejor es seguir esta noche a Capitanejo y no exponerme a morir a manos de ese bandido!».
—¿Dónde pusiste la rosca, so bruto? —preguntó el chofer.
—Aquí nomasito la tengo, sumercé… («Bajaré esta noche a Capitanejo y mañana con las claras subiré al rancho por el camino de la vega…”). —Y en eso pensaba, cuando el chofer lo puso a montar la llanta.
Sin más percances, fuera de los naturales brincos y corcovos del bus, que corría como un demonio por aquellas vueltas y precipicios, no tardaron en llegar al puente de La Palmera, sobre el río Chicamocha. Una brisa fresca anunciaba el río, y se le oía roncar al romperse en espumas contra los estribos del puente. Los agentes del resguardo, medio dormidos, bajaron la cadena que separa el departamento de Boyacá del de Santander, sin molestarse siquiera en revisar los equipajes para ver si había contrabando o si alguien tenía cédula de las conservadoras, para arrebatársela. Entraron como una tromba por el puente, y no tardaron en patinar en la arena de la plaza de Capitanejo, que por ser ya noche, estaba desierta y apenas poblada de las mesas patas arriba y las maromas delas toldas que al otro día servirían para dar sombra a los vendedores del mercado.
—¿Dónde vas a dormir? —le preguntó el agente viajero a Siervo.
—Aquí debajo de una banca de la plaza. Mañana temprano, cojo camino para el rancho, si Dios quiere.
—Yo pasaré la noche en el estanco, pues mi amigo Temístocles, siempre me recibe de balde, y me santigua por las mañanas con un aguardiente de Málaga que es para chuparse los dedos.
—Que le aproveche, mi amo.
—¿Ya le diste vueltas en la cabeza al negocio de la fabricación de billetes?
—Estaba por darle a sumercé veinte pesos de arras, a nombre de mi hermanito, con quien hablaré en cuanto amanezca. Estoy seguro de que le tienta el negocio. Él es muy sabio en esas cosas de números.
—Dame los veinte pesos y mañana hablaremos.
Siervo se tendió sobre la ruana, al abrigo de una de las bancas de cemento con las cuales la Compañía de Tabaco contribuyó a envilecer la plaza del lugar, y se durmió como un bendito, pensando que el forastero de los billetes se había tragado entero su embuste de que tenía un hermano. Dormiría feliz, pues amanecería rico como para comprar toda la vega del río, desde la peña hasta el puente de la Palmera. Cualquiera le diría mañana Siervo a secas, pues por menos de mano Siervo, o de ñor Siervo, no daría la cara.

CAPÍTULO II

Antes que el sol, que se columpiaba sobre las cumbres nevadas del Güicán, lo despertaron las pisadas de una recua de burras que entraron a la plaza cargadas de ollas de barro. No tardaron en llegar los campesinos que traían al mercado los frutos de la tierra, más los tiestos de barro y el batán que produce una tosca industria doméstica. A la sombra de las palmeras de la plaza, se tendieron los muestrarios de frutas y verduras, que henchían el aire de olores contradictorios. El fresco de la madrugada no lograba mezclarlos ni confundirlos. Roncaban los camiones que salían para Duitama, cargados como hormigas, y las palas y las volquetas de la carretera, que apenas comenzaba a trazarse de Capitanejo a Málaga. Los comerciantes de postín armaron las toldas y colgaron de los travesaños las camisas de lienzo, los calzones de manta gris, los fieltros y los alpargates de suela de cuero con capellada de lona. Los perros vagabundos que duermen en los zaguanes, salieron a husmear en los ventorrillos de carne. Viejas corpulentas, acurrucadas, daban aire a los tizones de sus hornillos con una «china» de esparto. Olía a veces a frito y otras a entresijo de cabra. En ciertas partes dominaba el hedor agridulce del guarapo, que fermentaba en grandes moyos de barro. Las campanas rajadas de la iglesia repicaron llamando a la primera misa. A poco se abrieron las puertas del estanco y el vendedor de específicos salió en mangas de camisa al atrio, arrastrando una mesa de palo para arreglar su muestrario de frascos y menjurjes.
—¡Buenos días! —masculló el cura, que pasaba camino de su iglesia.
—¡Muy buenos, señor cura…!
Siervo se santiguó a toda prisa, se echó un sobijo de «Víbora» en los pies, y con las botas en la mano entró despacito a la iglesia detrás del cura. Se quedó parado en mitad de la nave, que por ser fiesta de algún patrono del lugar, desaparecía casi por las colgaduras de papel que se bamboleaban entre el coro y el ábside. Las tiras blancas y azules, rematadas en grandes moños de papel plateado, lo dejaron boquiabierto. El resto de la Iglesia, incluyendo el altar mayor con sus floreros de lata y sus claveles de papel pintado, permanecía en obra. Siervo siempre la había visto de esa manera, con andamios de guadua, escaleras de tijera, carretillas cargadas de arena y montones de cascote en los rincones oscuros. ¡Pero qué belleza! Olía a cielo y a gloria eterna: a incienso, a ropa de altar, a alpargate, a sudor de los fieles y a engrudo de las colgaduras. El ambiente era tibio y grato. Siervo andaba en punta de pies, y cuando por contemplar alelado las adorables imágenes de bulto que veneraba desde su infancia, tropezaba con algún escaño, el ruido que retumbaba en la cúpula lo llenaba de un temor respetuoso. Tardaba un rato en decidirse a caminar otra vez. Le parecía que las viejas que yacían acurrucadas al pie del altar mayor, y los monaguillos que despabilaban las velas, y los campesinos que parecían envueltos en una pesada atmósfera de sudor, todo el mundo volvería los ojos para mirarlo. Al llegar al lugar donde se encuentra el lampadario de San Roque, que con Nuestra Señora de Chiquinquirá se repartía sus preferencias, Siervo se arrodilló reverente. Hizo una seña al monaguillo y le dio diez centavos para que encendiera en su nombre una vela al santo.
—¡De las largas! —le susurró al oído.
Sonó rabiosa la campanilla y el cura comenzó a oficiar.
Cuando Siervo salió al atrio, todavía con las botas en la mano, un ramalazo de sol le hizo cerrar los ojos. La playa ardía y reverberaba. Un hormiguero de gente circulaba por entre los puestos del mercado, se arremolinaba al pie de las ollas donde hervía el caldo con grandes ojos de grasa, y se apretaba formando anillos en tomo de la mesa donde el agente viajero se desgañitaba ofreciendo su mercancía. Cuando divisó a Siervo lo llamó por su nombre con una gran voz.
—Este hombrecito sufría de los pies y no podía caminar desde hacía muchos años. Se arrastraba sobre un cuero, y yo mismo tuve que ayudarle ayer tarde a subirse al bus en Duitama. Hoy, mírenlo cómo está… Con el primer baño del matacallos «La Víbora», ya viene caminando por sus propios pies. Al segundo baño, podrá calzarse las botas…
Siervo sonreía, enseñando los cuatro dientes que le quedaban en la boca.
—Es la purita verdad. Pero aguarde sumercé un tantico, mientras voy a tomarme un caldo porque estoy en ayunas. En esto vuelvo.
—¿Quién quiere matacallos «La Víbora»? Un frasco por sólo cinco pesos… Digo cuatro pesos…, digo tres… ¿quién dijo dos y medio?
Siervo tomaba a soplo y sorbo su taza de caldo. La taza, que era desorejada y sin esmalte, le pringaba los dedos. Una onda de fuego le abrasaba el gaznate y las entrañas, pero se sentía feliz. Apenas una pequeña nube de inquietud perturbaba su espíritu cuando pasaba a su lado alguno de los guardias del municipio, con el puñal al cinto y un rifle en bandolera. Por el atrio paseaban el alcalde y el cacique del pueblo con la maestra y la telegrafista. Siervo los miraba como a los santos de bulto de la iglesia: como a seres de una especie distinta de la que mi Dios quiso amasar con la greda amarilla y tosca del Chicamocha Eran ángeles que gozaban en esta vida de ropa limpia, casa de teja, tierra bien regada y una pistola al cinto que él no podría llevar sino en el cielo.
Con el pulgar y el índice extrajo de la tasa una mosca gorda y verde que se achicharraba en el caldo. Se limpió la boca con una punta de la ruana, y antes de volver a donde su amigo el agente viajero, fue a comprar unas alpargatas y un avío para llevar al rancho. Tenía que esperar a que el agente se desocupara y hablar entonces del negocio que lo tenía en ascuas.
—¡Hola! ¡Mano Siervo! ¿No es su persona el hijo de Sierva Joya la de la Peña Morada, alma bendita?
—El mismo que se tienta y se halla. Yo sí que conocí a ñor Resuro desde que lo avisté de lejos. Está mismito, aunque más flaco y con cara de muy enfermo.
—A Dios gracias no faltan los males. Estuve quince días en el hospital de Soatá, y poco faltó para que me sacaran con los pies para adelante.
—¿Y no supo por un caso de qué murió mi mama, que en paz descanse?
—Dicen que de un dolor de costado. La toparon muerta en el rancho.
—¿Y eso cómo sería?
—Dicen que don Floro Dueñas se percató de la gravedad cuando vio que los gallinazos volteaban noche y día sobre el rancho. Cuando fueron a llamar a la abuelita, ya hedía…
—¡Qué caso! ¿Y ahora quién está viviendo en el rancho?
—Nadie. Esa tierrita no sirve para nada. Don Floro Dueñas tal vez la quiera para hacer un aljibe, porque el río se llevó el que tenía a la entrada de su arriendo. Está muy rico. Me dijo que pensaba comprarles la estancia a los patrones.
Siervo iba reconociendo y reconstruyendo antiguas amistades en aquel hervidero humano de feligreses que andaban en camisa, con los pantalones deshechos, la mochila de fique terciada al hombro y la corrosca de paja bien embutida en la cabeza. El ayudante del chofer, que merodeaba por allí, y desde la víspera se había encaprichado con las botas de Siervo, lo invitó a tomarse una cerveza en las tiendas de la plaza.
—Prefiero el guarapito —dijo Siervo—. También me gusta el aguamiel bien batido. A mí no me vengan con cervezas…
—¿En el cuartel no tomaban cerveza?
—¡Yo suspiraba por el guarapito!
El ayudante prefería la cerveza; y él, con la botella, y Siervo, con la totuma, comenzaron a empinar el codo. Entraban y salían campesinos, cargueros, choferes, mendigos de profesión a quienes Siervo trataba de igual a igual, sin escatimarles un sorbo de guarapo. Compró mogollas para los perros, que con el rabo entre las piernas se arrimaban a los comensales con la ilusión de atrapar algo en el aire.
—Tengo que salir un momento y ahorita vuelvo.
—Espérate, hombre. Tómate otro trago.
Siervo meneaba la cabeza, acariciaba las botas que tenía bien asidas en la mano, y sonreía. A veces entraban a la tienda antiguos amigos de la vega del Chicamocha o del plano de Enciso, que lo reconocían y le decían con aire misterioso:
—La política se está poniendo otra vez fea. Al Campo Elías, el que vivía arriba del puente, lo despacharon de un tiro hace tres noches. Donde los liberales nos descuidemos, los godos nos vuelven a meter un susto…
—¡Cómo le parece! —decía Siervo.
—Al Marcos de la Palmera, que es godo, los guardias le hicieron una requisa y le quitaron la cédula. ¡Figúrese! ¡Ahora los godos con cédula!
—Yo creía que era liberal.
—Pues no se crea. Resultó el indio más godo que el cura…
¿Y qué fue del Alejandrino, aquel hombrecito que tenía su arriendo en la loma, cerca al chiquero de cabras de la Peña Morada?
—Murió de peste.
—¿Y la boba que vivía con él?
—Se fue a vivir con el Benedo…
—¿Con el propio hermano de Alejandrino? ¡Cómo le parece! ¿Y no ha llovido?
—Ni una sed de agua. Las sementeras de maíz se achicharraron como si les hubieran prendido candela.
—¡Compasión de las matas! ¿Y cómo está el dulce?
—Otra vez está bajando…
—Lo que decía mi mama: no es sino volverle las espaldas a la tierra, para que al regreso no se encuentren sino tristezas… Pero me voy, ahora sí… Tengo alguito muy urgente que hacer en la plaza.
—¿Otro trago? —insistía, meloso, el ayudante del chofer.
—Bueno, pero que sea el último.
No lo fue, sino penúltimo, y el que lo siguió tampoco, porque la cerveza y el guarapo aumentaban la sed de Siervo y del ayudante, en lugar de saciarla. A Siervo le giraba el mundo en la cabeza. Los rostros y las cosas en que trataba de fijar y apuntalar la vista se le fugaban y se le desdoblaban extrañamente. Se había emborrachado sin saber a qué horas. Los ruidos de la plaza, las bocinas de los camiones, las sirenas de los buses, la algazara de los mercaderes, los repiques de la iglesia que iba dando las horas con media de retraso: todo eso llegaba a sus oídos amortiguado, como al través de una madeja de lana.
—¡Ahora sí voy a ser rico, pero muy rico! Toda la vega, toditica, desde la Peña Morada hasta el puente de la Palmera, va a ser del hijo de mi mama, a quien los señores tienen el honor de ver aquí de cuerpo presente.
—¡No digas barbaridades, mano Siervo! —lo interpeló un hombrecito al que una brocha de pelo hirsuto le brotaba por encima de la tronera que tenía en la corrosca—. ¿No ve que yo soy peón jornalero de ñor Floro Dueñas, que tiene el mejor arriendo de toda la vega? Anda en tratos con los patrones para comprárselo. ¡Quien lo ve! Recuerde, mano Siervo, que hace cinco años era más pobre que nosotros y andaba con la pata al suelo. Hoy, si te veo no te conozco.
—Usted no sabe lo que digo. Anda atontado por mascar hayo…
—Si no fuera por la hojita bendita, ya me habría muerto de hambre…
No pudo oír Siervo los pitazos furibundos que daba el bus del «Tigre», parado frente a la puerta de la tienda. El ayudante, que los escuchaba desde hacía rato, le susurró a Siervo al oído:
—Véndame esas boticas, Siervo.
—¡Por todo el tabaco que se cría en Enciso no se las vendería!
—Entonces préstemelas. Es para que me vea con ellas una novia que tengo en Duitama. En el viaje de vueltas se las traigo. Si quiere se las dejo con la comadre Dolorcitas, aquí presente.
—¡Ave María Purísima! Sólo el pobre Siervo, que es huerfanito, no tiene quien le remiende los calzones, ni lave la ropa, ni le haga un caldo, ni le ayude a cuidar las gallinas…
El bus continuaba atronando la calle.
—¿No va a ser muy rico, don Siervo?
—Nadie sabe las vueltas que da este mundo. Ahí está don Floro Dueñas para que lo diga, que era más pobre que yo, y ahora, según dicen las malas lenguas, no tiene donde meter la plata.
—¡Présteme las botas, don Siervo! —insistía meloso el muchacho.
Cuando Siervo salió, dando traspiés, ya era pasado el mediodía y el sol caía a plomo sobre la arena de la plaza. El bus se alejaba entre una nube de polvo, con el ayudante encaramado en un estribo, ya que se había calzado las botas. «¡Qué las goce, si puede y que me las traiga pronto!» —exclamó Siervo con voz tan apagada y confusa que nadie pudo entenderle—. Los mendigos dormían la siesta a la sombra de los árboles. Los viajantes y mercaderes recogían sus bártulos y cargaban sus recuas de burras. Don Temístocles, el estanquero, sentado en un taburete de vaqueta, recostado contra la puerta de su tienda, se espantaba con un periódico las moscas que embestían furiosas contra su rostro abotargado y amoratado por el aguardiente y el sol. Del interior salían los gritos del alcalde y el inspector de policía, que estaban de juerga con los notables del pueblo.
—¿Qué quieres? —le preguntó don Temístocles sin abrir los ojos.
—Necesito ver al doctor que vende las medicinas, y que sumercé alojó anoche en su casa. Tenemos un negocito pendiente…
—Saludes te dejó. Se fue en el bus del «Tigre», que hace un momento salió para Duitama…
—¡No puede ser, Virgen Santísima de Chiquinquirá!
Se mesó los cabellos y empezó a gimotear, pero don Temístocles lo mandó a paseo.
—¡Lárgate, indio mugroso! Si sigues ahí de plantón llamaré a un policía para que te meta en el calabozo…
—Sumercé no considera que…
—¡Fuera te he dicho!
—Es que…
—¡Fuera!
Siervo regresó haciendo eses por mitad de la plaza, a la tienda de donde había venido. La comadre Dolorcitas, cuando lo vio llegar, se le abalanzó y lo estrujo fuertemente por los hombros. A Siervo se le había olvidado pagar la cuenta. Sacó con parsimonia de la faltriquera el pañuelo solferino, deshizo con los dientes el nudo negro y seboso que tenía en una punta y se puso a contar los billetes que tenía doblados en cuatro, para que no abultaran. De tiempo en tiempo se escupía los dedos.
Una muchacha que gimoteaba en un rincón, sentad a sobre un bulto de papa, levantó a la sazón la cabeza para mirarlo. Tenía el jipa calado hasta las cejas, y dos trenzas negras y brillantes le caían a lado y lado de la garganta. Se había abierto la blusa colorada y le daba de mamar a una criatura que tenía en brazos.
—¿Cuánto le debo a la señora Dolorcitas? —preguntó Siervo.
—Son veintisiete guarapos, dos docenas de cerveza amarga, cuatro de dulce, siete cascos rotos y tres mogollas para los perros. Total: diez pesos y veintiocho centavos…
—¡Por Dios y por vida suyita, misiá Dolores! —exclamó la muchacha, que parecía estar muy impaciente—. Mire sumercé que yo no tengo adónde ir con esta criaturita, y me falta hasta la sal para la mazamorra. Ya se me está secando la leche y no tengo para comprar una panela. Ahora qué hago, ¡Virgen Santísima!
La comadre se limpió una lágrima en la punta del delantal, mientras contaba los billetes que le entregaba Siervo. De pronto dio un respingo e interpeló a la muchacha.
—¿Y cómo fue para que cogieran al hombre ese?
—Desde hacía dos días me habían venido con el cuento u nos peones de don Floro, que andaban por Soatá vendiendo unas cargas de panela. Oyeron decir a un policía que el Ceferino se había fugado de la cárcel la noche del jueves, y alguien le sopló al alcalde que andaba escondido en el rancho de misiá Sierva, en la Peña Morada.
—Serían los peones los que le llevaron el cuento al alcalde…
—O don Floro… Cincuenta pesos ofreció el alcalde al que lo descubriera.
—¿Y no vino a buscarla, niña? ¿No le hizo saber que andaba otra vez suelto por esos montes?
—Nada. Yo ni sabía que se hubiera fugado. Precisamente debería ir hoy domingo a visitarlo a la cárcel, para llevarle unos trapitos que tengo en esta mochila. ¡Así es la vida! Anoche mismo los guardias lo encontraron borracho, dormido en el rancho que fue de misiá Sierva Joya, alma bendita. El indio trató de defenderse con un cuchillito que tenía, y que yo le había llevado para que tallara cuernos en la cárcel. Los guardias eran tres y lo molieron a culatazos. Después le pegaron dos o tres tiros. Acabaron tirándolo al río. Esta mañana levantaron el cadáver, que estaba entre las piedras del cauce, rodeado de perros y gallinazos. Yo lo vi, vuelto trizas, con la cabeza abierta, y un ojo saltado. ¿Lo conoces?, me preguntó el alcalde, cuando asentaba la diligencia, y me llevaron a rastras para que lo reconociera. No he de conocerlo, dije, si yo era su india…
—Pero mejor sería que lo asesinaran… La cosa no fue por mera política, aunque por godo hace años que han debido matarlo.
—La necesidad, misiá Dolorcitas. El pobre no tenía de que vivir…
—Pero tenía tiempo de molerte las costillas a palos.
—Algo de eso había. ¿Pero ahora qué voy a hacer yo solita, huérfana, de balde, sin un cuartillo y con este muchachito colgado a los pechos? ¡Dios y la Virgen Santísima me favorezcan! Recíbame en su casa, misiá Dolorcitas, por la salvación de su alma. Yo le haré la cocinanza, le lavaré la ropa, iré por agua al río, le barreré la tienda…
—No puede ser. Yo no quiero familias en mi casa. Hasta la caridad tiene su límite.
La vieja se quedó un momento en silencio, tal vez pensando. De pronto exclamó dirigiéndose a Siervo, parada en jarras frente a él, temblándole el labio superior que lo tenía sembrado de unas cerdas escarraladas, brillantes de sudor:
—¿No serías capaz de darle alguna cosa a esta pobrecita?
—Sin molestar a nadie —dijo Siervo entre dos hipos— confieso que no la conozco. Luego escupió a lo lejos, hacia la calle.
—¿Como es eso de que no la conoces? Es la amiga del Ceferino, a quien los guardias de Soatá mataron esta madrugada. Lo mataron como a un perro, para que lo sepas.
Al oír el nombre de Ceferino, a Siervo se le puso la carne de gallina…
—¡Santa Bárbara bendita! —exclamó, y escupió nuevamente en dirección a la calle.
—Yo sí que conozco a mano Siervo, el hijo de misiá Sierva Joya, que fue tan considerada con mi persona. Mano Siervo andaba entonces por los cuarteles, oficialando.
—De mero soldado raso, esa es la verdad. Y diga. ¿Cómo cogieron al Ceferino?
—Por un tantico me agarran a mí también. El indio se había escondido en el rancho de la difunta.
—¡Jesús! ¡Y yo que pensé anoche bajar de la máquina a la altura de la Peña Morada, para quedarme en el rancho!
La criatura empezó a berrear. La comadre socorrió a la muchacha con una taza de caldo y Siervo le obsequió una cerveza. El se bebió de un sorbo una nueva totuma de guarapo. La cabeza le daba vueltas y más vueltas y le costaba mucho trabajo mantenerse de pie, porque el mu ro en que se apoyaba parecía desplomarse sin que acabara nunca de caer. Trataba de recordar algo, pero no podía; y tenía el brazo derecho doblad o y en tu mecido, como si aún cargara las botas.
—¡Tiene otra vez hambre el angelito! —manifestó Siervo, compasivo.
Desabrochándose la blusa colorada. Tránsito sacó un pecho al aire y lo abandonó a la voracidad del chiquillo.
—¡Hay para todos! —dijo sonriendo, enseñando la boca fresca y de dientes blancos calzados de oro. Aunque bizqueaba un poco, era colorada y en el pueblo se la consideraba bonita. La comadre Dolorcitas se le acercó y le cuchicheó algo al oído.
—¡Si sumercé considera que no hay otro remedio! dijo Tránsito en voz alta.
La comadre le dio en el hombro una palmada a Siervo, que se dormía de pie, bamboleándose como sí ya se fuera a venir a tierra.
—¿Por qué no te llevas a la Tránsito, Siervo? Es na muchacha fina, y muy buena. Te cuidará el rancho, te remendará los calzones, te lavará la ropa, te hará la mazamorra… Eso sí tendrás que pagarme lo que la pobrecita me está debiendo…
—¡No faltaba más! Me voy con ella —dijo Siervo sin siquiera molestarse en mirarla.
—¿Cuánto me debes, hijita?
—Siete pesos, misiá Dolorcitas. Y a sumercé, mano Siervo, que Dios se lo pague y me lo corone de gloria…

CAPÍTULO III

Los dos, los tres, con la criatura que iba envuelta en el pañolón de Tránsito, se encaminaron hacia la orilla del río por un campo abierto, salpicado de piedras, que se hallaba detrás de un lote donde se levantaban los cimientos del edificio de la Compañía de Tabaco.
—No conviene, mano Siervo, que pasemos por el Puente de la Palmera. Yo sé cómo se lo digo. Los guardias del resguardo están borrachos, y lo menos que van a hacer es irrespetarme por ser la viuda de Ceferino.
—Yo soy liberal y nada tengo que temer: pero echemos por donde la señorita diga.
Se quitó respetuosamente el sombrero y se rascó la cabeza. Trastabilleó, cayó en tierra, se arrastró un trecho en cuatro patas y volvió a levantarse. Quería librarse de alguna cosa que se le había incrustado en la cabeza, una idea tal vez, pero no podía dar con ella. Con voz violenta y trabajosa le dijo a Tránsito:
—¿Cuál es el nombre de la señorita?
—Tránsito, la Tránsito que pastoreaba las cabras de la hacienda…
—¿Cuáles cabras?… Ya, ya recuerdo… Perdone la señorita, porque todos tenemos alguna vez una curiosidad. ¿Para dónde va sumercé tan sola a estas horas?
La Tránsito se terció el pañolón, agitó rítmicamente el busto para arrullar a la criatura, y con palabras claras y concisas explicó a Siervo lo que éste y a sabía pero no recordaba: que ella era la india del Ceferino, que a éste lo mataron los guardias la noche anterior, que ahora los dos se encaminaban al rancho de la difunta Sierva porque a la comadre Dolorcitas se le había metido en la cabeza que debían juntarse.
—¿Cuáles guardias? —preguntó Siervo.
—Si quiere le vuelvo a contar el cuento, mano Siervo…
—Cuéntemelo otra vez, niña…, que a mí me ocurre lo que a mi mama, que no tiene sentido. ¿No conoce a Sierva, mi mama, la vieja que vive al pie de la Peña Morada, en la orilla del río?
—Para allá vamos. Ponga, mano Siervo, un tantico de cuidado. Le contaba que…
—Eso ya lo sé. Lo que la gente anda contando de uno porque lo ven pobre. ¿No sabe la señorita qué es lo que cuentan de mano Siervo?
Como la Tránsito, con el calor que le derretía la cabeza y con el peso de la criatura que le hormigueaba en los brazos, estuviera perdiendo la paciencia, le dio un empellón a Siervo. Rodó éste por tierra y se levantó abollad o y contuso, aunque menos lerdo.
—¿La señorita lo que quiere es que le haga cariños? preguntó.
Decir esto y darle un tremendo bofetón en pleno rostro, todo fue u no. Cayeron los dos y rodaron buen trecho entre las piedras. Milagro fue que la criatura no se rompiera la crisma en el suelo antes de recibirla en la iglesia.
—¡Indio bruto! —gritó la Tránsito, tirándole una gran piedra que le dio a Siervo en la mitad del vientre. Por efecto del golpe se puso a trasbocar, y sintiéndose más aliviado y con la vista despejada, se sentó en el suelo y le preguntó a Tránsito que lloriqueaba y se limpiaba con el revuelo de la falda la sangre que le manaba de la boca.
—¿Y la señorita no sabe qué se me hicieron las botas?
Ella no contestaba.
—Fue que yo traje de Tunja, del cuartel, unas botas muy finas que llevaba en la mano.
—¡Y qué botas ni qué nada! Lo mejor es que sigamos para el rancho, mano Siervo. Mire que está picando mucho el sol y al niño le puede calentar una erisipela.
—¿Qué niño?
—Este que llevo aquí. ¿No lo había visto? Es el hijo del Ceferino…
Siervo dio un salto y se puso en pie.
—No me miente a este condenado, porque…
—Si lo mataron los guardias esta madrugadita, y lo volvieron trizas, y ya es difunto, y alma bendita, y ningún mal le está haciendo. Ande…, camine… Ahora sí que va a tener mano Siervo quién le lave y le remiende la ropita, quien le cocine la mazamorra, quién le bata el guarapito, quién le…
—¿Eso quién será?
—¡Quien ha de ser, mano Siervo, sino la hija de mi mama!
Siervo se quedó un rato en silencio, rascándose furiosamente la cabeza. Tenía el vago sentimiento de que se acordaba de ciertas cosas, pero en cambio se le olvidaban las más importantes.
—Como diga. Vamos para el rancho… Pero, ¿ahora qué vamos a hacer con este chino?
—Nada… ¿Qué mal le hace…? Lo llevaremos…
—Tocará, niña Tránsito… Si hemos de vivir juntos como buenos cristianos, por lo menos ya tenemos algo adelantado…
—¿Adelantado qué, mano Siervo?
—Pues el niño… Por algo se empieza, decía mi capitán, el día en que pude deletrear las vocales.
Salieron al camino que sube a las montañas del Cocuy y bordea el río por la margen derecha hasta un sitio donde el que baja del nevado, de aguas claras y frías, se junta con el Chicamocha que es de aguas tibias y cenagosas. Bajaron al playón, muy pedregoso, y Siervo, olisqueando el agua, no tardó en descubrir el ancho vado que suele formarse en los veranos. Cuando pasaron a la otra orilla, Siervo se detuvo con el agua a las corvas y se roció la cara y la cabeza. Ya fresco, sin mirar atrás, como un autómata, siguió por el camino que a la sombra de los trupillos, los mangos, los naranjos, las palmeras, los aguacates, va remontando la corriente del Chicamocha. A medida que subían, se encajonaba el valle, se angostaba, y las paredes de basalto del cañón se iban aproximando y elevando a alturas fabulosas. Los tabacales despedían un aroma enervante. Siervo sorbía con avidez el caldo de una naranja que cogió al paso, para calmar la sed. ¡Qué lindo era todo eso! Si pudiera ser suyo… Si fuera suyo… Si fuera suyo… Si de veras el agente…
Se plantó frente a la Tránsito, que lo venía siguiendo al pasitrote, con la criatura al hombro.
—¿Sí sabe —le dijo— que pienso comprar toda la vega?
—Eso mañana, con un caldito que yo le haga, se le pasa, mano Siervo. Ya verá cómo se le pasa. Ahora sigamos, que se hace noche, y yo tengo que darle otra vez de mamar al niño.
Siervo rezongó algo entre dientes, pero siguió camino. Andaba de prisa, con los brazos quietos y el cuerpo un poco echado hacia adelante: trotaba, o mejor, se deslizaba con ese paso fino y seguro de las mulas de carga, a las cuales no detiene ningún obstáculo. Cuando estuvieron a la altura del trapiche de los comuneros de la vega, una mujercita que golpeaba ropa en las piedras del río les gritó que tuvieran cuidado con los perros de don Floro Dueñas, que andaban sueltos. Dieron un largo rodeo para evitarlos, buscando el arrimo de la peña. Cuando atravesaron un rastrojo que se extendía cerca de la casa de don Floro, donde unos peones aporcaban los colinos del tabaco, Siervo exclamó:
—¡Virgen Santísima! ¡Qué bendición de tierra! Y destripó un terrón entre los dedos—. Ya falta poquito para llegar al cuartillo de tierra donde está mi rancho…
—Si no lo sabré yo, que ahí mismito fue donde mataron al Ceferino.
—De ese indio no hablemos…
—Mano Siervo dirá. Es que me apesadumbra traer por estos lugares al huerfanito…
Ya era oscuro, pues en el Chicamocha la noche se desploma sobre el cañón apenas el sol traspone las montañas de Onzaga. Siervo trotó un trecho con los ojos cerrados, apretando los labios y aspirando ese aire espeso, caliente, dulce, de las vegas del río. Ni siquiera se detuvo a contemplar el rancho, cuando abrió los ojos y lo tuvo delante. Estaba allí, medio derrengado sobre el barranco, con la cabeza pajiza un poco calva pues se le descubrían los tirantes del caballete. Abrió de un empellón la puerta que colgaba de una visagra ya oxidada, y se tiró en el suelo cerca a las cuatro piedras de fogón que olían todavía a quemado.
—¡Por fin llegarnos! —fue lo último que dijo antes de cerrar otra vez los ojos.
La Tránsito le formó al niño un nido en un rincón, con su mochila de trapos, luego se tiró al lado de Siervo y le mordió una oreja.
—¡Estése quieta! —le dijo él con voz pastosa por el sueño—. ¡Ahora no estoy para vainas!
Y se quedó dormido.

CAPÍTULO IV

La estancia, vasta y tosca, de tierra apisonada, parecía embardunada de miel de caña. Una lámpara parpadeaba en un rincón, sobre un bulto de panela. El aire espeso y pegajoso tenía un olor dulce. Los peones, desnudos de la cintura para arriba, chorreando sudor, trabajaban batiendo el caldo de caña con grandes cucharas de madera. El caldo hervía y las burbujas estallaban con un ruido sordo, despidiendo una columnita de vapor. Cuando los ojos se acomodaban a aquella penumbra, se veía que la luz de la lámpara enrojecía los torsos desnudos de los peones y pintaba todas las cosas de color melado. Don Floro Dueñas observaba con mucha atención a dos peones que con sendos cubos de madera sacaban la miel de los fondos para verterla en las gaberas. En ellas se enfriaba, se espesaba, se amelcochaba, se endurecía, se cuadriculaba, se amarillaba y se volvía panela. Un enjambre de avispas, abejorros, moscas y zancudos, revoloteaba formando densas colonias en la mesa lustrosa donde se rellenaban las gaberas. El zumbido, continuo y monótono, rítmico como el chapotear del caldo de los fondos batido por los cucharones de palo, adormecía a los peones. De arriba llegaba el chirrido de la lanza del trapiche, movido por los bueyes que dan vuelta en redondo, sin descanso.
—¡Arre, jaaa! —gritaba el boyero, a intervalos regulares, como un autómata. Para resistir el cansancio de girar día y noche delante de los bueyes que mueven el trapiche, mascaba de vez en cuando unas hojas de coca, o «hayo», espolvoreadas de sal, que llevaba en una bolsita atada al cuello. Por eso tenía los ojos turbios y los dientes verdes.
Floro era un hombre de mediana edad, de ojillos hundidos, atravesados en el rostro y que no miraban de frente. Cuando abría la boca, relumbraban a la sombra de cuatro pelos que tenía por bigote, dos dientes forrados de oro. Tenía los pómulos biliosos, picados de viruelas y muy realzados en el rostro. Como era rico, usaba camisa de buena clase y calzaba alpargatas santandereanas de suela de cuero, que por allí llaman «chocatos».
—¿De modo que eres la Tránsito?
—Para servirle.
—¿Y dices que te viniste a vivir con el Siervo Joya? Ese indio no sabe hacer nada y en el cuartel debió olvidar lo poco que sabía.
—El otro, el Ceferino, me tenía harta.
—Fue una gran fortuna que lo mataran. Era asesino y ladrón, y mala ficha desde pequeño, como su taita, que también era godo… ¿Y tú que quieres?
—Que sumercé me venda, o me preste que sería mejor, un calabazo de miel, y si fuera posible una carguita de maíz, que pronto se lo pagaremos todo. Siervo va a subir hoy a la hacienda para pedirle al administrador que nos arriende la orillita que ocupaba misiá Sierva, donde nos vinimos a vivir desde anoche.
—Es tierra muy mala.
—Pero él la quiere. Dice que nació ahí, entre las piedras, y es como si fuera suya. ¿Y a cómo vende la panela, don Floro?
—A quince reales.
—Más barata se compra en la plaza de Capitanejo.
Floro le volvió las espaldas y salió a la explanada donde los peones picaban la caña, la apilaban y la metían por entre las muelas del trapiche. Tránsito, que era paciente y tenaz, esperó a que don Floro explicara a los peones lo que debían hacer con la yunta de remuda. Luego dijo que iba a dar una vuelta por el cañaveral, para echar un vistazo a los trabajadores de la hacienda que estaban en el corte, pues era jefe de esa cuadrilla. No volvería sino a la hora del almuerzo.
—¿En qué quedamos, don Floro? —se atrevió a preguntarle Tránsito cuando el hombre iba a montar en una mulita flaca y cabezona que estaba atada por el ronzal a una columna del trapiche.
—Dile a Silvestra que te entregue el maíz y unas panelas.
—Dios se lo pague. ¿Y cuánto le quedamos debiendo?
—Me están faltando peones, porque todos se quieren ir a trabajar a la carretera. Siervo puede venir tres noches a arrear los bueyes del trapiche. Con eso, quedaremos en paz.
El sol ya se asomaba al cañón y se enredaba en las matas de tabaco de la vega cuando Tránsito estuvo de vuelta en el rancho.
—¿Por dónde andabas? —le preguntó Siervo al verla venir—. La criatura está chilla que te chilla desde hace rato…
Cuando horas más tarde subían la una en pos del otro por el atajo que va de la vega a la carretera, ella le preguntó a Siervo:
—¿No sería mejor que le pidiéramos al mayordomo un arriendito arriba de la carretera, donde hay unos parches bonitos, de buena tierra, con agua que escurre de la toma grande de la hacienda? Este hoyo de la vega no sirve para nada, dice don Floro.
—Déjelo que diga.
No era cosa fácil explicar a esa intrusa que lo seguía con la criatura cargada en brazos, lo que representaba la orillita de tierra donde él había nacido entre las piedras, como una iguana. En un repecho de la roca donde el camino se detiene un momento antes de seguir trepando. Siervo resolvió detenerse. Se puso de espaldas a la roca y miró hacia abajo. En el fondo del abismo resplandecía el tablón de caña de ñor Floro Dueñas, que ya estaba maduro y listo para el corte. El tejad o del trapiche flotaba entre las cañas maduras. Se veían los montoncitos oscuros de los ranchos de los vivientes de la vega, con su mecha de humo azul que despeinaba el viento. El camino sombreado de naranjos, curos, palmeras y trupillos, que bordeaba el río, se perdía a lo lejos. Por en medio de la vega, el Chicamocha se desperezaba en grandes curvas y batía la rocas de la orilla opuesta.
Siervo señaló con el dedo su rancho, un mantoncito de tierra gris, cubierto de paja amarillenta, que se sostenía en vilo sobre el barranco. Se veía solo y desamparado en me dio de la ladera pedregosa, a la sombra de dos arbolitos de mirto y de un naranjo coposo, cargado de naranjas que desde aquella altura no podían verse. La orilla de Siervo era una cuña de tierra seca que chupaba ávidamente la poca agua que escurría de la toma.
—En la parte de arriba, contra la peña, pienso sembrar unas maticas de maíz para que se beneficien de las escurrajas de la toma. Del lindero de don Floro Dueñas hacia abajo, en ese cuadro de tierra que queda entre la cerca de piedras y las matas de mirto, pondré unas maticas de tabaco. Me hará falta un buey para labranza, y un pico y una pala. De abono que no me hablen. El abono quema la tierra y de esa idea no me saca nadie.
Las piernas duras y elásticas de Siervo medían la tierra sin mayor esfuerzo. Los pies, muy anchos y ele dedos gruesos y separados, se pegaban a las rugosidades del camino como si tuvieran ventosas. El abismo que se abría y se ahondaba a su izquierda, a medid a que trepaban por el atajo, no lo preocupaba. Tenía el pensamiento hincado en su tierra, en ese pegujal sumergido en el cañón a muchos centenares de brazadas bajo sus pies, y que don Floro Dueñas decía que no servía para nada. Toda la tierra sirve, mientras el hombre no esté de balde. No es que valga o no valga, sino que el hombre y el agüita del cielo, los brazos y la lluvia, son los que la hacen reventar, y ablandarse, y esponjarse, y criar semilla, y prorrumpir en tallos, y cubrirse de palos de maíz o de matas de caña. ¡Tierra mala! Dígaselo a mi mama, que vivió de ella sesenta años, tragándosela, porque del mero viento del Chicamocha y el calor de las vegas no iba a vivir. Mejor que digan que es mala, porque así me la arrendarán más barata.
—¿Qué está diciendo, mano Siervo?
Cuando salieron a la carretera, se cruzaron con la peonada de la hacienda que cargaba unos barriles de agua para regar unas laderas pizarrosas donde no se encuentra ni gota.
—¡Buenos días, Siervo! —le dijeron los peones al pasar, y alguno se echó a reír al verlo en compañía de la Tránsito.
Trotaba por la carretera, y ante sus ojos se abría a mano derecha el anfiteatro de las montañas que se amontonaba del lado del páramo de Onzaga, cubiertas de espeso bosque. A la otra mano los sembrados de caña y los barbechos listos para recibir el grano, parecían rodar hacia lo hondo, donde el río corre por mitad de la vega. A lado y lado del camino se veían casitas de tapia pisada, o ranchos de bahareque y de vara en tierra, cada vez menos espaciados entre uno y otro; y aquí una platanera, y más lejos un caney donde se bamboleaban las sartas de tabaco; y en seguida unos sauces altos y esbeltos que se dormían sobre el camino. A veces pasaba un camión, roncando, y arrastraba detrás de sí una polvareda que se elevaba poco a poco sobre los campos y flotaba en el aire.
—Ese hombrecito que está arando allá arriba, con la yunta de bueyes colorados, es Antonio Lizarazo. ¡Hola, mano Antonio! ¡Que le aproveche la siembra!
—Que Dios lo lleve, mano Siervo —gritaba Lizarazo sin parar la yunta.
—Esa mancha de plátanos es de Alejandrino, ¡Cómo ha crecido, Virgen Santísima! Cuando me fui para el cuartel las yemas no tenían bandera y ahora son tallos cargados de racimos. ¡Caramba si le ha rendido a ñor Vicente! ¿No ve cuánto adobe tiene para echar en el horno? ¡Eso qué! La greda sale mala, con mucho pedrisco, y se chitean los ladrillos.
Seguían trotando, la una en pos del otro. Por la carretera pasó una recua de mulas cargadas de adobe.
—¿Para la casa de don Constantino? ¿No la ha acabado todavía? —preguntó Siervo al muchacho que cabestreaba la recua.
—Para el mismo.
—¿Y esa teja es del horno de ñor Vicente?
—Sí, señor. La hornada salió medianita: una parte buena y la otra vuelta pedazos…
—Linda, parejita, que repica como una campana, la teja que se hace allá arriba…
—La del Palmar. Ahora está quemando ladrillo el maestro Isidro Vásquez.
Más adelante los Parras cargaban unos bultos de tomate que había apilad os a la orilla de la carretera.
—Se quedó chiquito —observó Siervo.
—¿No ve que casi lo echa a perder la falta de agua? No llovió a tiempo. Eso nos pasa siempre. Aquí se nos va la vida suspirando porque llueva y en otras partes se están ahogando…
—Esa sí que es la purita verdad. ¿Oyó, mana Tránsito?
Cuando llegaron a las tapias de la casa grande. Siervo no pudo reprimir su admiración.
—¡Cuánta casa han hecho y cuánta tienda! ¿Y toda esa riqueza de quién será?
Un peón que estaba sentado en el andén de una casita de teja, apurando lentamente el contenido de un calabazo, dijo que todo aquello era de los Pérez.
—¿De los de abajo, que tenían su estancia por los lados del Jeque y eran aficionados a las gallinas de los demás?
—De los de arriba, los de don Agapo. ¿Luego mano Siervo no andaba por aquí, que parece que no sabe nada? Dicen que la carretera llegará a fines del año a Cúcuta, y todo el mundo quiere hacer su rancho sobre la carretera, por donde pasan los buses.
Tránsito miró con ternura de joven madre la doble fila de los niños de la escuela, que pasaban conducidos por la maestra en dirección a la capilla.
—¡Qué plaga de criaturas, Virgen Santísima! Por falta de gente el mundo no se va a acabar, mano Siervo.
Éste no se cansaba de mirarlo y comentarlo todo. Con la misma ternura ponía los ojos en los cedros corpulentos que abrigan el callejón de la casa grande y se bambolean solemnemente cuando sopla la brisa del páramo, que en las casitas que habían brotado a la orilla de la carretera y pertenecían a antiguos arrendatarios que con el tiempo se habían vuelto propietarios. Tanto lo sorprendían los cerdos que hozaban en las cunetas como las cabras que se paraban un momento sobre una cerca de piedra, y desaparecían de un brinco, con una rama en la jeta.
—¡Apure, que se nos hace tarde! —decía Tránsito.
—Para todo hay tiempo en esta vida, hasta para morirse…
—Mientras mano Siervo habla sus negocios con don Roso o con don Ramírez, yo voy en un prestico a la tienda de don Rubiano, a comprar fósforos y velas. ¿No tiene alguito que me dé, mano Siervo?
—Hum, ya empezamos…
—¿Con qué quiere que encienda la candela para cocinar las papas?
—Me quedan veinte pesos todavía: tome uno y me trae las vueltas.
—No faltaba más. ¿Quién le contó que yo era ladrona? Lo que importa es que no se vaya a dejar engañar por los patrones. Mire que ese pedregón de la vega no vale nada, y recuerde que se comprometió con don Floro Dueñas a trabajar tres noches en el trapiche de los comuneros de la vega.
—¿Quién le manda meterse en lo que no le importa?
—Es que le recuerdo, para que después no me eche a mí la culpa de que todo le salió mal. ¿No se dejó robar las botas por el ayudante del chofer? ¿No ve que yo me percaté cuando el indio ese del bus se las rapó de la mano y salió corriendo?
—Se las presté por unos días. A la vuelta de Duitama me las va a dejar donde la comadre Dolorcitas, en Capitanejo.
—Aténgase a la Virgen y no corra, decía mi abuela. A otros conocía que por esperar a que les dieran de comer, se murieron de hambre. ¿No es cierto, chivato? ¿Ya quieres comer otra vez? ¡So pícaro…! Y estrechó fuertemente al niño contra su pecho.
Tránsito siguió callejón arriba, y cuando Siervo entró por el portalón de la pesebrera, en la casa de los patrones, tuvo tiempo de cambiar unas palabras con el peón «pastero» que arreaba unos bueyes cargados de bagazo. Le estiró la mano a la mendiga que estaba acurrucada en el corredor ancho, en espera de una escudilla de sopa que alguien le había ofrecido.
—Mucha falta me va a hacer misiá Sierva Joya, ¡alma bendita! Con ella platicábamos mucho sobre los tiempos de antes, que eran los buenos tiempos, mano Siervo. ¿No ve que hace dos meses me robaron la gallinita que tenía? Y fue el indigno de mi yerno, que se aprovecha porque me ve sola y huerfanita. A medida que va llegando la carretera, la gente se va dañando, mano Siervo. Yo no me explico ese afán de la gente por andar en ruedas…
Siervo se guareció detrás de una columna del corredor, mientras que el llavero, un viejo alto, seco y parsimonioso, aplacaba a los perros que ladraban furiosos, resueltos a no dejar pasar a Siervo.
—Gracias, don Jesús. Nuestro Amo se lo pague. ¿Y doña María Cetina, se conserva bien?
—Bien muerta. La enterramos hace dos años y yo me quedé huérfano en el rancho.
Don Jesús se sentó en las piedras del corredor y empezó a torcer una cabuya en la pantorrilla, para urdir cinchas y lazos.
Siervo, con paso cauteloso, entró al cuarto grande y oscuro que se encuentra en la esquina del corredor y hace las veces de oficina. Un grupo de campesinos presentaba un reclamo a don Ramírez, el administrador. Este los escuchaba como quien oye llover. Ellos contaban y recontaban con las mismas palabras, que el mayordomo los trataba a la baqueta, no los dejaba pararse un momento en el trabajo para enjugarse el sudor de la frente y enderezar el espinazo, y ahora quería escatimarles hasta el sorbo de aguamiel que toda la vida la hacienda solía dar a los peones de obligación.
Con el jipa calado hasta las cejas y el rostro sombrío y los ojillos chispeantes de cólera, Roso, el mayordomo, explicó que los peones de ahora no eran como los de antes. Se habían vuelto holgazanes y traicioneros, y cuando él volvía las espaldas, tiraban las herramientas y no daban una palada más. Podían ver que la hierba se tragaba los colinos del tabaco, y se quedaban como en misa, quietos, mano sobre mano. Podían sentir que se derramaba la toma y se regaba el agua que era una compasión, y se tiraban al suelo a verla correr. ¡Ay juna, si las cosas fueran como antes…! Si fueran como en los tiempos en que se criaba callo en el cogote. Lo que está haciendo falta es reponer el brete y el muñequera y el cepo, y enseñarle a esta chusma desagradecida a trabajar como en tiempos de los patrones viejos, que daban tierra al que la merecía y al que no podía con la azada lo echaban fuera. Entonces no había gente ociosa. ¡Esa es la verdad, mi amo!
Siervo observaba la escena recostado a un lado de la puerta rascando la pared con la uña del dedo índice. Nada era como antes, decían Roso y la mendiga, y sin embargo, Siervo lo veía todo como siempre: el ancho corredor de los peones, el patio donde se les repartía la mazamorra, la cocina inmensa y negra de humo, la despensa que olía a miel agria, a trigo y a maíz. Perduraba ese misterio de la casa, de corredores interminables y patio donde picotean las gallinas, se asolea el café en grano, y los perros duermen la siesta. Siervo nunca había pasado más allá del corredor ancho, donde los peones se reunían los sábados a recibir el jornal que el administrador les entregaba en monedas, sacadas de unas «tamas» o cestitas de mimbre. Los perros guardaban como centinelas furiosos esos lugares inaccesibles para él, donde vivían los amos sin hacer nada. Las cocineras, los sirvientes, los peones y los muchachos «de adentro», no hacían sino contemplarlos como el Santísimo expuesto. Ese era un mundo aparte, al cual apenas se atrevía a asomar las narices ahora, cuando además se las hurgaba con los dedos, parado a la puerta de la oficina sin atreverse a darle los buenos días a Roso el mayordomo y mucho menos a don Ramírez el administrador.

 

CAPÍTULO V

Cuando caía la tarde, se les vio descender por el atajo de la vega. Siervo iba cargad o con la herramienta que le dio el mayordomo, más un saco de fique repleto de semilla de tomate y una carga de palos y chamizas que iba recogiendo por el camino. La Tránsito llevaba, fuera del niño, al que sostenía con un solo brazo, un talego de papel en la mano que tenía libre. Allí llevaba las velas, los fósforos, las pastillas de chocolate de panela, las libras de habas y alverjas para la mazamorra, más un terrón de sal. En la cabeza y sobre el jipa cargaba dos ollas de barro: la más pequeña embutida dentro de la otra y las dos muy orondas, que se bamboleaban rítmicamente al compás de su paso. Cerraba la marcha un gozquecillo negro, de cola enrollada, que tenía una pata coja y una oreja gacha. Se le había pegado a la familia por el camino. Ladraba de hambre en la tienda de los Parras cuando Siervo, compadecido, le tiró un pedazo de pan y el pobre animalito con los ojos húmedos y batiendo la cola le lamió los pies. Cuando se fueron a la vega, los siguió con un trotecito humilde, ensayando ladrar a veces y otras en redándose en las piernas de Siervo. No valió que lo espantaran ni le gritaran: ¡Perro canchoso, lárgate que no queremos más compañía! El animalito los seguía, haciéndose el sordo y batiendo la cola. Siervo le arrojó un pedrusco y le lastimó una pata, pero el perrito volvió renqueando con el guijarro en la boca.
—Al que a buen palo se arrima, buen a sombra le cobija. ¿No es cierto, mano Siervo?
Este no decía nada y andaba fosco y cariacontecido. Todo estaría de Dios pues le llovía del cielo: primero la Tránsito con el niño, y después el perro. Puesto que donde comen dos comen cuatro, «tocaría» cargar también con el perro, al que comenzaron a llamar Emperador de allí en adelante.
Las dos o tres veces en que Tránsito intentó sacarle a Siervo una palabra de adentro, fueron en va no, porque el hombre apretaba los labios y mordía el ala del jipa que tenía cogido entre los dientes, a fin de que en la cabeza no le estorbara.
—Estamos a cuatro pasos del aprisco de la hacienda, que cuida por obligación don Floro Dueñas, y la hija de misiá Silvestra está recogiendo los animales porque ya la tarde va cuesta abajo. Si quiere, yo le hago el trato, porque como fui cabrera toda mi vida, no es difícil que entienda mucho de cabras. Les conozco la calidad con sólo verles las ubres. Deme los cinco pesos que nos quedaron después de hacer el mercado en la tienda de don Rubiano, y yo hablaré con misiá Silvestra que allá viene a apartar las cabras paridas.
Por aquel prestigio que le daba el haber sido la mujer del difunto Ceferino, la Tránsito iba tomando un gran ascendiente sobre Siervo; en ningún caso por la cara, pues era bizca, ni por el cuerpo, pues era un poco cascorva. Cuando lo hostigaba con sus preguntas y sus observaciones y lo miraba con un aire entre compasivo y burlón, con un ojo puesto en la peña y el otro en la vega, Siervo sentía un odio súbito contra esa mujer que se había enredado a su vida sin saber a qué horas. De buena gana la hubiera tirado de cabeza al abismo, en cuyo fondo espejeaba el río que parte en dos la mancha verde de la vega. Pero el peso del saco cargado de semillas, que colgaba de su frente sostenido por una cincha, no le permitía volver la cabeza.
—Vaya, pues, y escoja una cabrita volantona, orejilarga y blanquinegra, que son las finas. Y mire que no nos resulte un cuero viejo como mi mama, alma bendita. No se le olvide mirarle el pescuezo para ver s1 no tiene nuche, y tentarle los pezoncitos para catear si ya está en horas de tener cría…
—Descuide, mano Siervo. En materia de cabras no hay quien me engañe.
Del rancho salieron tres aquella madrugada, con las claras, y al caer de la tarde volvieron cinco con el perro y la cabra, sobre la cual, por ser jovencita y estar preñada, le quedaron debiendo a misiá Silvestra dos pesos. La vieja les previno que no le dijeran nada a don Floro, pues el trato debería quedar entre ellos solos.
—¿Acaso el aprisco y las cabras no son de la hacienda? preguntó Siervo.
—Sí son, pero yo llevo cuenta de las cabras, y el negocio es mío. A don Roso el mayordomo, cuando venga por aquí a medirles el arriendo, no le digan nada. Yo me encargaré de contarle que mano Siervo trajo la cabra del Reino, y yo misma lo vi con estos ojos que ha de tragar la tierra. Por fortuna, todavía no está herrada.
—Yo sé cómo hacía mi taita cuando sonsacaba algún cabrito de la hacienda, porque yo misma los cuidad a. Le traspasaba la oreja con un espino, y esa era su marca según decía. Al mayordomo yo le explicaba cuando venía a contar y a recontar las crías, que el mamoncito de la cabra vieja se desbarrancó cuando lo llevaba a la peña.
—¡De veras que la india no es bruta! —pensaba Siervo, admirando la sutileza de Tránsito.
El pensaba ahora en el agente viajero, que se fue para Duitama sin asegurarle el negocio de la fabricación de moneda.
—¿Sí volverá el doctor?
—¿Cuál doctor?
—El agente viajero que vendía menjurjes y medicinas en Capitanejo. Yo le compré un frasco de «Víbora» para aliviarme los pies.
Cuando Tránsito logró hacerle desembuchar aquella preocupación que lo tenía triste y caviloso, la muy ladina soltó la carcajada.
—¿Ahora de qué se ríe?
—Me río de yo. ¡Con quién me fui a juntar! ¿No ha catado todavía, mano Siervo, que lo volvieron a engañar?
—Es un doctor que se pone ropa de paño y anda con botas y tiene una con versa muy fina. Es amigo de don Temístocles, el estanquero de Capitanejo.
—Ese es un viejo atrevido. Yo sé por qué se lo digo, mano Siervo…
—Usa botines, se pone corbata los domingos y se la pasa leyendo el periódico.
—Por lo mismo. Mire mano Siervo que la Tránsito sabe mucho, porque una vez fue sirvienta en la casa grande de teja; de manera que no me venga con doctores…
—Mi mama fue cocinera en la hacienda cuando era joven, y no paraba de hablar de los patrones a quienes les tenía mucha ley.
—Sería que los viejos de antes eran hechos de otra manera, mano Siervo.
—Yo creo que hay gentes que saben fabricar moneda, como el gobierno. El hermano del agente es el ministro que tiene el cuño, según me contó cuando veníamos en la máquina.
—Digo que le sonsacaron el dinero y lo robaron, lo que se llama robar, y no volverá a ver esos veinte pesos de arras en toda su vida. El agente hizo lo mismo que el secretario del chofer, que le quitó las botas hasta el día de su muerte. Acuérdese de lo que le digo.
A Siervo se le enfrió el estómago y le supo a feo la mazamorra.
—¿Si corriera mañana a Soatá o a Capitanejo a poner una denuncia contra ese hombre?
—Sería perder el tiempo, y mañana tenemos que madrugar a sembrar el maíz y el tomate, porque ya estamos en menguante. Además yo tengo que subir a la peña con la cabra, para aquerenciada.
—De veras.
—Sin contar con que el doctor ese es amigo del alcalde y del personero, y del sargento, y de la telegrafista, porque yo lo he visto tomando aguardiente con ellos en el estanco y platicando en el atrio. Son de los mismos, mano Siervo, y nosotros somos de los otros. ¿A quién le creerá más el alcalde, mano Siervo, a nosotros o al agente?
Siervo escupió al suelo con rabia y restregó aquéllo con el pie como si aplastara al agente.
—¿Ese costalito es de semillas de tabaco? ¿No iba a pedir colino para sembrar, mano Siervo?
—¡Eso qué! Me dieron el parchecito de tierra en arriendo, por cuatro jornales en el mes, que pagaré en los primeros días de la segunda semana.
—¿Y no podremos sembrar tabaco por nosotros? ¿No les elijo que quería sembrarlo?
—Dicen que no se puede. Quieren que siembre este maíz que me dieron, y la mitad será para la hacienda…
—Mejor es que no hablemos, mano Siervo. Acábese la sopita que ya está fría y con nata, y recuerde que esta noche tiene que coger trabajo en el trapiche para pagarle a don Floro lo que nos estamos comiendo. A la madrugada, apenas le de de mamar al niño, le llevaré su desayuno. ¿No quiere que le tueste unas manotadas de maíz para que distraiga el hambre esta noche?

CAPÍTULO VI

Siervo tenía cuatro vecinos: el Chicamocha, la Peña Morada, don Floro Dueñas y los Valdeleones El río era un vecino bravo y traicionero con el que nunca se podía contar o al menos en el que Siervo no se fiaba. Bastaba que lloviera por el páramo y se desatara el invierno en los valles altos de la cordillera, donde el Chicamocha tiene su cuna, para que sin previo aviso se presentara una borrasca y el río creciera como agua que hierve y se botara del cauce. Mordía furiosamente el barranco del arriendo de Siervo, y el rancho se veía casi al borde de la corriente, como una canoa a punto de desamarrar de la orilla. En los largos meses del verano el río se empequeñecía, se adelgazaba, se retiraba avergonzado a la otra orilla, y para llenar de agua una ollita de barro era menester saltar sobre esas piedras redondas, negras, blancas y coloradas que parecían grandes huevos de iguana y que Siervo conocía como si las hubiera puesto.
En la retaguardia tenía la Peña Morada, una roca de veras, parada y lisa, adusta e intratable, que no se dejaba romper la piel con el hierro de la pica ni se ablandaba en el invierno, pues sólo servía de solaz a la cabra de Siervo que descubría musgos y carrizos en esas soledades. Pero en la peña sí se podía fiar, porque al menos le guardaba las espaldas al rancho y no dejaba pasar a los ladrones de cabras y gallinas que de un tiempo a esta parte abundaban mucho en la vega. En la peña se criaban las iguanas, unos lagartos horrendos de cogote erizado de crestas. Las hay que alcanzan a tener dos brazadas de largo, desde la punta de la cola hasta esa lengua viscosa y delgadita que les sale de entre las fauces, y recogen súbitamente cuando la tienen llena de zancudos y cucarachas. Cazar una iguana no es difícil para hombres como Siervo, acostumbrados a gatear a oscuras por la peña, sin amedrentarse por el gruñido del río que hierve en la profundidad del abismo. Una iguana vale cinco pesos en el mercado de Capitanejo, pues su carne es blanca y sabrosa como de gallina, muy apreciad a por los ricos de la región. Para los pobres queda la cola, cuyo sebo es una bendición para aliviar los dolores del reumatismo y ahuyentar las culebras.
El otro vecino, por el lado de abajo en dirección al río, era don Floro Dueñas cuyo arriendo se estaba convirtiendo poco a poco en propiedad privada. Floro había negociado la tierra con los patrones, a quienes, a pesar de haberles entregado las arras, seguía pagando obligación por el agua con que la regaba. Cultivaba caña y tabaco, tenía animales de labor y una mulita de silla, y se daba el lujo de pagar peones para que le cultivaran su arriendo. El dinero que le prestaba la Caja Agraria de Tunja sobre los semovientes y la promesa de emplearlo en hierros y en abonos, lo daba a interés a los vecinos y lo multiplicaba. Lo recibía al siete por ciento y lo arrendaba al treinta y seis. Su mayor preocupación era el río, que periódicamente destruía la acequia de la hacienda, que recoge el agua de una quebrada que baja cantando desde el monte y se despeña gozosa sobre el Chicamocha. La acequia contornea la Peña Morada, pasa por el lindero superior del arriendo de Siervo y luego baña unas planadas altas y feraces que crían la mejor caña y el mejor tabaco de toda la vega del Chicamocha. De la humedad que rezumaba la acequia, del agüita que escurría cuando venía muy llena, bebía y se alimentaba el pedregal donde vivía Siervo. A Floro esa humedad le encendía la sangre. Le parecía que Siervo le arrebataba sin razón ese sorbo de agua, y como no era hombre capaz de hacer un favor a nadie sin necesidad o por desinterés, desde el primer momento puso las cosas en su punto. Cuando Siervo llegó a trabajar al trapiche de los comuneros, Floro le dijo:
—Bueno es que sepa que esa agüita que escurre de la toma tiene su precio.
—Don Roso me dijo, al hacerme entrega del arriendo, que las escurrajas de la acequia pertenecen a la hacienda, y por eso yo tengo derecho a aprovecharlas.
—Eso lo decidirá el regidor. Cierto que la toma es de la hacienda, pero y o negocié mi finca con derecho a tres días y tres noches de agua, porque el resto del mes la quebrada está seca cuando la atajan los arrendatarios de arriba.
—Por eso le digo…
—Tres días y tres noches corre el agua para mi arriendo, y yo no me canso de limpiar la acequia cuando la borra el río, y de despejarla cuando se derrumba. Se entiende que toda el agua que baja en esos tres días, con sus noches, hasta la última gota, es de mi pertenencia. Es como si yo mismo la sudara.
Siervo se cansó de luchar, y don Floro no cejó un punto hasta obligarlo a pagarle por el beneficio del agua que rebosaba de la acequia, cuatro días de jornal en la primera semana de cada mes. ¿Qué podía hacer el pobre, si don Floro tenía los códigos y los patrones de su parte?
Le quedaban en fin, por el otro costad o, los vecinos pobres que eran más traicioneros que el río, más tercos que la peña y más pendencieros que Floro. Con ellos la «litis» no era por el agua, sino por el niño, y por la cabra, y por el perro, y por dos gallinitas saraviadas que la Tránsito compró con el producto de una iguana que le vendió al señor cura de Capitanejo. Los Valdeleones, pobres como ratas de campo, inventaron que Siervo y su familia no tenían derecho a transitar por el camino que atraviesa de parte a parte su arriendo. Fue inútil que bajara el mayordomo con el regidor, y les explicara que aquel camino era una servidumbre inmemorial concedida por la hacienda a los arrendatarios de la vega. En viendo los Valdeleones pasar a Siervo en dirección al trabajo, lo bombardeaban a piedra. Cuando no se trataba de ésto, alegaban que la cabra destroncaba los semilleros de tomate, y en represalia de noche arrancaban las matas de alverja que Tránsito había sembrad o pacientemente durante todo el día. La Valdeleona, una vieja flaca, agria y muy biliosa, cogió entre ojos a la Tránsito por unos harapos que se le llevó el río cuando se oreaban sobre unas piedras. La vieja perjuraba que quien se los había llevado era la mujer de Siervo.
—¡Dios sabe lo que va a salir del hijo de un asesino y de una madre ladrona! —decía.
Tránsito perdía la paciencia y la azuzaba el perro, la Valdeleona se batía en retirada, y no paraba de denostarla desde lo alto del barranco donde se encontraba su rancho. Las dos mujeres se atacaban a piedra cuando iban por agua al río, y misiá Silvestra, la mujer de don Floro, tenía que separarlas amenazándolas con que cualquier día daría la queja al regidor y las haría meter a la cárcel. Y en efecto, un día en que las cosas se agriaron más que de ordinario, subieron a la hacienda la Tránsito y la Valdeleona, en compañía de misiá Silvestra, a ventilar el pleito ante don Ramírez y el regidor, que por hallarse borracho en la tienda se bebió en su nombre la caución de dos pesos que les sacó a las litigantes para que no volvieran a pelear.
—¡Si alguna de las dos vuelve a echarle indirectas a la otra, y a ofenderla de obra o de palabra, las llevaré a ambas juntas a la cárcel de Soatá, donde sabrán lo que es bueno. Mi compadre el Cojo, el carcelero, tiene la mano sumamente dura!

 

CAPÍTULO VII

Cuatro días de jornal en el mes le daba Siervo a don Floro Dueñas por el agua, y otros tantos a la hacienda por el arriendo, de manera que le quedaban tres semanas libres y éstas las empleaba en arañar su pedregal con la vieja pica oxidada que le había dado el mayordomo. No tenía un buey para la aranza, pero con Tránsito componían una yunta muy valiente para el trabajo: los dos limpiaban la tierra, la escarbaban, la rompían, la escarmenaban, la revolvían y la alisaban con sus propias manos. De noche, hacia la madrugada, cuando se quedaba dormido el peón cuidandero de la toma que había puesto don Floro para que sus vecinos no le robaran el agua. Siervo se arrastraba en cuatro patas y abría un boquete en la acequia para sacar un poquito de agua y regar su sementera. Con el corazón palpitante y la oreja tiesa y alerta, como la del perro que lo acompañaba, permanecía varias horas acostado en la tierra, mirando a la luz de las estrellas correr el agua.
Mientras veía crecer sus matas de maíz, no tenía sosiego porque al lado se esponjaba el tabacal de don Floro, quien ya echaba cuentas sobre lo que había de sacarle. Si la cosecha no se perdía, emplearía el dinero en comprar en firme su arriendo de la vega. Pediría a los patrones el lote de los Valdeleones, a fin de limpiar de la cizaña de los malos vecinos el camino y utilizarlo para él sólo. También le había echado el ojo al arriendo de Siervo, pues deseaba hacer un aljibe de piedras para almacenar el agua que escurría de la toma. A Siervo se le encogía el corazón cada vez que escuchaba estas noticias de boca de Tránsito, la cual, para aumentar el presupuesto de la familia, había tenido que meterse de cocinera de los peones de don Floro Dueñas. Le pagaban en mazamorra, de la cual se alimentaba con Siervo. La Tránsito oía muchas cosas:
—Don Floro dice que los patrones piensan parcelar toda la hacienda.
—¿Y eso qué es?
—Destrozarla, volverla trizas, para venderla por pedazos a quien quiera comprarla.
En oyendo esto, sin poder dominar su impaciencia, Siervo trotaba por el camino de la peña, seguido del perro, y no tardaba en presentarse en el corredor ancho de la hacienda. Permanecía horas enteras acurrucado a la puerta de la oficina, mascando el maíz tostado que llevaba en una bolsa de fique.
—¿Es cierto que los patrones van a repartir la tierra? —se aventuraba a preguntar a los peones que volvían del monte, cargad os de leña. El maestro Sabogal, el carpintero, que cepillaba unas tablas en el banco de trabajo que había en el corredor, le decía:
—Pregúntele a don Ramírez, mano Siervo. Yo no sé nada. Como repartirla… ¡Eso qué! Los patrones no reparten sus tierras así no más: es caso que no se ha visto.
Don Roso, el mayordomo, desengañaba a Siervo. Según había oído decir a don Ramírez, sólo se venderían las vegas por pedazos, y a quien mejor los pagara. Del arriendo de Siervo, entre la peña y el río, no había oído mentar nada a don Ramírez, pero algo decían por ahí de que se necesitaba para hacerle un aljibe a don Floro Dueñas.
—La cuerda siempre revienta por lo más delgado, mano Siervo, observaba el maestro Sabogal.
—Mi mama nació ahí, en la orillita del río, entre ese pedregalón donde la pobre trabajó toda la vida. Ahí mismo clavó el pico cuando ya se cansó de servir a los patrones, o ellos se cansaron de que los sirviera. Yo me arrastré de niño por la vega, y conozco unita por una todas sus piedras. A cada armadillo le acomoda su agujero, don Roso…
El mayordomo se avenía a veces a pasar recado al administrador, el cual prometía escribir a los patrones que andaban por el Reino. Esto lo decía cuando estaba de buen humor, porque otras veces recibía a Siervo en las espuelas y lo amenazaba con arrojarlo de una vez por todas del arriendo para dárselo a Floro, si seguía importunándolo con sus quejas.
—Es que yo quiero comprar el pedacito de tierra…
Al administrador le daba risa.
—Si sus mercedes me dejaran sembrar tabaco en vez de esos palitos de maíz que no producen nada, en dos cosechas tendría reunidos los cuartillos para comprarles el arriendo.
—Eso no es posible. Se necesita que alguien siembre maíz para la mazamorra de los jornaleros de la vega.
—¿Los de don Floro?
Los mismos. Floro siembra tabaco a medias con la hacienda, y él sólo nos deja diez veces más dinero que todos los arrendatarios de la vega. Por eso le prestamos los peones y los bueyes.
Siervo agachaba la cabeza.
—¿Cuánto valdrá mi arriendo, sumercé?
—Habría que ver… Tal vez doscientos o trescientos pesos… ¿Son cuatro días de arada?
—Tres… Y considere sumercé que no tiene más agua que la que escurre de la acequia de la hacienda, y aun ese sorbo don Floro me lo escatima y me lo echa en cara. Cuatro días de jornal le pago para que me deje tranquilo.
Todo se quedaba en palabras, porque a la hacienda no le interesaba indisponerse con su mejor cosechero de tabaco por hacerle la caridad a Siervo. Este se rascaba la cabeza por debajo del jipa y desde su rincón veía pasar al patio de los peones a los trabajadores de obligación que venían de tamotear los potreros, o de limpiar la acequia, o de abrir un barbecho, o de regar los semilleros de la huerta. Venían con la azada al hombro, cansados y despeados como los bueyes del trapiche. Iban descalzos y tenían los pantalones andrajosos arrollados a la media pierna.
Siervo jamás fue niño. Viendo el que colgaba de los pechos de Tránsito, pensaba que tal vez él lo había sido alguna vez, pero ya no podía acordarse. Cuando se podía tener sobre las piernas, caminaba desnudo de la cintura para abajo, con un ropón mugroso que le llegaba al ombligo, y en esa planta lo mandaban a cuidar las cabras a la peña. Cuando tuvo diez o doce años no pudo ir a la escuela, pues entró a trabajar con los peones ya formados, y el cuerpo se le curtió hasta volvérsele casi negro, y se le endureció hasta el punto de que parecía hecho de palo. Y a partir de entonces, el trabajo y siempre el trabajo, y luego el cuartel con sus trabajos, y otra vez los propios de un pobre que no tenía en la vega, a la orillita del río, ni una cuarta de tierra propia donde caerse muerto.
Mano Jesús, el llavero, decía:
—Cuando yo era mocito y había molienda en la vega, tenía que cargar en las costillas una pelleja llena de miel, o un bulto de panela que pesaba ocho arrobas; y lo cargaba por el camino que sube por la peña a la casa grande de los patrones.
—¡Cómo le parece, mano Jesús!
—Y de la cogotanza, ¿es que no le contaba nada la Sierva Joya, su mama?
—¡Claro! ¿No ve que cuando ella fue cocinera en la hacienda, acompañó a los peones que trajeron la caldera del Reino, por el camino real que atravesaba el páramo de Güina y los desfiladeros de Guantiva?
—Tiente aquí, en el cogote, el turupe que me salió desde entonces. Todos los que cargamos la caldera, soportando el andamio sobre el cogote, tenemos esa marca.
—¡Don Jesús fue también correísta! —dijo el maestro Sabogal, suspendiendo un momento el trabajo mientras le untaba dos dedos de sebo a los dientes del serrucho.
—Sí señor; fui correísta durante veinte años. Tardábamos un mes de Cúcuta a Bogotá, arreando mulas por unos caminos que se volvían lodazales en el invierno. Los patrones nos daban dos pares de alpargatas y diez centavos diarios para la comida. ¡Ese sí era trabajo fuerte, mano Siervo!
El viejo, sentado en las piedras del corredor ancho, torcía cabuya en la pantorrilla y de tiempo en tiempo se escupía en las manos para alisarla.
—¡Ese sí era trabajo fuerte! La cincha me apretaba la frente hasta reventarla, y el bulto me golpeaba las costillas. Cuando íbamos subiendo al páramo del Almorzadero, era necesario ayudar a las mulas y nosotros a la par con ellas cargábamos a cuestas con el correo. Al salir al alto, a todos nos temblaban las piernas…
A veces alguno de los patrones, que había venido a descansar a la hacienda, se mecía en la hamaca del corredor con las manos detrás de la nuca, y miraba volar tan tranquilo los chulos en el cielo azul. Siervo se acercaba despacito, arrastrando los pies, para comunicarle la idea que ya le había contado cien veces a Don Roso y al administrador. Apenas se rebullía, por temor a despertar los perros que dormían debajo de la hamaca. El patrón reía de su manera de hablar, de su pronunciación defectuosa, de su torpeza natural y de su planta rústica y pintoresca.
—Asina es, sumercé. Yo quiero comprar esa tierrita, ese parchecito de la vega para sembrar mis matas de tabaco y tener un lugar donde plantar un surco de habas para la mazamorra. Si supiera sumercé que ya le tenemos puesto nombre a la tierra…
—¿Cómo la vas a poner?
—«El Bosque», porque yo mismo planté los tres árboles que le dan sombra al rancho: dos mirtos y un naranjito.
Aunque Siervo se hallaba a dos dedos del patrón, tenía la impresión de encontrarse a muchas leguas de distancia: tan lejos, como si estuviera encaramad o en l as nieves del Güicán, en la otra banda del Chicamocha. Aunque lo tenía tan a tiro que a veces lo tocaba con sus manos toscas al empujar la hamaca para mecerla, y aunque su olor a tabaco fino le llegara muy claro y distinto a las narices, y aunque su voz le penetrara muy bien por los oídos, contemplaba al patrón como en sueños. Le explicaba que Sierva, su mama, había sido de joven cocinera en la casa grande, y así pagaba la obligación por el arriendo de la vega. Y allí murió de vieja, convertida en un manojito de huesos, en un cuerito seco, lleno de arrugas y tendones. A los patrones viejos los quería con locura, y si volviera a nacer los volvería a servir; por lo cual creía Siervo que tenía un derecho a que en el caso de que vendieran la tierra lo prefirieran a él y no a otros que nacieron con mejor suerte, pero no con más voluntad para el trabajo.
Siervo se embrollaba, la lengua se le hacía un nudo, se le secaba el gaznate y no podía explicar con palabras lo que veía tan claramente en su cabeza, debajo de esa maraña de pelo rucio de polvo que le colgaba en guedejas sobre la nuca. Siervo adoraba su rinconcito de la vega, aunque las malas lenguas dijeran que era un erial que sólo servía para que triscaran las cabras y se asolearan las culebras. Conocía los parches de tierra buen a, donde la pica se hunde fácilmente y las raíces logran chupar la humedad que rezuma de la acequia. El naranjo era suyo porque lo había sembrad o con sus propias manos y lo había regado durante varios años, acarreando agua del Chicamocha en una olla de barro que, como el cántaro del cuento, de tanto ir al río acabó por romperse. La tierra es primero de Dios, que la amasó con sus manos; en segundo lugar de los patrones, que guardan la escritura en un cajón del escritorio; pero en tercer lugar no podría ser sino de Siervo, que nació en ella y en ella quería morir, como murió su madre mientras él andaba por los cuarteles, pasándole la almohaza a los caballos de mi capitán y caminando con botas. Esta idea se le presentaba lógica y sencilla en la mente, pero sin palabras; y cuando trataba de explicarla con ellas, se le embrollaban las sílabas y se le atragantaban como un hueso de pollo.
En esas estaba, ya casi a punto de hallar la manera de expresar lo que sentía, cuando llegaba don Ramírez a mostrarle al patrón unos papeles, o venía u no de los muchachos de la casa con el periódico que había dejado el bus, y aquél se ponía a leerlo en la hamaca, olvidado de todo. En el peor de los casos, y éste era muy frecuente, llegaba don Floro Dueñas en persona como si lo hubiera traído el diablo por los aíres, y el patrón se ponía a conversar con él sobre la acequia de la peña y lo bueno que sería construir una alberca de piedras precisamente en el lugar donde Siervo tenía no sólo clavados los cuatro palos de su rancho, sino también sus recuerdos y su corazón. Mirándolo como sí no lo viera, o simplemente sin mirarlo, el patrón le decía con fastidio:
—Después hablaremos de tu asunto, Siervo. Ahora tengo que conversar algo con Floro…
Siervo le prometía unas naranjas, de esas redondas que vendía en el mercad o de Capitanejo por una miseria, aunque fueran tan lindas y tan jugosas. Y se iba seguido de Emperador, que le aguardaba en el camino real con el rabo entre las piernas, porque ante los animales musculosos y bravos de la casa se sentía un pobre diablo de perro, tan mezquino y enteco que ni perro sería.
Y después de haber perdido d os horas en trepar de la vega a la casa de los patrones, y tres en esperar en cuclillas a que le recibieran sus reclamos, Siervo empleaba otras dos en descender a su rancho, al cual llegaba cuando se desplomaba la noche sobre el cañón y la fragancia de los cañaverales embalsamaba el aire de las vegas. La Tránsito, acurrucad a al pie del fogón, desgranaba unas habas para la mazamorra.
—¿Qué le dijeron los patrones, mano Siervo?
—Me pareció entenderles que hablarían con don Floro, para que no nos mezquine el agüita de la toma. Les conté que ya le tengo nombre a la tierrita, porque la vamos a poner «El Bosque»…
—Eso sería ensillar antes de traer las bestias, si primero no logramos que nos la vendan. Por ahora sería bueno que fuera mano Siervo a poner una demanda contra la vecina, que mientras a la tardona yo andaba por el río lavando los trapos, se entró a la finca y se robó las naranjas. No dejó ni una mera. No valió que misiá Silvestra, a quien le fui con el reclamo, le cantara cuatro verdades y le hablara de la caución que nos sacó el otro día el regidor.
Siervo se rascó la pelambre negra y revuelta que le cubría la cabeza y le escurría sobre la nuca. Por encima del rancho volteaba a inmensa altura un cielo azul oscuro, como de tinta, cuajadito de estrellas que parpadeaban y hacían guiños. A lo lejos se escuchaba el chirrido de la lanza del trapiche, donde don Floro Dueñas molía sus canas. Abajo, en la hondura, roncaba el río. Siervo dio un gran suspiro:
—¡Nadie sabe con la sed que otro vive!, decía mi mama, ¡alma bendita!

 

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO I
—Yo oí decir a don Ramírez que el padrecito que trajeron viene a matrimoniar a toda la gente —explicó Marcos el sacristán, cuando bajaba de la casa a la capilla con u nos manteles para el altar.
—Eso sí que no rezará conmigo, mano Siervo. Yo no me caso con nadie —dijo, Tránsito.
—¿Y quién le está contando que se va a casar? Yo tampoco estoy dispuesto a pasar por la iglesia.
—¡Amanecerá y veremos! susurró Marcos, quien siguió su camino con un paso menudito. Tenía los ojillos maliciosos y una dulce sonrisa de sacristán. En otras misiones, cuando era joven, él ya había pasado por ese trance.
El gran patio que se abre frente a la casa y a un lado de la capilla, como una plazoleta que además estuviera enmarcada por las tapias de la huerta y las del solar de la alberca, estaba tan lleno de gente que no cabía un viviente más, según observaba Siervo. El ad ministrador llamó al patio de arriba, en el que salan al ganado, a los «parameros» que habitan del lado de las montañas de Onzaga, entre los árboles, y son grandes cultivadores de papa. Ellos no toman guarapo de caña sino chicha de maíz. Los viejos tenían la ruana todavía puesta, aunque y a apretara el calor, y un sombrero de anchas alas en la cabeza y en el rostro una barba de varios días que en el monte se les cubre de escarcha por las mañanas. Son gente honrad a y silenciosa, poco dad a al trato con las gentes de los pueblos y las veredas. Los parameros jóvenes tenían la piel curtid a por el frío y el viento, y se anudaban a la garganta grandes pañuelos amarillos o rojos, porque todos eran liberales. Eran más altos y corpulentos que los habitantes de las tierras bajas. Subieron a paso lento las gradas de piedra que conducen al patio donde salan los bueyes y doman los muletos. Don Ramírez, sentad o en una banca del corredor ancho, en compañía de uno de los padres de la misión pasaba lista a los cuadrilleros.
—Pimiento Resuro, Pimiento Abel, Pimiento Dioselina…
Los viejos, solemnes en el porte y en los ademanes, se quitaban el sombrero de fieltro cuando decían «¡Presente»!
Santos y Dionisio, los compadres de Potrero Colorado, por un fuero especial debido a su edad y sus merecimientos se hallaban sentados en el banco, al lado del cura y el administrador. Vestían con esmero y limpieza: él con jipa nuevo y alpargates de fique, inmaculados, que le había tejido su mujer; y ella con una blusa bordada, un manto negro que le caía por los hombros y unas enaguas esponjadas de paño de Castilla. Cuando se oyó nombrar se llevó la mano negra y sarmentosa a los labios, para ocultar una sonrisa desdentada.
—A ti te han escogido todos para madrina —le dijo el cura.
—Ya estamos viejos para pasar trabajos, y cansos de criar ahijados que andan por el mundo, y al encontrarnos por los caminos ni siquiera se acomiden a ponernos las manos y pedimos la bendición.
Luego bajaron los paramunos y subieron los «palmareños», que son los vivientes de una meseta verde y ondulada, que colinda con la montaña y es un balcón tirado sobre la vega, desde el cual se columbra casi en toda su longitud la sierra nevada de Chita o del Güicán. Después pasaron los «aguas blancas», y más tarde los «ampareños». Y rato después los habitantes de Ovachía, que así se llaman unas lomas pedregosas donde no hay agua en los veranos, aunque son tierras agradecidas cuando viene el invierno. Las mujeres cargaban a los recién nacidos en brazos, y los hombres hablaban pausadamente de sus trabajos y sus cuitas.
—Ya se está secando el ojito de agua de El Amparo —decía alguno.
—A yo no me perjudica. Por mi arriendo pasa la toma del agua pericana, que no merma nunca.
—Eso se llama tener suerte, mano Angelito Duarte. Alguien me dijo que andaba en tratos para comprar las lomas de Mochancuta.
—No se crea de decires, mano Enrique Rojas. Primeramente no tengo los centavos para comprarlas. Y por otra parte son unas lajas tan pendientes y resbalosas que ni siquiera podrían pararse las cabras. ¿Y también se va a casar mano Enrique?
—La Dolores no quiere. Dice que está escarmentada por causa de su primer marido. Y que para pasar trabajos con los hijos lo mismo da estar casada que soltera.
En otros grupos se hablaba de las próximas elecciones, que serían muy reñidas porque los godos o conserveros de Soatá levantaron la abstención que habían practicado sin mayor provecho en años anteriores.
—¿Y los vamos a dejar votar otra vez? —preguntó Manuelito Ramírez.
—Para eso, para no dejarlos, tenemos esto… —exclamó uno de los Pimientos que tenía la cara bronca, dándose una palmada en el cinturón del que colgaba el machete—. Hace unos años, cuando sacamos el primer presidente liberal, no dejamos godo parado en la plaza de Capitanejo. ¿No recuerda, don Silvestre?
—Cómo no recordarlo, si yo me hallé en ese trance.
—Treinta y seis indios del puente quedaron tendidos en la plaza de Capitanejo.
—¡Para mí que fueron pocos! —observó Manuelito Ramírez.
Todos empezaron a hablar de lo mismo, pero el cura y don Ramírez les impusieron silencio. Pasaron de últimos los arrendatarios de las vegas del río, a quienes suelen llamar «veganos» y casi todos por vivir en tierras calientes andan en mangas de camisa, con el machete al cinto golpeándoles las corvas. Don Floro Dueñas escupió por el colmillo y miró a la gente de su cuadrilla por encima del hombro cuando depositó sobre la mesa, frente al cura, una gallina que llevaba cogida de las patas, pico abajo.
Cuando el cura vio la planta descuidada de Siervo cuya camisa era una colcha de remiendos y cuyos pantalones, que no se avergonzaban de la camisa, se enrollaban a la rodilla, le preguntó:
—¿Y tú, de dónde eres?
—De la Peña Morada, sumercé: cerca de la vega que llaman el Tablón, donde asiste don Floro Dueñas aquí presente.
—¿Y cómo te llamas?
—Siervo Joya, mi padrecito. Soy el hijo de Sierva Joya, ya difunta, que fue muy conocida de don Ramírez y de los patrones.
—¿Y esta mujer es la tuya?
—Hágase para acá y no le de vergüenza enseñarle la cara al padrecito —le dijo Siervo a Tránsito, dándole un empellón para ponérsela enfrente. Luego agregó, volteando el jipa entre las manos—: Vivo con ella desde hace dos años, sumercé.
—Acércate, muchacha, que quiero verle la cara al niño. ¡Está muy amarillo y muy flaco!
—Será de comer tierra —dijo ella.
—¿No lo han bautizado?
—No ha habido lugar, sumercé, porque no hemos tenido con qué hacer la fiesta…
—Mira, Siervo, que estás cometiendo una falta muy grave al no haberlo bautizado a tiempo.
—El niño es sólo de ella, sumercé. Yo no llevo vela en ese entierro…
—¡Ajá! Eso no está bien. ¿Y también os queréis casar?
—No, mi padrecito: yo no quiero… —protestó Tránsito.
—¿Pero no estás viviendo con Siervo? ¿Dónde se encuentra el padre de la criatura? ¿Lo dejaste por Siervo? Eso sería todavía más grave…
—Lo mataron los guardias de Soatá cuando se fugó de la cárcel; y entonces me junté con éste.
—A mí me la dieron en Capitanejo con vendaje, sumercé… Quiero decir que misiá Dolorcitas me la puso por delante, y me dio la criatura de encima.
Lo cierto fue que los casaron al mediodía. Misiá Silvestra fue la madrina de Tránsito, don Floro Dueñas el padrino de Siervo y misiá Santos la madrina del niño, con lo cual ganaron el decirles padrinos de allí en adelante.
Las campanas no tardaron en llamar otra vez a la plática de la tarde. Siervo no entendió gran cosa de lo que dijo el padre en la de ese día, aunque había entendido menos en la que pronunció la víspera. Hablaba el predicador demasiado aprisa para lo que él tenía la costumbre de oír, y empleaba giros y palabras que le entraban por un oído y le salían por el otro, dejándole un runrún en la cabeza. En vano se restregó dos o tres veces las orejas con la uña del dedo índice, para volverlas más expeditas al desembarazarlas de cera. La Tránsito comprendió algo más, porque después recordaba que el padrecito había dicho que los hombres no deben beber guarapo, ni emborracharse, para no ofender a Nuestro Padre que está en los cielos.
—¡Ave María Purísima! —exclamó Siervo—. ¿Y entonces su reverencia qué quiere que bebamos?
—El padrecito habló muy lindo de los sacramentos…
—De los mandamientos, me pareció a mí.
—Yo digo que fue de los sacramentos, que son la crisma, el casorio, la confesión, la comunión, la atrición y la santa muerte…
—Por poco los recibimos todos a un tiempo, mana Tránsito. Si nos descuidamos, nos ponen los santos óleos…
—Dijo que no debían pegarles a las mujeres, porque estos indios de por aquí las tratan como si fueran mulas de carga…
—¿Eso dijo? Y vamos a ver: ¿Cuándo resultan bestias y jetiduras como ciertas personas que uno conoce, y no llegan a tiempo con la mazamorrita, como me pasó hace dos días cuando andaba a media mañana por la peña pastoreando la cabra y todavía estaba en ayunas? ¿El padrecito no mentó ese caso?
—Mire, mano Siervo, que no comience con sus indirectas porque vamos a acabar mal. No se crea que porque soy huerfanita y me casaron a la fuerza, me puede faltar al respeto.
—Eso sí que no lo dijo el padrecito…
—¡Por este angelito, que lo dijo!
Bajaban los dos, los tres con el angelito a quien hicieron bautizar con el nombre de Olaya Cetina, en recuerdo del Presidente de la República cuya imagen, recortada de un periódico viejo, junto con una estampa de Nuestra Señora de Chiquinquirá, adornaba la puerta del rancho de los Joyas. Y los tres y los cuatro, pues el perro los seguía a todas partes y era un miembro de la familia, bajaban por el camino de la vega cuando caía la tarde. Se habían demorado mucho en el trayecto de la casa grande al filo de la Peña Morada, porque se encuentran vanas guaraperías y ventorrillos que abren sus puertas a la carretera para perdición de los hombres: la de don Rubiano en el camino viejo, la de los Cárdenas al pie del horno de ladrillo, la de los Pérez de abajo en el lote del Jeque. Venían celebrando el casorio, y el bautizo, y no resistían la tentación de acercarse a esos abrevaderos de aguamiel que despiden un olor agridulce y de los cuales sale por la puerta un vaho caliente, y a veces el rasgueo de un tiple en el que alguien puntea un interminable torbellino. En la tienda de don Rubiano había piquete con papas con pellejo, chorreadas de un hago que apestaba a cebollas desde una legua de distancia. En la de los Pérez había baile, organizado por parejas de recién casados, que hebetadas por el licor y por el matrimonio giraban en silencio, como peonzas. En la de los Cárdenas estaban de velorio, y había voladores y requintos para anunciar al vecindario que por fin había muerto el hijo de Micaela Cárdenas y un nuevo angelito parpadeaba entre las estrellas del cielo. En la tienda de los Pérez del Jeque (la Rosa, la Pacha y la Chava), que tienen fama de ser gente pendenciera y muy trabajosa, aficionada a las gallinas ajenas y al tabaco de los vecinos, había riñas y puñaladas. Cuando Siervo y Tránsito recalaron allí para humedecer el gaznate, acababan de mandar por el regidor para que recogiera dos heridos a machete que se desangraban en el corredor del rancho, tirados por el suelo. Los matadores habían huido hacia un buen rato. Tránsito y Siervo bebieron de prisa, sin respirar, sendos calabazos de aguamiel y siguieron camino, pues no querían verse mezclados en líos con la justicia.
En la cuneta de la carretera, al borde del abismo y en el lugar donde el camino de la vega se tira monte abajo, se sentaron a descansar en unas piedras. Ya no veían claro, aunque todavía una gran mancha de sol tiñera de amarillo los cielos del Cocuy, en la cresta de la cordillera. Todo lo veían como en sueños y al través de una bruma que desdibujaba el contorno de las cosas. Parecía que tuvieran humo en los ojos. Siervo trataba de considerar atentamente el rostro de la Tránsito, pero perecía que alguien se lo estirara hacia el lado derecho, le borrara los ojos y le torciera la boca; y ella no acertaba a cobijarse bien el pañolón para sujetar a Olaya Cetina que berreaba sin parar desde hacía mucho rato. A los dos les pesaban las manos y les hormigueaban las piernas, y la lengua no les cabía en la boca. El perro, más resignado y comprensivo que el niño, bostezaba a veces para dar a entender que tenía hambre y otras se mordía furiosamente la cola donde tenía incrustada, desde tiempos inmemoriales, una república de parásitos.
—¿De modo que ahora que me la bendijeron en la iglesia no se le puede volver a hablar a la señora? ¡Hay que ver con la india que me fui a casar, y todo por salir de ella y hacerle la caridad cuando se me presentó muerta de hambre, con la familia en brazos en la tienda de misiá Dolorcitas a quien parta un rayo!
—Ahora maldiga, que para eso se confesó esta mañana.
—De bruto he debido confesarme por haberme casado.
De aquel momento en adelante y de aquellas piedras del camino para abajo, Siervo y Tránsito no pararon de discutir hasta cuando llegaron al rancho ya de noche, con hambre y sed, y de contera encontraron las tres piedras del fogón frías y sin lumbre. Siervo se desató la gruesa correa (de sus tiempos de soldado) con que se sujetaba los calzones, se escupió las manos para agarrarla mejor, y se le fue encima a Tránsito. No descansó hasta verla tendida en tierra, con la ropa desgarrada y el rostro vertiendo sangre.
—¡Para eso quería casarse! —exclamó ella entre sollozos. Luego se levantó a encender el fogón y a desgranar el maíz para la mazamorra, igual que todas las noches, como habría de hacerlo de allí en adelante toda la vida y por obligación, pues la habían casado “a juro’’, a la fuerza, y aunque quisiera ya no podría largarse.

 

CAPÍTULO II

Varios meses permaneció Siervo ensimismado, sin hablar con Tránsito más palabras de las necesarias, sin mentar ];, compra de la tierra cuando subía a jornalear a la hacienda, sin discutir con los Valdeleones ni bajar al mercado de Capitanejo los domingos, para oír misa y beberse un guarapo
—¿En qué cavila, mano Siervo? —le preguntaba Tránsito cu ando le llevaba el almuerzo al trapiche de don Floro Dueñas.
—¡En nada! respondía Siervo con la cara fosca.
Los días de fiesta se sentaba a la orilla del río, a mirar a Tránsito lavar los harapos y extender a que se orearan sobre las piedras calientes. El cielo alto y azul se desplegaba sobre la vega, apoyando los dedos de unas nubecillas amarillas en la sierra nevada del Güicán y en las montañas de Onzaga. La cabra se veía como una manchita blanca en la pizarra de la peña, y andaba triscando y jugueteando con el cabritilla; porque parió al fin una madrugada, pocos días después de que volvieron del casorio. El hecho fue más sonado y tuvo más importancia para la familia que el bautizo de Olaya y el matrimonio de Siervo. Era una hermosura de animalito, tenía las patas muy altas y gruesas y una brocha negra en el lugar de la cola. Olaya, que se arrastraba en la ex planada todo desnudo, con la cara tiznada por el hollín del fogón y el cuerpo embadurnado de tierra, jugaba a veces con el perro y con el cabritilla. Este se paraba en los cuartos traseros y trataba de dar un salto, para imitar a la cabra; el perro latía y Olaya refunfuñaba, y como los tres eran todavía muy jóvenes, rodaban buen trecho por el suelo, confundidos…
—¡Cualquier día se caen al río y se ahogan! —decía Tránsito.
—¡Los mozos de ahora parecen de alfeñique! observaba Siervo—. En mis tiempos me echaba a rodar por esa peña, cazando iguanas o persiguiendo culebras, y nunca me pasó nada.
—Mano Siervo tiene la testa muy dura.
—Antes éramos de carne y hueso, y no de alfeñique como estos niños de ahora.
El río mermaba, se retiraba del barranco de Siervo, se adelgazaba, se recogía a la orilla opuesta y se volvía denso y amarillo. Las moscas zumbaban con ardor sobre el tarro de los desperdicios, y en las frondas y zarzas de la orilla del río, los zancudos picaban más recio. Ya don Floro Dueñas estaba cosechando el tabaco, y en el caney las sartas se abarquillaban al viento, cascabeleaban, y desde lejos se percibía su fragancia.
—¿En qué cavila, mano Siervo? —preguntaba Tránsito, preocupada de verlo allí sentado en la piedra de la orilla del río, mirando correr el agua.
Cesó el viento. Ni un soplo de brisa mecía las palmeras de coco y de dátil que dan sombra al trapiche de los comuneros. El aire vibraba como en la vecindad de una hoguera. Al mediodía los bueyes de labor se echaban rendidos sobre la colcha de bagazo, y en las piedras del río acechaban los lagartos y las iguanas. A la boba de misiá Silvestra le dio ceguera, y al gozque de los Valdeleones lo mataron a piedra porque lo picó el mal de rabia. La vega se veía del color de la panela desde el repecho del camino. Del lado del Cocuy, en los pueblos de la banda derecha del río. Se levantaban grandes humaredas que se esparcían por el cielo, manchándolo y destiñéndolo, y enturbiando la atmósfera.
—Ya empezaron las quemas en Chulavita y el Espino, para preparar los barbechos.
Pero no llovía. Don Floro Dueñas suspiraba en vano por una llovizna, por la humedad del sereno, por el rocío de la madrugada, por una gota de agua que ablandara el tabaco del caney y le permitiera alisarlo para llevarlo a vender a la Compañía. Había pagado una rogativa a Nuestra Señora de Tequia, Virgen muy milagrosa que el señor cura de Miranda trasladó al pueblo de su nombre, en las lomas que encajonan el valle de Enciso sobre el río Servitá. La Virgen se hacía la sorda y se estaba tostando el tabaco en los caneyes.
—Rocíele tantica agua con una regadera —le decía Siervo.
—La Compañía no lo recibe mojado, porque se vuelve negro y se quema.
Como no llovía, ni amagaba, ni había una nube en el cielo, don Floro tuvo que regar y humedecer el tabaco como le aconsejaba Siervo, y en la Compañía se lo pagaron a menor precio del corriente. Se derrumbaron, pues, sus ilusiones de pagar la totalidad de su arriendo, por el cual había abonado las arras. Ya no podía redondearlo con el arriendo de los Valdeleones, a fin de apropiarse de la servidumbre del camino; ni con el de Siervo, para abrir un albercón que almacenara las aguas de las escurrajas.
—¿No ve que a Dios gracias no le llovió a don Floro, y le pagaron mal la cosecha de tabaco? —decía Tránsito—. Eso le pasa por avariento y querer ensillar antes de traer las bestias. Ya no volverá a hablar de la alberca, ni vendrá a echar cuentas sobre el agua de las escurrajas, ni nos hará fieros. Por lo menos durante todo un año, hasta la próxima cosecha, nos dejará tranquilos.
Siervo no decía nada. Ni una palabra salió de su boca cuando se arrugaron y se cayeron de la mata las naranjitas averanadas. Aunque el trabajo era más pesado que nunca por obra del calor que resecaba, apretaba y endurecía la tierra que se ponía como el asfalto, Siervo no decía esta boca es mía. Ni una palabra salió de ella cuando treparon por el camino de la peña, Tránsito en pos de Siervo, esta vez con el perro pero sin Olaya a quien dejaron en el rancho con la cabra amarrad a al naranjo y el cabritilla pegado a la ubre de la cabra. Iban los dos cargados con sendos bultos de maíz, que le correspondía a la hacienda por medianía. Parecían hormigas culonas, de aquéllas que salen con las lluvias de marzo y en Santander las atrapan en una lata caliente cuando emprenden su vuelo nupcial, porque son un bocado muy rico. Todavía faltaba mucho tiempo para que se las comieran fritas en su propia grasa, pues la Semana Santa quedaba muy lejos, de manera que sólo Siervo y Tránsito cargados con sus bultos de maíz podrían recordarlas a quien desde lo alto de la carretera los hubiera visto trepar por el camino de la peña.
—¿En qué cavila, mano Siervo? —dijo Tránsito cuando salieron a la carretera, y sentados en una cerca de piedras, se daban un respiro y un descanso.
—No me averigüe la vida, mana Tránsito.
Echaron los dos a trotar, con el mismo trotecito menudo y torpe que tienen las mulas de carga que desfilan bamboleándose por los caminos. Las volquetas de las obras públicas, que bajaban al campamento de Capitanejo, los envolvían en una polvareda. Emperador las perseguía, ladrándoles con furia, convencido de que algún día las podría alcanzar y les mordería las patas o las medias que para el perro sería lo mismo.
Por un viviente de la vega que había ido a comprar fique al mercado de Capitanejo, supieron cualquier día que estaba de regreso el agente viajero, y a Siervo se le iluminaron los ojos. Al domingo siguiente, antes de que despuntara la aurora, bajó con Tránsito a Capitanejo, sin otra impedimenta que sus ilusiones; pero cuando el sol de los venados teñía de bermellón los barrancos de la orilla del río, retomaron por el mismo camino de la vega, cariacontecidos y cabizbajos. No traían las botas ni las arras, porque tanto el secretario del chofer como el agente viajero que vendía «La Víbora», no reconocieron a Siervo, como si nunca en la vida lo hubieran visto.
—¿No se lo decía yo, mano Siervo?
—Tras de cuernos, palos. Ahora no me hable…
Sólo que una noche cuando parecía dormir tirado en su rincón, sobre unos costales de fique, Siervo se incorporó de repente:
—¿A qué día estamos hoy?
—A viernes. Mañana habrá que subir a la hacienda con las suelas de los alpargates que hice la semana pasada. Tenemos que comprar unas brazadas de fique, porque me han salido varias contratas para los Parras, que venden alpargates en Cúcuta.
—De veras. Pero yo pregunto a qué fecha estamos hoy.
—Aguarde un tantico. El 16 subimos el maíz de la hacienda, y don Ramírez me dijo: «Vuelve pasado mañana que es lunes, y 18. Ese día distribuiré a los arrendatarios y los medianeros la semilla de tomate para las próximas siembras». Si eso dijo, es porque hoy, que es viernes, estamos a 22.
Siervo hizo la cuenta con los dedos y se levantó de un brinco. Salió al barranco a mirar las estrellas que volteaban en el cielo redondo y luminoso. La Osa estaba muy alta, con la cola hacia arriba, y la estrella de los cabreros había desaparecido. Cuando volvió a tirarse en su camastro, dijo:
—A Dios gracias todavía es viernes.
—¿En qué cavila, mano Siervo?
—Para barbechar todavía tenemos mucho tiempo por delante. Los cuatro jornal es de don Floro y los otros cuatro que le pago a la hacienda, dan espera antes de que comiencen las lluvias. Si nos fuéramos mañana, ¿quién se quedaría cuidando las cabras? Porque al Olaya y al Emperador podríamos llevarlos.
—Yo no sé qué estará pensando, mano Siervo.
—¿Y con quién dejaríamos el rancho y las cabras?
—Tal vez misiá Silvestra nos prestara a la boba por unos días. ¿Pero adónde nos vamos, si puede saberse?
—Mañana subiremos a la hacienda, y en la madrugadita del domingo saldremos para Chiquinquirá en la máquina de los Parras, que están viajando con los promeseros. Si hoy es viernes 22, será porque mañana sábado es 23 de diciembre y el domingo será la Nochebuena. Llegaremos a Chiquinquirá con el tiempo justico para asistir a la Misa de Gallo que es muy linda, y a la del alba, y a la mayor del 25; y antes de regresar tendremos tiempo de pasear por el pueblo y de rezarle unas salves a la Virgen.
En un transporte de felicidad, Tránsito se echó a llorar, porque era una india muy escandalosa y fullera, como decía Siervo, y despertó a Olaya quien a su vez desveló al perro, el cual comenzó a latir por lo que pudiera suceder y puso en pie al cabritillo y a la cabra.
—¡Eso sí que está bueno, mano Siervo! Yo tenía entre ceja y ceja a Nuestra Señora de Chiquinquirá desde hace muchos meses, pero como lo veía tan ideático no me atrevía a chistar palabra. Hace tiempos quería ir a pagar una promesa a Nuestra Señora, que le hice cuando se fugó el Ceferino; y ahí está que gracias a Dios lo volvieron a coger y para mayor tranquilidad lo descalabraron en estas peñas.
—¿Cuánta plata tenemos debajo, de la piedra?
—Casi cuarenta pesos. Cuarenta y dos ajustaremos con lo que me den por esas suelas que llevaré a vender mañana.
Y aquella noche no se durmió ni se volvió a pensar en dormir en el rancho de Siervo Joya.

 

CAPÍTULO III

Más de quinientos promeseros de la hoya del Chicamocha salieron aquella madrugada de la plazoleta de la Hacienda donde los camiones se hallaban estacionados desde la víspera a fin de que el maestro Sabogal les pusiera bancas. Estas no tenían espaldar, y quedaban muy cerca las unas de las otras, para que cupieran más pasajeros. Vestidos con la ropita de las grandes ocasiones, con talegos de avío en la mano y una ruana al hombro para envolverse si se presentaba el caso de dormir en alguna parte, los promeseros se iban embutiendo en los camiones. A los de adelante los empujaban los que venían detrás, y a éstos los choferes a quienes previamente habían depositado el precio del pasaje.
Los hombres llevaban el tiple o el requinto en bandolera, y las mujeres, con dos o tres corroscas o jipas en la cabeza, arrastraban a sus niños de la mano y sostenían a los más pequeños en brazos. Las mocetonas, con lo mejor del baúl echado sobre el cuerpo, reían nerviosas, y lucían de paso el diente de oro que para presumir se habían mandado fabricar en la dentistería de Soatá. Una hija de don Bauta el del arriendo de la Quinta, porque la otra se le fugó con Pedro Rincón en la romería del año pasado; las dos de Juan López, muy aseñoritadas porque habían servido en una casa de familia en Duitama; las de los Pimientos del páramo, coloradas y robustas; las nueras de Juan de la Cruz, alpargatero de profesión y coplero notable; Soledad, la mejor pareja de baile en toda la provincia, recién casada con Marcos Ramírez el del Palmar: la crema, en fin, de la región del Chicamocha, atraía las miradas de secretarios y choferes. Limpiecitas, con el rostro arrebolado por la emoción del viaje y el pecho nuevo y duro palpitante de dicha debajo del corpiño, las mozas cuchicheaban mirando a los hombres por debajo del jipa. Unas vestían de raso morado, como la flor de las pachuacas; otras de percal rosa, como la flor de las curubas; otras de terciopelo amarillo, como la flor de la achicoria; y otras vestían de malva, con randas de peluche carmesí en los volantes, como las flores de mayo que crecen en los troncos de los nogales del páramo. Todas tenían pañolones de fleco, y enseñaban dos dedos de las enaguas blancas por debajo del ruedo de la falda.
A la luz de una lámpara de gasolina que iluminaba la plazoleta para facilitar el embarque de aquel ganado, muchos de los promeseros bailaban torbellino al son de tiples y bandolas, moliendo los alpargates nuevos contra el piso de la plazoleta, que allí es muy desigual y pedregoso.
Cuando estallaron los voladores, despertando a los perros del vecindario, zarparon los camiones roncando en medio de los gritos de los promeseros a quienes la expectativa del viaje, más que la cerveza, tenían medio borrachos.
Siervo lucía los pantalones que trajo del cuartel, y la Tránsito los aretes de corales falsos que le obsequió alguna vez el difunto Ceferino, y los dos iban tan apretados entre los tablones de las bancas, que apenas podían moverse. Nunca el maestro Sabogal pudo soñar que aquéllo que él honradamente llamó banca resultara un banquillo. La tortura se agravó por el camino, cu ando en las vueltas de Guantivá se marearon las mozas y una por una se aliviaron y descargaron sobre los vecinos. Emperador no dejó de ladrar un solo momento durante el viaje. Olaya, cansado y aburrido, quiso gatear por debajo de las bancas alborotando a todo el mundo; en el páramo comenzó a toser y no paró de hacerlo y de llorar en todo el camino. En la bajada del páramo al valle de Belén de Cerinza tuvieron un percance, que consistió en el reventón de una llanta. Les amaneció en la plaza de Santa Rosa, donde los que conservaban todavía fuerzas se arrancaron a dar vivas a la Virgen y al partido liberal. Desayunaron en una posada de las afueras de Tunja, a la sazón llena de choferes borrachos. En Arcabuco los requisaron los guardias del retén, por si llevaban armas; y por la Villa de Leiva pasaron como alma que llevan los diablos. Siervo llegó a la plaza de Chiquinquirá con dos verdugones en las rodillas, porque cuando frenaba el camión súbitamente, porque así le venía en gana al chofer, se iba de bruces contra el tablón delantero a tiempo que recibía en los riñones un rodillazo del vecino de atrás. Para no ser menos que Siervo, la Tránsito llegó al cabo del viaje con el pelo suelto sobre los hombros y una peineta entre los dientes. Tenía la falda negra de las ceremonias rucia de polvo y pisoteada como si el camión, con todos los pasajeros le hubiera pasado por encima. El quejido monótono del tiple que rasgueó sin parar un promesero durante todo el viaje, y las toses y los llantos del niño, y el olor a agrio que despedía el camión, la tenían maread a y con ansias de tirarse de cabeza a la carretera para salir de penas.
A pesar de las torturas que padecieron, y de los sustos que pasaron porque el chofer, medio dormido, estuvo a punto de estrellarlos en el puente que se encuentra a la entrad a de Duitama, Siervo tuvo el coraje de decir cuando los descargaron en la plaza de arriba de Chiquinquirá con Olaya y el perro:
—¡Hay que reconocer que el viaje fue muy bonito!
—¡De veras que no hubo novedades que lamentar! —comentó don Bauta, quien por estar estrenando botas con carramplones no se podía tener derecho del dolor en los pies.
—¡Malhaya mis botas! —pensó Siervo al contemplar con envidia las de don Bauta.
Y la familia recorrió las calles y plazas de Chiquinquirá, Siervo doblado en tres, porque el dolor en la cintura no le pasaba. La ciudad hervía de promeseros que a pie, y en bus, y en ferrocarril, y en camión, habían llegado de todo el país, hasta del Ecuador y Venezuela. Los calentanos, con las manos entre los bolsillos, tiritaban de frío parados en las esquinas. Los forasteros que llegaban por primera vez de aldeas perdidas en los páramos boyacences, miraban alelados las bombillas del alumbrado público. Desempedrando calles, con la ruana terciada sobre un hombro, pasaban los chalanes de Saboyá, que sin apearse d el caballo bebían la primera copa de brandy a la puerta del estanco. Colegios de niñas cantaban en la plaza de abajo, ante un obispo que acababa de llegar:
Reina de Colombia
por siempre serás;
es prenda tu nombre
de júbilo y paz.
Frailes dominicos, hermanas de la caridad con su gran mariposa blanca en la cabeza, capuchinos de barba al viento, padres franciscanos, candelarias que venían del convento del Desierto de Ráquira, curas de pueblo calzados con pesadas botas de cuero sin curtir, enfermo cargados en un taburete por algún pariente; niños paliduchos que vestían hábito de monjes y viejas hidrópicas que resoplaban al andar; campesinos, hacendados, sirvientas, soldados y policías; toda esa humanidad heterogénea que compone «la agobiada y doliente» que suele frecuentar los santuarios religiosos, llenaba de animación y color las sucias calles del pueblo.
Siervo llevaba a Emperador atado a una cabuya, por temor a que se perdiera en aquella confusión. La Tránsito cargaba en los brazos al Olaya, que tosía y daba diente con diente porque se había resfriado en el páramo.
—¡Está que arde! —dijo Tránsito al tocarle la frente con la suya. —Para mí que tiene calenturas…
—¡Pídale a la Virgen que se lo aliente! —exclamó Siervo.
Por mucho que anduvieron de un lado a otro buscando alojamiento para aquella noche, no encontraron ni siquiera uno de esos cuadrados pintados con tiza en los zaguanes, que los hoteles de mala muerte arriendan a los promeseros pobres que allí se echan, encogidos, a pasar la noche. Total, nada. Comieron sentados en las gradas del atrio de la basílica, donde una nube de pequeños comerciantes ofrecían comestibles a los peregrinos, y escapularios, y camándulas, y velas, y postales, y estampas y toda clase de chucherías. Los pordioseros hormigueaban por todas partes, mostrando sus llagas y pidiendo limosna. Varios hermanos dominicos, en las oficinas que están situadas a las espaldas del templo, sobre una calle lóbrega y mugrienta, recibían los encargos de misas, salves y rosarios, que un fraile gordo de rostro sudoroso y desabrido anotaba en un gran libro, detrás de una ventanilla.
Emperador, fatigado y escéptico, apenas se molestó en olisquearles la cola a dos o tres perras locales que se acercaron por curiosidad a examinar al forastero. No tardó en dormirse, echado a los pies de Siervo. El niño, en cambio, no lograba conciliar el sueño y tosía cada vez más. Se sacudía como un tallo de maíz agitado por el viento del páramo. Se resistía a pasar bocado aunque Tránsito no cesaba de ofrecerle pedazos de pan, trozos de longaniza y terrones de panela, que llevaba en su mochila de viaje.
Serían las diez y media o las once de la noche, según podía colegirse por la luna que brillaba muy alta en un cielo claro por el que bogaban grandes nubes amarillas, cuando la Tránsito resolvió acudir a la botica más próxima a consultar lo que le estaba pasando al niño. Unos eventuales vecinos en las gradas del atrio les dijeron que debían despacharse pronto, porque a las once en punto abrirían las puertas de la iglesia y era menester coger puesto para la Misa del Gallo. La plaza estaba de bote en bote, y contínuamente atronaban los cohetes y los petardos. De los ventorros que se encuentran en las calles próximas al templo, llegaban los gritos de los borrachos y los cantos de los promeseros. Siervo miraba con la boca abierta un globo de colores que se elevó solemnemente, bamboleándose, pero luego la brisa lo golpeó y lo precipitó a la plaza envuelto en llamas, acompañado por los gritos de los hombres y los aspavientos de las mujeres.
—Vamos antes de que sea tarde —dijo Tránsito.
El boticario tenía abiertas de par en par las puertas de su farmacia. Apenas podía atender al centenar de forasteros que compraban específicos y jarabes, y hablaban todos a un tiempo. Con un ayudante que vestía un camisón blanco, aunque no muy limpio pues ostentaba manchas de todos los colores, resolvía las consultas de los peregrinos.
—¡El niño está que pringa! —le dijo Tránsito.
—Debió entrarle un frío por la espalda cuando pasamos el páramo —explicó Siervo—, y es fácil que tenga una picada en el costado.
El boticario, un viejo a quien la ignorancia se le veía por encima del hombro, hizo ademán de tomarle el pulso y de mirarle la garganta.
—Es una bronquitis —sentenció—. Dénle una cucharada de este frasco cada tres horas; este purgante para que elimine las flemas; y pasen a la oficina por aquella puerta para que el practicante le ponga una inyección de eucaliptol. Son nueve pesos. Mañana amanecerá como nuevo…
—Si Dios quiere —completó Siervo.
Pero no amaneció, porque en la iglesia, atestada de peregrinos que se apretujaban y se agitaban en oleadas, el niño mu rió de asfixia y probablemente de pulmonía. La atmósfera era densa y caliente, y pesados vapores compuestos del sudor y los humores de los fieles, flotaban a la deriva sobre sus cabezas. Ni Tránsito ni Siervo podían ver el altar mayor, resplandeciente, poblado de grandes figuras de bulto que rodeaban el pesebre. Quedaron incrustados detrás del púlpito y durante la misa, y el sermón, y el descendimiento del Niño Dios a su establo, su principal preocupación consistió en evitar que los embates de la muchedumbre los aplastara contra la columna. Siervo pedía a Nuestra Señora que le concediera, por el alma de la difunta, su pedacito de tierra en la vega, cerca al arriendo de don Floro Dueñas. Tránsito apretaba contra el pecho el cuerpecito del niño que primero se debatía desesperado entre sus brazos, y de la elevación en adelante, cuando estallaron los cohetes en la plaza y se echaron a vuelo las campanas en la torre, se fue enfriando y endureciendo poco a poco.
—¡Se está muriendo! —pensaba Tránsito llena de angustia. En medio del clamor de los rezos que rebotaban como un trueno sordo en lo alto de la cúpula, percibía el estertor de la criatura, cuyo rostro se había puesto morado como la flor del digital que crece entre los frailejones del páramo.
Tuvieron que esperar dos horas a que terminara la ceremonia de la misa y la gente pudiera salir a borbotones. Cuando llegaron al atrio y aspiraron una bocanada de aire fresco, Siervo se limpió con el revés de una mano el sudor que le chorreaba de la frente, y Tránsito se restregó las narices con el ruedo de las enaguas blancas.
—¡Se lo llevó Nuestra Señora de Chiquinquirá! —le dijo a Siervo.
—¡Siquiera! Dios sabe lo que habría sido el angelito si llega a mozo. La sangre del taita no era buena sangre. Además estaba de Dios, y nadie se muere la víspera.
Por todo comentario el perro le aulló lúgubremente a la luna, y daba saltos para alcanzar el cuerpecito que sostenía Tránsito en sus brazos. Pugnaba por lamerle el rostro al niño muerto.
Fueron a buscar a su padrino Floro y a su madrina misiá Silvestra, y a otros compañeros de viaje como don Bauta y su hija, don Juan de la Cruz y sus nueras, los Pimientos y sus mujeres, y los esposos Ramírez, a quienes hallaron al fin casi a la madrugada y cuando las campanas de la basílica repicaban para la misa del alba. Dieron con ellos en la tienda de un vecino de Capitanejo que era cotudo y unos años atrás se había varado a la salida del pueblo de Chiquinquirá, donde estableció un negocio de posada y asistencia que lo estaba sacando a flote. Aunque cotudo tenía buen corazón y facilitó a los esposos un solar interior para que velaran a la criatura y allí la bailara toda la concurrencia. Misiá Silvestra, la mujer de don Floro, acurrucada en un rincón del patio y al pie del cadáver del niño que yacía tendido en el suelo, entre cuatro velas, cabeceaba de sueño. En tono de salmodia cantaba:
En el cielo hay un naranjo
cargadito de naranjas,
onde baja Jesucristo
a cantar sus alabanzas…
—Padre Nuestro, que estás en los cielos…— respondía la Tránsito. Y la vieja tosía para desembarazarse el gaznate, y volvía a cantar:
En el cielo hay una silla
labrada de calicanto,
que la labró Jesucristo
para el Espíritu Santo…
Siervo fue a contratar con los padres dominicos una misa y un responso, y con la asesoría del cotudo arregló el entierro, muy sucinto y somero, que se realizó cuando amanecía y los gallos comenzaban a cantar en los solares, y los promeseros borrachos todavía cantaban. Siervo llevaba el cajoncito de madera debajo del brazo, Tránsito lo seguía con una vela apagada en la mano y Emperador cerraba la marcha batiendo la cola. Regresaron tarde del cementerio, y como encontraron cerrad a la tienda, pues el cotudo había salido a la calle, se encaminaron a la plaza con el deseo de no perder la misa, seguidos del perro, a quien la desaparición de Olaya tenía molino y con el rabo entre las piernas. Siervo se caía de cansancio y de sueño, pues no había pegado los ojos desde cuando decidió en su rancho embarcarse en la romería. Se acurrucó al pie del púlpito, como la víspera, y se quedó dormido. Cuando despertó, la Tránsito abría los ojos todavía cargad os de sueño, hinchados, enrojecidos y más torcidos que nunca.
La iglesia estaba casi desierta, pero el ambiente caldeado y maloliente de la noche anterior se les pegaba a las narices. En el altar mayor mil ceras ardían y chisporroteaban, y al apagarse despedían un humazo negro. El marco de plata del cuadro de la Virgen brillaba a grande altura, en un cielo resplandeciente. Su corona de oro y piedras preciosas refulgía como el sol. Era lo único visible d el cuadro, muy sombrío, que desde el lugar distante donde se encontraban Tránsito y Siervo apenas podía columbrarse. Los dos lo contemplaron con ternura, con el corazón rebosante de una piedad ingenua y los ojos llenos de lágrimas. Se arrodillaron al pie del altar mayor y rezaron todo lo que sabían, que verdaderamente no era mucho. Los envolvía el murmullo de algunos fieles que oraban en voz alta, con los brazos en cruz y los ojos extáticos clavados en el lienzo milagroso. Un sacristán apagaba las velas con una pértiga. En un confesionario un padre dominico escuchaba aburrido la confesión de una beata que se cubría el rostro con el manto.
—¡Pídale que nos conceda la tierrita! Siempre es que hace más fuerza una yunta que un buey sólo —dijo Siervo.
—¡Ay, Virgencita linda! —exclamó Tránsito—. Te llevaste al Olaya y ya no quiero pedirte más. Con eso, y con que me des una buena muerte, para un solo viaje es bastante.
Un sol dorado y tibio de diciembre iluminaba los paredones de las casas y sacaba chispas a las linternas de los camiones estacionados en la plaza. Esta tenía el piso muy sucio, cubierto de vestigios de la noche anterior: huesos de pollo, papeles, cañas de cohetes, cáscaras de huevo, excrementos humanos y otras porquerías. Toda la plaza olía a diablos. Como Siervo y la Tránsito sintieran hambre, compraron en un a tienda sendas tazas de caldo y unas papas cocidas con sal pero cuando fueron a pagar la cuenta Siervo se percató de que algún promesero más necesitado que él le había robado el pañuelo solferino en una de cuyas puntas tenía el nudo negro y seboso, donde guardaba sus ahorros.
—¡Bueno! —exclamó con filosófica resignación: Ahora sólo nos falta que se pierda el perro.

 

CAPÍTULO IV

El camión que los había traído no viajaría sino dos días después, pero Siervo logró que el chofer le devolviera parte del valor de su pasaje. Invirtieron en avío esos centavos, es decir, en panela y pan, pues agua no les faltaría por el camino, y emprendieron a pie el viaje de regreso a la tierra. Para abreviarlo no seguían el camino real que es la ruta de los camiones y los buses, sino trochas y atajos que fueron caminos de herradura, borrados por los tiempos nuevos, cuando aparecieron los camiones. Atravesaron el que va de Chiquinquirá a la Villa de Leiva, bordeando ricas dehesas del valle de Fúquene, el cual primero se encrespa formando colinas del lado de Saboyá, y luego se bota por unas lomas ásperas y estériles en busca de Leiva, marchita sobre su tierra roja, con la alegría de una mancha de olivos del lado de Sáchica.
Dormían donde les sorprendía la noche, a veces en ranchos en que les daban posada, pero casi siempre a la intemperie, sin más abrigo que los sauces o los eucaliptos que de día dan sombra a los caminos. Siervo trotaba con paso seguro y menudito, y Tránsito, que sabía que las piernas son para caminar, seguía detrás de su marido sin cansarse. La mantilla le colgaba de la cabeza y en ella tenía puesto el jipa de los días de fiesta, y sobre el jipa la carrasca de paja de los días de labor. El perro iba detrás, con la lengua afuera, y de noche se echaba entre los dos, sobre las enaguas de Tránsito y la ruana de Siervo, para sentir menos frío.
Al cabo de tres días avistaron a Tunja desde unas lomas redondas y peladas que la dominan por el poniente, cuando se viene de Chiquinquirá. Torcieron hacia el norte por un atajo que sin pasar por la ciudad va a encontrar la carretera una legua más adelante, y a la sazón no les quedaba en la mochila ni un pedazo de pan, ni un trozo de panela, ni un solo grano de maíz. Miraron una última vez a la ciudad, que, encaramada sobre unos barrancos amarillos, entre un cerco de lomas descarnadas, atalaya el valle que se extiende a sus pies, y dispara hacia el cielo aborregado y triste sus cúpulas y sus campanarios. Le volvieron sin pena las espaldas y no pararon de andar hasta llegar a las vecindades de Paipa, cuando caía la noche y una brisa muy destemplada que los hacía tiritar, despeinaba los sauces de la orilla del río.
Por fortuna tropezaron allí con un camión de su conocimiento, cuyo chofer, uno de los Pérez de don Agapo, les dijo que los llevaría hasta la casa grande, a condición de que le pagaran ese servicio en maíz cuando cogieran la cosecha. Y allí se fueron, encaramados en una montaña de bultos de cerveza que Pérez llevaba por cuenta de unos comerciantes turcos de Soatá.
Los saltos del camión, el polvo del camino, el viento helado del páramo que le quemaba la piel del rostro, el hambre que a ratos les mordía el estómago y hacía ladrar al perro, todo les sabía a gloria, pues para ambos la dicha más grande en este mundo, después de ir a Chiquinquirá en Nochebuena, consistía en volver al Chicamocha a tiempo de empezar el año abriendo la tierra con el chuzo y haciendo cábalas sobre la siembra que florería con las lluvias de la Semana Santa. Al ver brillar, tras un recodo del camino, las luces de la casa de los patrones, la dicha les hizo olvidar su cansancio.
—Quería darle una buena noticia, mano Siervo
—¿Cómo? —preguntó Siervo, que con el ruido del camión no distinguía bien las palabras.
—¡Una buena noticia!
—¿Y eso qué será?
—Que para el mes de María, si las cuentas no fallan, le va a llegar un reemplazo al Olaya, ¡alma bendita!
—Eso sí sería rodar con suerte. Si fuera hembrita, que Dios y la Virgen Santísima de Chiquinquirá no lo quieran, la pondremos María Sacramento.
—¿Cómo dice?
—¡María Sacramento!
—Mejor Sierva, como se llamaba la difunta…
—Pero si es macho, y Dios nos asista, lo llamaremos José Sacramento.
—¿Cómo?… ¿Cómo?
—Sacramento … Digo que José Sacramento.
—¿Y lo de Sacramento a qué viene, mano Siervo, si se puede saber?
—¿Qué dice?
—Que a qué viene lo de Sacramento, que es nombre que lo mismo sirve para los machos que para las hembras.
—¡Ah, india más bruta! ¿No ve que sea una cosa o la otra, y mejorando al Olaya, que está en el cielo, lo que venga será fruto de sacramento?
—¡A veces mano Siervo tiene unas cosas!
Sólo sintieron no tener una media docena de voladores para anunciar a todo el mundo su regreso a la tierra, tal como hacen don Bauta y sus hijas, don Juan de la Cruz y sus nueras, los Pimientos y sus mujeres, ñor Floro Dueñas y misiá Silvestra, Marcos Ramírez y Soledad, cuando vienen de romería a Chiquinquirá. Pero eran pobres, tan pobres que por debajo de ellos sólo quedaban en la región esas viejas arrugaditas como curubas quiteñas y de color terroso como las nueces que caen de los nogales de la huerta. Ellas andan pidiendo limosna por los caminos y fueron en su juventud amigas de Sierva Joya, que en paz descanse, en tiempos felices de los cuales en la vega nadie quiere acordarse.

CAPÍTULO V

La tienda de la comadre Chava, que abre sus puertas sobre la carretera llamada en ese sector la Calle Real; la «asistencia» de la comadre María, dos calles más abajo, y el cafetucho de don Puno, con billares, situado en el costado oriental de la plaza grande de Soatá, estaban aquel día atestados de parroquianos. Donde la comadre Chava tomaban brandy el candidato y los notables y caciques del pueblo, mas los concejales, el alcalde y el personero, porque el candidato a diputado venía muy recomendado por el gobernador del departamento y el directorio liberal de la provincia. En el café de don Puno bebían aguardiente de contrabando tres o cuatro disidentes liberales, a quienes los otros habían proscrito del Concejo Municipal y tenían cerrados todos los caminos al presupuesto. En la «asistencia» de la comadre María, club de arrieros, jornaleros y arrendatarios; refugio de mendigos, cotudos y lisiados del pueblo: parador de los campesinos de la Vega cuando venían a Soatá para diligencias bancarias, se escanciaba guarapo en una totuma que pasaba democráticamente de mano en mano y de boca en boca.
Los godos del pueblo, por orden de los comandos de la capital. Se aprestaban a levantar la abstención electoral y preparaban la campaña para la próxima semana. Estaban reunidos en la casa del canónigo, donde tomaban a sorbos espaciados una copita de vino dulce de consagrar. Por las calles andaban sin rumbo fijo centenares de campesinos que fueron traídos al pueblo en camiones, como bestias de carga, para que asistieran a la concentración política ele esa tarde. Como era sábado, día de mercado, los ordinarios visitantes de la ciudad se aremolinaban en la plaza, a la sombra de las palmeras de dátil, en torno de las mesas de los comerciantes. Siervo asomó las, narices a la tienda de la comadre Chava, a cuya puerta se estacionaba un corro de curiosos. El Tigre, jefe del sindicato de choferes de la provincia, metía de vez en cuando su cucharada en la conversación. Empinándose mucho y apoyándose en los hombros de alguien que le atajaba el paso por delante, Siervo pudo ver al alcalde, al personero, al presidente del Cabildo, a los caciques liberales de las veredas, y a don Ramírez, sentad os todos muy tiesos y solemnes en sus taburetes, porque todavía no estaban borrachos. Le impresionó que todos vistieran de paño negro, y calzaran botas amarillas como en las grandes ocasiones. Algunos habían llegado al extremo de afeitarse, no siendo domingo ni fiesta de guarda.
El aspirante a diputado era un jovenzuelo de cara verdosa y bigote descarralado que apenas le despuntaba en el labio. Vestía camisa deportiva y descotada, que contrastaba con los cuellos duros de los señores del pueblo. Siervo lo miraba alelado, como si hubiera caído del cielo. No lograba entender lo que decía, cuando sentado sobre el mostrador agitaba los brazos y balanceaba las piernas, cuyos pies estaban calzados con zapatos blancos de gruesa suela de goma. Todos aquellos encumbrados señores del pueblo, a quienes Siervo conocía de lejos y miraba de abajo para arriba, le daban al candidato el tratamiento de doctor: por lo cual, y porque llevaba gafas, presumía que debía ser persona muy importante. Pero él, muy democrático y campechano, en consideración al chofer, quería obligarlos a todos a que lo trataran de tú y vos, como si fueran compadres. Excluía de esta obligación a don Ramírez, su gran elector, a quien decía de usted y le dirigía la palabra con preferencia a los otros. Hablaba sin parar, aunque un vecino le dijo a Siervo que ese no era todavía el discurso, pues habría de pronunciarlo al mediodía cuando estuviera el mercad o en su punto y toda la gente de las veredas vecinas se encontrara reunid a en la plaza del pueblo.
Palabras desconocidas caían en incontenible flujo de su boca: «constitución, revolución agraria, reforma tributaria, reacción cavernaria, legitimidad, cedulación, redención del pueblo, antialcoholismo, plan vial, proletariado, etc.».
—¡Platica muy bonito para ser todavía tan mozo! Me hace gracia que tiene mucho aire con un sargento segundo que conocí en los cuarteles de Tunja cuando pagaba el servicio…
—¡Chist! —silbó un vecino.
—¿Y qué es lo que dice el doctor, si puede saberse?
—¿No lo oye? ¡Palo a los godos!
Aunque el diputado manifestara que sólo venía a consultar la opinión del pueblo y a dialogar con el electorado rural…
—¡Viva el diputado de los campesinos! —gritó el alcalde, que se bamboleaba en su asiento. Tenía el rostro abotargado y rojo como un tomate.
Don Ramírez lo fulminó con una mirada. Luego, con el ademán de quien arroja a un perro, notificó a Siervo que debía marcharse de allí. Este se fue pensando que don Ramírez no tenía humor para fiestas, y bajó por la calle del Turco hacia la plaza en busca de Tránsito que lo había acompañado en el camión de los manifestantes junto con otras mujeres de la vega que habían venido al mercad o de Soatá. La halló discutiendo con un comerciante de Cúcuta, que quería comprarle la d ocena de suelas de alpargate que tenía en su mochila.
—Mejor sería, mano Siervo, que nos fuéramos a la vega antes de que pase algo. Por ahí he oído runrunes a las «marchantas» de grano que olisquean las furruscas en el aire. Fíjese que no han dado las once, y ya están recogiendo las pesas y los costales.
—¿Cómo se le ocurre? ¿No ve que don Ramírez nos ordenó desde hace ocho días que nos presentáramos hoy todos en la plaza? ¿No oyó decir que a quien desobedeciera la orden, le pondría una multa el alcalde? ¿Acaso se imagina que todo eso es de balde, por mi bonita cara?
—En el rancho lo espero. Yo no quiero políticas…
—¿A que me resultó goda la india?
—¡Ave María, mano Siervo! Recuerde que Sacramentico se quedó sólo con el perro, y repare en cómo tengo la barriga, que ya estoy que reviento. No se me haría raro que en estos días tuvieramos que deshornar, mano Siervo.
—Entonces váyase prontico, y no se le olvide darle de comer al niño…
—¡Quien lo dice! Si fuera por él, ya todos, hasta el perro, nos hubiéramos muerto de hambre en el rancho.
Siervo la dejó y pasó ante la ventana de la casa cural con la intención de atisbar lo que sucedía en la sala del canónigo. Al través de los vidrios, opacos por el polvo, divisó a don Próspero, y al doctor José Miguel, y a don Eurípides el del hotel de arriba, y al señor canónigo, y al coadjutor. Con otros jefes conservadores que tenían, como sus enemigos liberales, el tinte del rostro muy bilioso, el pelo recio y retinto, y en el labio superior cuatro pelos a guisa de bigote.
Un grupo de campesinos de pañuelo azul al cuello, le cerró el paso. Alguno lo miró con cara de pocos amigos y escupió en el suelo.
—¡Este lugar no es para los cachiporros! —dijo.
Siervo retrocedió, masculló algo entre dientes y trotó hacía la tienda de la comadre María para informar a los vecinos de la vega de que por ahí andaban los molineros echando «guamas». Don Roso, el mayordomo, se encontraba entre un denso grupo de habitantes de la vega y de arrendatarios de la hacienda. Cuando vio a Siervo le dijo:
—Acérquese, mano Siervo, que hay para todos. Mi comadre María nos está cocinando unas papitas para el almuerzo. Todo esto toditico, será por cuenta de los patrones. Tengo orden de don Ramírez de pagar la cuenta. ¿Ya conoció al diputado, mano Siervo?
—Parece muy mocito. Lo atisbé hace un momento, cuando se hallaba tomando en la tienda de misiá Chava con don Ramírez y los otros jefes.
—¿Y oyó lo que él decía, mano Siervo?
—Yo no tengo cabeza para esas cosas, pero hablaba de corrido y con mucha palabra bonita. Parece que la orden de los jefes es «palo a los godos».
—Andan diciendo por ahí que el gobierno liberal va a repartir las tierras de los patrones… —dijo Roso, que tenía los ojillos brillantes y se apoyaba en el mostrador para no perder el equilibrio.
Un olor agrio y repelente se desprendía del suelo de tierra apisonada. El cielo raso de la tienda estaba oscurecido por los vapores del guarapo, salpicado de punticos negros que habían depositado allí muchas generaciones de moscas. La comadre María, muy gorda y colorada, reía a carcajadas cuando la abrazaba don Roso, que tenía un débil por ella. Siervo visitaba con frecuencia la fuente del guarapo, y sentía que se le enturbiaban los ojos y se le trababa la lengua. Como estaba en ayunas tenía muy floja la cabeza.
—¿De manera que el doctor dijo que van a repartir las tierras? —preguntó.
—Eso dicen que dijo… Que las va a repartir la asamblea a los que trabajen, a nosotros los pobres… —respondió el mayordomo—. ¡Para eso somos liberales!
—¿Y las de la vega también?
—¡Toditicas! Desde las montañas de Onzaga hasta el río Chicamocha.
—¿Y también ese parchecito al pie de la peña, don Roso, donde vive cierta persona que usted conoce?
—¡Eso sí que sería bueno! —exclamó un hombrecito harapiento, descalzo, tan pobre como Siervo—. Yo vivo suspirando por una cuarta de tierra desde que me echaron al mundo.
—Y don Ramírez, ¿que dice? —pregunto Siervo.
Don Roso se abrió paso extendiendo las manos para apartar la gente, atravesó la apretada barrera de campesinos que obstruía la entrada y salió a la calle. Miró a lado y lado, se encasquetó el jipa hasta las cejas, se atusó el bigotazo negro que le partía en dos el rostro muy atezado, y en seguida volvió con el dedo puesto en los labios. Todos los parroquianos de la comadre María lo rodearon y por poco lo asfixian. Roso dijo rápidamente, con voz apagada, como si estuviera ante el confesionario:
—Don Puno me llamó al café esta mañanita, después de que don Ramírez me presentó al diputado. Me estuvo metiendo los dedos en la boca para que yo le contara lo que decían los jefes. Cuando le relaté lo de las tierras, me dijo: «¡Esas son mentiras! A don Ramírez, al alcalde, al personero y a los concejales, sólo les interesa manejar la platica del pueblo, y seguir mandando y haciendo contratos con el municipio. Ese mequetrefe del candidato no es de la provincia, ni es campesino como ustedes, ni ha sembrado una mata de maíz en toda su vida, ni ha hecho otra cosa que escribir en máquina en una secretaría de juzgado, en Tunja. Su única gracia es ser pariente de don Ramírez. ¿De lo contrario crees tú mano Roso —que asina me dijo—, crees tú que don Ramírez traería a todos los indios de la hacienda a votar por un comunista que repartiera las tierras?».
—No le falta razón —dijo la comadre.
—Lo que pasa es que don Puno querría ser el diputado, pero don Ramírez no le facilita los votos.
—¿Cree mi compadre Roso —preguntó la comadre apagando un ojo y sonriendo con media boca —que si don Puno llegara a ser el diputado repartiría las tierras de los patrones? ¡Ni bobo que fuera! Se repartiría la plata del municipio con los concejales, como hacen todos, y santas pascuas. El está penando porque no le dejan meter cuchara en la olla. ¡Eso es lo que pasa! Sobre todo, a mí nada me va ni me viene con sus políticas, mientras no me quiten la venta del guarapo.
—Lo piensan quitar, comadrita. Dicen que el guarapo embrutece a los pobres…
—¡Pues yo conozco a muchos que se alimentan de cerveza y no son menos brutos! —exclamó la comadre dando un respingo, y paseó por la concurrencia una mirada retadora.
Un rato más tarde se asomó a la tienda la Tránsito, para rogarle a Siervo que se fueran antes de que se hiciera tarde.
—¡Déjelo, mana Tránsito! —exclamó Roso con la voz destemplada y a medias palabras—. ¡O somos liberales o no lo somos!
—Misiá María sabe que el Siervo, cuando bebe, no recuerda ni de dónde es vecino. Yo he sufrido mucho en esta vida, y estoy temiendo que cualquier día me maten al Siervo como mataron al Ceferino…
—¡Eso sí que es verdad! Lo mejor es que se vaya, Tránsito. Aquí Siervo está entre amigos y yo se lo cuido.
Con una sonrisa dulce y complaciente, Siervo escuchaba sin decir palabra. Tenía los ojos húmedos, las sienes mojadas, los labios chorreando babas por las comisuras.
—¡No se le olvide darle de comer a Sacramentico y al perro! —balbuceó, pero la Tránsito ya iba lejos.
De pronto se escucharon gritos y vivas, y frente a la puerta de la guarapería pasaron los jefes liberales del pueblo en compañía del candidato, seguidos de un a multitud que llenaba la calle. Muchos en arbolaban banderas rojas, y otros llevaban cartelones con leyendas redactadas por el personero. Los camiones de Soatá recibieron la manifestación en la plaza con un redoble de pitazos que retumbaban como blasfemias en la casa cural. El señor canónigo se asomó a una ventana, hizo un gesto de desagrado y la cerró ostentosamente. Lo mismo sucedió con todas las de la casas conservadoras del pueblo. Las de los liberales se abrieron en cambio de par en par, y lucían colgaduras de papel rojo. No tardaron en llenarse de curiosos. Al mismo balcón se asomaban las muchachas casaderas, vestidas de raso colorado y con claveles en el pelo, las viejas que calzaban chinelas para no enfriarse los pies; los viejos veteranos de las guerras civiles que no se quitaban el jipa o el sombrero de fieltro de la cabeza, aunque ya no salieran a la calle; y finalmente el bobo, que tenía a su cargo los mandados y el acarreo del agua de la pila.
Casi media plaza estaba llena de gente. En los balcones del hotel, donde los caciques liberales del pueblo ofrecerían esa noche un baile al candidato, estaban colocando una pieza de género blanco, de varios metros de larga, con un gran letrero pintado con bermellón, que así rezaba: «Soatá liberal saluda a su diputado a la asamblea».
Una salva de aplausos y voladores estalló en el aire, reventando los tímpanos de los viejos y alborotando a los perros, cuando apareció el diputado en el balcón del cabildo municipal acompañado por el alcalde, el presiden te del Concejo, el juez del distrito, el notario y don Ramírez, quien sonreía a todo el mundo con aire satisfecho.
La tienda de la comadre Chava había cerrado sus puertas y adentro se oían voces y ajetreos, pues el diputado asistiría a un piquete ofrecido por el alcalde y los notables del partido, cuando pasara la manifestación política. En el café de don Puno los liberales disidentes planeaban a puerta cerrad a la red acción de un telegrama cargado de veneno, que enviarían a un periódico de Tunja muy enemigo del gobernador. En la guarapería de la comadre María sólo quedaban dos borrachos que se abrazaban llorando; tirados por tierra. Todos los parroquianos, menos ellos, se habían ido a la plaza a vitorear al diputado según la orden de don Ramírez. Uno de los borrachos era Roso en persona, aunque y a no se encontraba en estado de que así se le considerara, pues sólo podía arrastrarse en cuatro patas. El otro era Siervo, a quien se le estaba yendo la cabeza.
—¿Sí sabe, mano Roso, que yo estoy a punto de comprar la vega?
La comadre los dejó allí, cuidando de la tienda, y se fue a una esquina de la plaza para ver la manifestación y tener qué contar al otro día a unas vecinas «godas» que solía encontrar en la misa de nueve. Ellas se harían las sordas. Dirían que no sabían nada porque andaban por su finca del Puente Pinzón, sobre el río Chicamocha, aunque se la hubieran pasado espiando detrás de una rendija de la puerta lo que sucedía en la plaza. Razón de más para que la comadre María, con un placer sádico, les describiera minuciosamente la manifestación liberal, y el baile en el hotel de las Camachos, y el discurso del diputado. Las vecinas se remitirían al juicio deprimente de Su Señoría el canónigo, quien desde el púlpito fulminaría a los liberales del pueblo por ateos, masones, librepensadores, protestantes, volterianes y otros pecados que a juicio de las vecinas merecían cien veces la condenación eterna. La comadre María les respondería bramando de cólera:
—¿Y eso quién les contó que los conservadores recibieron el cielo por inventario?
Roso y Siervo, a mil codos sobre la burda realidad de la plaza, dormían y roncaban a pierna suelta, abrazados, tirados por el suelo, sin mover un dedo cuando las moscas, ebrias de guarapo, se les paseaban por la cara. El sol del mediodía caía a plomo sobre la calle. Un abejón enloquecido por el calor y atraído por el olor del barril de la comadre María, entró a la tienda, giró zumbando por los rincones y luego volvió a salir cegado por la luz.

 

CAPÍTULO VI

El año de 1946 las elecciones habrían de ser muy reñidas, según los técnicos, porque los conservadores levantaron la abstención electoral, y la consigna de ambos partidos era la de conquistar las urnas como fuera, por las buenas o por las malas, pues se trataba ni más ni menos que de elegir un nuevo presidente de la república. Los liberales tenían en sus manos el poder, pero estaban divididos en dos bandos irreconciliables, por lo cual los de la oposición oficial, que eran conservadores, veían el cielo abierto y propicio para alzarse con el santo y con la limosna que habían perdido en 1930. Agentes electorales, candidatos del partido conservador y de los dos bandos liberales, directores políticos, recorrían el país dictando discursos y conferencias que terminaban en formidables batallas campales en las plazas de los pueblos. Los periódicos se enseñaban los dientes todas las mañanas, y había que cogerlos con pinzas no sólo porque hedían, sino porque abrasaban. Los corresponsales de Soatá, a quienes a veces se avenían a publicar dos dedos de prosa los diarios de la capital, se habían quitado el saludo porque se habían llamado mutuamente ladrones y asesinos en letras de molde.
De esto Siervo no se enteraba. Dormido en la tienda de la comadre, abrazado a Roso que de vez en cuando abría un ojo y pronunciaba palabras ininteligibles, no se movió cuando sonaron los estampidos de u nos disparos en la plaza. Tampoco se dio cuenta de la llegad a de la comadre María, quien sacudió a Roso por los hombros y le derramó un balde de agua en la cara para que despertase.
—¡Compadre Roso, compadrito! ¡Levántese que se armó la trifulca en la plaza, porque los godos de la cuadrilla de los molineros entraron por la esquina de la casa cural echando machete, y los policías los están conteniendo a tiros. ¿No me oye? ¡Los molineros!
No tuvo tiempo la comadre de cerrar la puerta y apuntarla con un pesado tronco de madera, porque un alud de gente se precipitó al interior dando gritos. Los molineros, con pañuelos azules atados al cuello, venían a refugiarse a la tienda, perseguidos por un grupo de cachiporras de la vega que llevaban pañuelos amarillos o rojos en el lugar donde los otros los llevaban azules. Todos eran cortados por una misma tijera: tenían los mismos jipas mugrientos a la cabeza, las mismas ruanas piojosas sobre los hombros, los mismos calzones bordados de remiendos, pero entre ellos se olían, se distinguían y se atacaban como gozques de vecindario. La comadre, acurrucada detrás del mostrador para guarecerse, no paraba de dar voces alentando a los unos y denostando a los otros. Brillaban los largos machetes, y por debajo de las ruanas asomaba la len gua viperina de los puñales.
—¡Que mueran los molineros! —gritaban los rojos, y los azules respondían babeando de cólera:
—¡Abajo los cachiporros!
Algunos caían de espaldas en mitad de la calle, con el ruido apagado de los costales llenos de grano cuando se les apila en los graneros. Otros se iban de bruces, con el rostro chorreando sangre.
—¡Santa Bárbara bendita! ¡Que llamen a la policía! —gritaba la comadre María parapetada detrás del barril del guarapo.
En medio de la reyerta se oyó de pronto un gemido largo y agudo, que vibró dolorosamente en el aire. Los contendores, que pasaban de veinte, callaron y se quedaron quietos como si les hubiera acometido un ataque súbito de parálisis. Jadeaban y les chorreaba el sudor por las mejillas, sin que ninguno tuviera la ropa buena porque a to dos les colgaba en pedazos.
—¡Me mataron, Virgen Santísima! —musitó un hombrecito que se revolcaba en el suelo sobre un charco de sangre.
En un santiamén quedó la tienda vacía, pues todos huyeron calle arriba o calle abajo cuando llegó una pareja de guardias del municipio, seguida por el alcalde. Ellos tenían montados los fusiles y él empuñaba un revólver.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con el rostro lívido.
La comadre asomó las narices por detrás del mostrador, y exclamó entre sollozos que desfiguraban sus palabras.
—¡Yo no he visto nada, yo no sé nada, yo no he hecho nada, señor alcalde! Aquí todo el mundo me conoce desde chiquita y sabe que soy una mujer honrada y liberal que jamás he permitido escándalos en mi casa, ¡Ave María Purísima!
El herido vomitó una bocanada de sangre y quedó tieso en mitad de la tienda.
—¡Lo mató Siervo! —dijo uno de los guardias.
Todavía en tierra, Siervo empuñaba un puñal ensangrentado. Sus ojos estaban turbios de sueño y sus labios grises y delgaditos se abrían en una sonrisa ingenua. Con voz quebrada dijo al alcalde:
—Me hallaba dormido, abrazado a don Roso, el mayordomo, cuando alguien se me echó encima. Creía que me iban a matar, porque me percaté de que la tienda estaba llena de esa mala ralea de los molineros, a los que a mi Dios confunda por malvados y conservadores. Y antes de que me mataran a yo, saqué el cuchillito y se lo clavé en el estómago. Por lo demás, yo no tengo la culpa, sumercé. A mí me habían prevenido los jefes que estuviera alerta porque los godos nos querían jugar una mala pasada…
—¡Cállate, animal! —gritó el alcalde al ver entrar a Su Señoría el canónigo, seguido de varios jefes conservadores del pueblo.
Ya despierto del todo, y con los ojos muy abiertos, examinó Siervo el rostro del muerto que tenía a dos dedos del suyo.
—¡Si yo hubiera sabido! Era mano Atanasio, el de la Chorrera, que aunque godo no era de los peores. ¡Mi Dios lo haya perdonado y lo tenga en su gloria!

CAPÍTULO VII

Un ambiente trágico planeaba aquella noche sobre el pueblo, que estaba a oscuras porque al encargado de la planta municipal se le había olvidado ponerla en marcha. Las campanas de la iglesia redoblaban por el muerto desde las dos de la tarde, y las ventanas y puertas de todas las casas permanecían cerradas por orden del alcalde militar recién posesionado. Este llegó en un camión del ejército, al mando de cuarenta hombres de tropa que patrullaban las calles. Un fuerte grupo vigilaba el hospital, donde velaban al muerto y curaban a siete heridos que quedaron tendidos en medio de la calle cuando terminó la refriega. Esta empezó porque alguien hizo un disparo al aire en momentos en que el candidato decía desde el balcón: «Los turbios y solapados movimientos de la reacción cavernaria y feroz, dispuesta a sumir el país en la más espantosa barbarie…»
Otro grupo de tropa rodeaba la cárcel municipal para evitar que mataran a Siervo. A las puertas vigilaba el Cojo, sentado en un taburete de cuero. Se atusaba un bigote feroz que le daba un aire inquietante de perdonavidas.
El gobernador del departamento había despachado la tropa y destituido el alcalde civil, obedeciendo las órdenes de un presidente justiciero y honrado que presidía por aquella época los destinos de la república. Lo malo fue que todo el rigor de la justicia, que requería una víctima expiatoria para calmar los reclamos y las invectivas de los conservadores, se descargó sobre Siervo. El directorio conservador del municipio pidió por telegrama que castigaran ejemplarmente a criminal tan alevoso; el directorio departamental lo presentó ante el gobernador como el cabecilla de una cuadrilla de bandidos; el directorio nacional, en documento altisonante dirigido al presidente de la república, exhibía al pobre Siervo como un jefe liberal que encarnaba toda la ferocidad de ese bando político. El candidato a diputado fue a la telegrafía en persona y dirigió un despacho al gobernador en el cual protestaba por disturbios a los que era completamente ajeno, como les constaba al alcalde depuesto, al notario, al personero, al presidente del cabildo y a don Ramírez. Al canónigo, al doctor José Miguel, a don Próspero, y a don Eurípides el del hotel de arriba, no los mentaba.
—¿Por qué mataste al Atanasio?, —preguntó el investigador a Siervo, cuando se inició el interrogatorio judicial en presencia de los directorios políticos.
—¡Yo no sé, sumercé! Me asusté cuando alguien me cayó encima y me despertó, y entonces saqué el cuchillito y lo clavé donde pude. Si pinchó en cristiano fue mala suerte.
¿Quién te mandó matar al Atanasio? Te vieron hablando media hora antes en la tienda de la comadre Chava, con don Ramírez y los jefes liberales del pueblo.
—¡Ave María! Si ellos apenas me miran como a un perro cuando me ven por la calle…
—Pero hoy sí te hablaron, ¿no es cierto?
—¡Protesto! —gritó el candidato—. El señor investigador está tratando de tender una celad a al acusado para comprometer a terceros.
Siervo no entendía nada, no recordaba nada con claridad, y cuando trataba de explicar lo que había sucedido se enredaba en sus propias palabras y se contradecía. Se rascaba la cabeza, carraspeaba, tosía y volvía a empezar.
Al otro día lo sacaron a la madrugada dos guardias, y en un camión del ejército se lo llevaron al pueblo de Santa Rosa de Viterbo, donde se encuentra el Tribunal Superior de la provincia y se juzga a los reos mas peligrosos de todo el departamento.
—¡Eres una víctima de la causa! —le susurró el candidato a hurtadillas del investigador— y yo me encargaré de tu defensa. El caso es muy claro y yo te defenderé de balde por lo que eres liberal. Pierde cuidado.
Don Ramírez no quiso verlo por temor a comprometerse con el investigador, pero le mandó de regalo dos pesos con la comadre María, quien le llevó un plato de sopa casi a la madrugada y cuando lo iban a meter en ayunas al camión del ejército.
—¿No se lo dijo la Tránsito, mano Siervo?
—Lo peor de todo, misiá María, es que esa india siempre tiene razón. Por vida suyita dígale, cuando la vea, que no se le olvide pedir en la hacienda la semilla de maíz, y que repare bien en que sea buena y no esté pasada. Dígale también que le dé de comer al Sacramentico y al perro mientras vuelvo…
Por el camino le dijeron los guardias.
—¡Siquiera mataste al Atanasio! Nosotros lo conocíamos. Era un godo muy peligroso. El fue quien encabezó a los molineros para que armaran la furrusca en la plaza… Pero como ahora le dio al gobierno por hacer justicia y «tirarse» a los liberales…
—¿Luego no dicen que el gobierno es de los liberales? —Preguntó Siervo.
—No hay quien entienda a los jefes. Primero lo mandan a uno que grite y alborote y mantenga a raya a los godos, y después, cuando se arma la grande, ellos se lavan las manos y nos vuelven la espalda.
—Y si te vi no te conozco —observó el otro guardia.
—¡Yo no sabía nada! —dijo Siervo con mansedumbre—. Me trajeron con los otros veganos en el camión de la hacienda. Don Roso me dijo que podía beber lo que quisiera en la tienda de misiá María, porque todo corría por cuenta de los jefes. Tomé con él hasta que nos supo a cacho el guarapo, que fue cuando caímos en el suelo y nos quedamos dormidos. Cuando recobré el sentido, un doctor a quien no había visto nunca en el pueblo me hacía preguntas que yo no comprendía. ¡Ah, perra vida! Se le pasa a uno sin darse cuenta y sin entender lo que le pasa.
—¿Por qué mataste al Atanasio?
—¡Ay! Virgen Santísima. ¿No he dicho cien veces que yo no sé, porque lo maté con los ojos cerrados, sin saber quién era, cuando me hallaba dormido en la tienda de misiá María?
—No te hagas el bobo.
El camión trepaba lentamente la cuesta de Guantiva. Los espesos robledales de las orillas del camino, que se agarran a la pendiente, chorreaban agua, pues toda la noche había llovido en el páramo. Del punto que llaman Árbol Solo para arriba, una nube fría y pegajosa empapaba y atería el alma y las manos de Siervo Joya. Cantaban las mirlas entre las frondas, y de la montaña bajaban a brincos, alborotando, cascadas de una agua transparente. Por la carretera pasaban recuas de burras cargadas de leña, y carretas tiradas por su yunta de bueyes colorados, y campesinos que llevaban a la espalda una jaula de huevos. Al llegar a una casita de teja que se levanta al borde de un riachuelo tan limpio que se le pueden contar las piedrecitas del fondo, se detuvo el camión y se bajaron los guardias.
—Vamos a desayunar algo —dijeron.
—Puedes bajarte, Siervo. Te vamos a desamarrar las manos, pero te prevenimos que si tratas de huir te meteremos dos plomos en las costillas, porque el alcalde nos ordenó que te entregáramos vivo o muerto en Santa Rosa de Viterbo.
Siervo pagó el desayuno de todos incluidos el del chofer que era soldado y el de su ayudante, con los dos pesos que le había mandado don Ramírez. El viejo de la casa, que les sirvió una taza de agua de panela, se les quedó mirando por debajo del jipa.
—¿Como que hubo vaina en Soatá?
—La hubo…
—¿Y quién fue el que mató al Atanasio?
—Este servidor —dijo humildemente Siervo.
—Dios lo favorezca en la cárcel, hermano. En Santa Rosa yo estuve una vez, y no me fue tan mal porque aprendí a torcer lazos y a tejer costales.
—¿No se aburre mucho en este páramo? le pregunto uno de los guardias.
—No tengo tiempo. En cuidar las ovejas, para que no se pierdan ni se ahoguen en los pantanos de la orilla del río, se me va la vida. Y cuenten los señores: fuera del percance, ¿cómo estuvieron las fiestas?
—¡Bonitas! —exclamó uno de los guardias. Lo malo es que otra vez se están despertando los godos…
—¡Mala cosa!
El hombrecito del rancho contó que desde hacia varias noche venía observando malos signos en el monte cuando salía a echarle un vistazo al corral de la ovejas para espantar los zorros. Había visto un anillo de nubes en mitad del cielo, que amagaba tragarse la luna. Una mujercita que vivía en la otra boca del páramo, le confesó que eso quería decir que la vuelta de los godos no estaba lejos…
—¡No crea en agüeros! —exclamó el soldado, desdeñoso.
El hombre lo miró con extrañeza.
—Mi sargento no ha vivido en el páramo como yo, y no ha visto las cosas que se ven a la media noche cuando la luna está clara. Con el páramo no hay que hacer chistes.
—Lo cierto —dijo uno de los guardias— es que la política está fea.
Subieron otra vez al camión, le ataron las manos a Siervo y continuaron su camino. Se los tragó una bocanada de niebla que ocultaba las sierras dentadas y pedregosas que rodean los desolados valles del páramo, por donde los arroyos ruedan en silencio, tiritando. En los pueblos que atravesaron antes de llegar a San ta Rosa de Viterbo, así en Belén como en Cerinza, encontraron mucha alarma y tropa estacionada en la plaza.
—Doy parte a mi teniente de que llevamos un preso a Santa Rosa decía el chofer soldado a los oficiales que detenían el camión para examinar la carga.
—¿Este es el asesino de Soatá?
—Sí, mi teniente.
—Pueden seguir, y mucho cuidado con dejarlo fugar por el camino.
Acurrucado en un rincón, Siervo miraba con ojos espantados la muchedumbre de curiosos que rodeaba el camión. Unos lo observaban con ojos relucientes de cólera; otros, en cambio, con abulia e indiferencia Los mocosos del pueblo lo señalaban con el dedo y el bobo de Cerinza se rió enseñando las encías mondas y lirondas como el hocico de una cabra, y se pasó la diestra por el cuello indicando que a Siervo le cortarían la cabeza.
—¿Y eso qué le pasaría a don Roso? preguntó de pronto Siervo a uno de los guardias.
—Le metieron un puntazo en la barriga y lo llevaron al hospital.
—¡Ave María Purísima! ¿Y será asunto grave?
—¡Quién sabe! El hombre tiene los huesos duros…
—¡Pobrecito don Roso! La Virgen Santísima de Chiquinquirá lo favorezca. La Tránsito si me dijo que no me metiera en vainas.

 

CAPÍTULO VIII

Cuando a la mañana siguiente Floro Dueñas llevó la noticia al trapiche, a donde los jornaleros iban llegando confusos, apaleados y cariacontecidos, la Tránsito sintió que se le iba la sangre a la cabeza. Luego se sentó a la puerta del trapiche, sobre un rimero de bagazos.
—¿Qué le pasa a la ahijada? —le preguntó misiá Silvestra.
—Creo que aquellito no tardará en venir, madrina. Ya siento cómo se rebulle y a veces me dan unos retortijones que me quitan hasta el resuello.
Don Floro contó que a Siervo se lo habían llevado preso a Santa Rosa, a raíz del percance con el indio Atanasio de la Chorrera, a quien sin saber a qué horas, entre dormido y despierto, le metió el cuchillo entre las tripas.
—¡Santa Bárbara bendita!
—El pobre hombre no alcanzó a decir esta boca es mía. Dio media vuelta en el suelo, encogió las piernas, devolvió una bocanada de sangre y se quedó tieso.
—A yo se me puso que algo tenía que pasarle, y harto le advertí que no se metiera en políticas y se viniera conmigo. Ya me sentía muy cansada y no podía esperarlo Por el camino tuve que sentarme muchas veces, y me parecía que no alcanzaría a llegar a la peña.
—¡Qué caso, Virgen Santísima!
—Creo, madrina, que lo mejor es que me vaya. Si mi madrina quiere darse por allá una vuelta dentro de un rato, se lo agradecería mucho.
—Por allá le caigo. Le llevare una taza de agua de panela con aguardiente. Para darle fuerzas.
Tránsito se fue por el camino de la orillita del río. Paso entre paso, con la barriga por delante y el perro detrás, que la miraba con los ojos espantados como si comprendiera. Iba conversando con él. Como tenía costumbre. Cuando subía a la hacienda por el camino de la peña. Con el bulto de maíz a las costillas y Emperador a la retaguardia, no paraba de conversarle. Este no les hacía caso ni a Tránsito ni a Siervo, y los oía como quien oye llover. Si su nombre saltaba en medio de una andanada de palabras, paraba las orejas; y cuando mentaban a don Floro o a los patrones, sentía miedo y las agachaba.
Tránsito le decía que ya estaba harta de pasar trabajos en este mundo. Todos los hombres eran iguales, llamáranse Siervo o Ceferino. A todos podría llevárselos el diablo, sin que ella fuera tan boba de levantar un dedo para impedírselo. Matan o los matan, se emborrachan y se revuelcan como cerdos, y mientras dejan el jornal en la guarapería de la comadre María, en Soatá, o en la tienda de misiá Dolorcitas en Capitanejo, las mujeres nos quedamos cuidando el rancho y esperando que lleguen las familias. Luego vienen las muendas y los trabajos. Cualquier día los pudren en la cárcel de Santa Rosa, pero a ellos no les importa porque ahí está la Tránsito para que cuide los hijos, y arañe la tierra y cultive el maíz, y pague el arriendo a don Ramírez, y arree los bueyes del trapiche para ganar la mazamorra de don Floro. A mí me toca cocinar la comida de los peones, llevar las cabras a la peña. Lavar los trapos en el río, atisbar que Sacramento no se ruede por el barranco y cualquier día se ahogue… Y el otro, mientras tanto, acurrucado en el patio de la cárcel soba cabuya en la pantorrilla para hacer alpargatas…
Tendida en el camastro, Tránsito gimió tan largo y tan fuerte que a Emperador se le erizó el espinazo y salió corriendo con el rabo entre las piernas, en busca de misiá Silvestra. Esta venía por el camino en compañía de la boba, que llevaba en la mano una olleta con el agua de panela. Cuando entró en el rancho, descubrió tirada en el suelo a la pobre Tránsito, que mordía furiosamente el ruedo de su falda. Tenía las greñas empapadas en sudor. Y la ropa húmeda como si se hubiera caído al río. En un rincón del rancho, Sacramentico jugaba con el perro.
—¡Váyanse, mis hijos que estas cosas sólo son para mujeres! —les dijo Silvestra y los empujó hacia la puerta.
Afuera, como siempre, se quejaba el trapiche de don Floro, zumbaban los zancudos a la orilla del río, el perro perseguía a las cabras que la hija de misiá Silvestra llevaba a encerrar en el aprisco, y volteaba el sol en el cielo impasible de la vega.

 

CAPÍTULO IX

Santa Rosa es un pueblo muerto al que no pudo resucitar la inyección de aceite alcanforado que le puso hace cincuenta años un presidente oriundo de ese lugar, cuando ordenó allí el establecimiento del Tribunal Superior de la provincia. Es un pueblo disecad o, una carroña de pueblo, un pueblo mortecino sobre el cual picotean, vestidos de negro, como gallinazos, los magistrados superiores del distrito. Una plaza cuadrada con una graciosa iglesia colonial de torres enjalbegadas y rollizas; balcones corridos a todo lo largo de los testeros de la plaza; una plazuela con árboles frondosos y cubierta de hierba; unas calles largas y estrechas donde pacen tranquilamente los burros; tapias de solares y humildes caserones de una sola planta: nada mas que eso es Santa Rosa de Viterbo, cuyo prestigio en la provincia proviene de su Tribunal Superior y de su cárcel sucia y tenebrosa. La Tránsito no corría peligro de perderse en aquel poblachón de talabarteros, carboneros, burros de carga y magistrados del Tribunal Superior. Conocía todos sus vericuetos: las modestas pensiones donde «posan» las familias de los presos cuando vienen a visita; el billar donde juegan los fiscales con los defensores; la tienda de la plaza donde a las cuatro de la tarde, a la salida de sala plena, los magistrados se reúnen a comer cuchuco con espinazo, papas con pellejo, sobrebarriga de res, un suculento ají de huevo y aguacate, todo eso salpicaba con la mejor chicha de maíz que según es fama se bate en el departamento.
La Tránsito bajó de lo alto del camión, se despidió del chofer. Que era Evangelista Parra, se acurrucó en la acera de la casa del Tribunal a darle el pecho a Francelina, la recién nacida, y luego fue a entregar el papel que le dio aquella mañana don Ramírez para el magistrado Pomareda. El cual, gordo, achaparrado, de nariz amoratad a y repujada por la viruela, recubierta de polvos. Agradeció el saludo de su pariente don Ramírez y prometió interesarse en el caso del detenido Siervo Joya. Lo cierto era que el caso no se movía, y la investigación no progresaba, y el sumario se hallaba embarrancado en alguna de esas sombrías y polvorientas oficinas que se abren a la plaza.
—Se necesita que un abogado hábil e inteligente se encargue de la investigación —opinó el magistrado—. Me parece que convendría que fuera godo, en vez de liberal, porque los godos están tomando mucho incremento…
Tránsito siguió tras él, hasta el café donde el doctor Perilla jugaba al billar con el fiscal de la sala penal. Este abogado le extrajo a la Transito, como adelanto sobre la defensa de Joya, diez pesos que le había dado aquella mañana don Ramírez. El magistrado, muy orondo con sus narices moradas, sus piernas cortas y su barriga prominente. Blandió su bastón de puño de plata y a pasitos cortos se encaminó a la tienda donde los magistrados reunidos en sala plena se preparaban a devorar su piquete.
Después de una larga espera en la sala de recibo de la cárcel, que así se llamaba un zaguán enladrillado al cual se abría una puerta reforzada con tirantes de acero, la Transito se encontró de manos a boca con Siervo. Este miró con curiosidad el rostro pálido, la cabeza cubierta con la costra de leche y los ojos extraviados de Francelina.
—No es fea la india —fue su comentario—. Se parece a la mama.
—Será por los dientes, que ya casi no me quedan en la boca. Con Francelina se me cayeron otros dos.
La pobre envejecía cinco años por cada uno: se amarillaba, se arrugaba, se le chupaban las mejillas, se le secaba la piel del rostro y los senos le colgaban como limones en el fondo de una mochila.
—¿Y eso qué le paso, mano Siervo? ¿Quién le aconsejó mal? Me recuerda el caso del Ceferino…
—No me hable de ese bandido, por la Virgen Santísima. Fue una mala hora.
Pues ahí donde lo ve los dos están a un tirar, como enyuntados.
Siervo le confesó que no lo pasaban tan mal, aunque en el dormitorio de diez pasos por cinco que le había tocado en suerte, veinte reclusos dormían y respiraban el mismo aire cargado de miasmas y repelentes olores. Había condenados por asesinato, por hurto, por cuatrería, por simples riñas callejeras, por desavenencias conyugales, por vagancia, y algunos sin motivo o por razones de orden político que ya habían perdido vigencia. La primera noche le robaron el cinturón que le recordaba sus antiguos tiempos de soldado; pero ya en el pequeño patio donde toman los presos el sol, y en el oscuro taller donde aprenden a tejer costales, había conquistado varios amigos. Sufría con el frío de las madrugadas y con la sopa helada de las comidas; pero la vida era dulce y grata, sin variantes, ni sobresaltos, ni angustias, ni temores.
—¿Ya empezó a llover, mana Tránsito?
—Ahora sí está lloviendo bonito desde el páramo hasta la Vega: el maíz está graneando, el tabaco se ve crecer y la Peña Morada se volvió verde con la hierba.
Le contó que casi al tiempo con ella parió la cabra una nueva cría, sólo que tuvo que vender para comprarle a Siervo una camisa y unas panelas que le traía en la mochila.
La situación se está volviendo muy azarosa —decía ella—. Ñor Floro Dueñas no duerme y de noche se la pasa en vela, con la escopeta en la mano. Teme que cualquier día lo asesinen, cuando aprieten las elecciones. Misiá Silvestra no para de llorar. Don Ramírez está armando a la gente de la hacienda porque teme que cualquier noche los godos de Soatá hagan un asalto.
—¡Ave María Purísima!
Tránsito pasó a otro asunto muy grave. Sucedía que de un tiempo a esta parte se había presentado un fantasma, un alma bendita que a la media noche relumbraba en lo alto de la peña y se ponía a gemir, y no paraba de hacerlo hasta la madrugada.
A Siervo se le erizaron los cabellos, que por no habérselos cortado hacía mucho tiempo, le llegaban casi a los hombros, y los tenía llenos de piojos.
Muchos vecinos de la vega habían visto el fantasma, y los Valdeleones le encendían todas las noches una vela al pie de la peña. Don Ramírez bajó a ver con sus propios ojos lo que pasaba, y sólo encontró que la Valdeleona y el Valdeleón, con una linterna de mano, se alumbraban de noche para abrirle un boquete a la toma de don Floro y robarle el agua.
—¿Mana Tránsito ha visto al aparecido?
—He oído cuando Emperador comienza a ladrar como si hubiera muerto en las vecindades; y entra después al rancho con el pescuezo erizado y la cola entre las piernas. Misiá Silvestra piensa que el alma bendita no puede ser sino el Ceferino…
—¡Nuestra Señora de Chiquinquirá nos asista!
—¡Aguárdese un tantico …! Dice que el Ceferino o el Atanasio, a quien mano Siervo sacó de penas en esta vida, pero lo mandó a penar a la otra.
Un sudor frío humedeció las sienes y la garganta de Siervo.
—Mándele rezar una Salve, aunque tengamos que vender la cabra.
—No ha valido… Ya le he pagado tres en Soatá, y el difunto sigue en la peña como si tal cosa.
Vino un largo silencio, hasta el momento en que se presentó un guardia de la cárcel y anunció el fin de la visita. Un hombrecito de pelo revuelto que le salía casi de las cejas, con los ojos vagos como si los tuviera cubiertos por una nube, y los dientes desportillados y verdosos, asomó por detrás del guardia, le hizo una mueca a Siervo y desapareció rápidamente.
—¿Quién es ese hombrecito?
—Es aquel Cetina que cogieron el año pasado por andar sembrando hayo en las lomas de Bavatá, cerca a la peña. ¿No recuerda?
—Sí recuerdo.
—Se presenta un negocio bonito que podemos hacer los dos, los tres con el Inocencia Cetina, que será el encargado de hacerlo pasar en los calabozos. Se trata de sembrar unas maticas de hayo entre la sementera de maíz, para que no lo descubran.
—¿Y si encima de todo mano Siervo se me vuelve hayero?
Cuando se cerró la puerta de la cárcel, y ésta se tragó a Siervo, la Tránsito salió a la plaza que dormitaba al sol, blanca y polvorienta; se restregó los ojos con el revés de la mano que tenía libre y se sentó en el atrio de la iglesia a amamantar a Francelina. Sin darse cuenta de lo que le pasaba, comenzó a llorar como una Magdalena, pues se sentía tan sola, tan sola.

TERCERA PARTE

CAPÍTULO I
Las épocas en la región del Chicamocha se miden por ciertos acontecimientos que perduran en la memoria de los hombres, y algunos se deforman y se convierten en leyendas, y otros se borran para siempre cuando mueren los últimos depositarios que los conservan en el recuerdo. La religión, las costumbres, las tradiciones, se transmiten en forma oral y de manera muy caprichosa, por lo cual no es raro que grandes períodos de la historia de esa región se derrumben cu ando mueren los viejos. La muerte, como una erosión, produce esos cataclismos. El paso de la edad antigua a la contemporánea, sin transición de otra intermedia, fue señalado por la carretera que tardo muchos años en lamer con su lengua polvorienta los huesos de esas agrias montañas. De la época medioeval de las romerías pedestres a Chiquinquirá, con peregrinos que cargaban cruces de leño a la espalda y enfermos encaramados en un taburete y protegidos del sol con una sábana; del tiempo de las haciendas que excluían a los campesinos de toda propiedad personal, pues los amos ejercían un poder absoluto sobre arrendatarios y medianeros a quienes intimidaban con el cepo y el muñequera; de aquella vid a primitiva se saltó a una nueva que se caracterizaba por la aparición del chofer. Éste se convirtió en el supremo libertador y corruptor de los campesinos, para quienes la obra más admirable del ingenio humano es el motor de explosión y sobre tocio las explosiones que produce el motor cuando un camión trepa roncando por aquellas cuestas. Las fábricas de hilados y tejidos dieron un golpe de gracia a las pesadas telas urdidas en toscos telares de palo, con lana cruda de oveja hilad a en husos que las mujeres volteaban ágilmente entre los dedos cu ando trotaban por los caminos con su carga de leña al as costillas. Los sombreros importados de Italia derrotaron parcialmente los jipas y las corroscas de tapia pisada, tejidas con una paja dura y amarilla. La carretera trajo, con el periódico, el testimonio de otros países, otras costumbres y otras actividades más productivas que la siembra del maíz en las laderas y la papa en los páramos, donde suele helarse. Se estableció una saludable corriente de viajeros y mercancías. Los que pasaron al antiguo Reino en busca de mejor suerte, volvían a veces con los ojos deslumbrados por la visión de ciudades donde ya no existe la menor huella provinciana. Los que permanecieron en la tierra, sintieron el ansia de comprar un pedacito, una orillita, para clavar allí las cuatro estacas de su rancho. Con los inviernos se fueron borrando los antiguos caminos de herradura, que eran empedrados a trechos y formaban parte consustancial del paisaje. Seguían dócilmente las quebrad as y los relieves del terreno, vadeaban los torrentes, contorneaban los abismos y a la entrada de los pueblos se arropaban con alcaparras y sietecueros para que no los hiriera el sol. Para todo el mundo del Chicamocha, la carretera central del norte se convirtió en un gran río de la patria donde los buses y los camiones eran la flota que descendía o remontaba su corriente lisa y polvorienta…
Encerrado Siervo en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo, no podía darse cuenta de estas transformaciones que ocurrían rápidamente al otro lado de las tapias que le cerraban la vista. Tampoco se había percatado con mucha claridad de las que ocurrieron del año 30 en adelante, porque su vega era como otra cárcel entre las montanas. Tres fenómenos venían afectando la vida en la región del Chicamocha en los últimos veinte años: la parcelación de las haciendas, la explotación de una mina de plomo que afloraba en aquellas peñas y antes sólo servia para que los campesinos dieran brillo y color a sus ollas de barro; y finalmente el cambio político que ocurrió cuando de manos de los liberales populacheros y demócratas pasó el gobierno a los conservadores reaccionarios y clericales. Hubo un corto intermedio de unión nacional que los contertulios de la comadre Chava, en su tienda de la calle real de Soatá, decían que no fue ni chicha ni limonada.
La pobre Tránsito, que cada dos o tres meses hacía una rápida visita a Santa Rosa, le contaba a Siervo:
—Los hijos de don Rubiano, el regidor, están estudiando para choferes.
—¡Eso sí que es progreso!
—Llegaron a la hacienda muchos doctores que están levantando un gran molino para beneficiar el plomo de las minas con el que vidriábamos la loza. Trajeron máquinas y camiones…
—¿Y qué están sacando?
—Yo no sé. A los peones les pagan tres pesos diarios por maletear desde la mina hasta el molino. A los mineros les pagan cinco. Son unos negros que trajeron de Antioquia, gente peleadora y llena de mañas. Los domingos se emborrachan y les ganan el jornalito a los muchachos de la región, en juego de dados. Han abierto tiendas, y asistencias, y posadas, y guaraperías… ¡No se lo vaya a decir a nadie!… Han traído mujeres malas que nos están robando a los hombres.
—¿Y a mana Tránsito cuál le robaron, si el uno se le murió y al otro se lo metieron en la cárcel?
La Tránsito se iba avenando, se iba arrugando como una curuba del monte; había perdido varios dientes y tenía el pelo opaco, como de muerto.
—Muchísima gente —decía— está comprando tierra en la parcelación de la hacienda. Angelito Duarte compró una falda en Agua Blanca, y un plano sobre la carretera. Está sembrando tabaco por su cuenta, y en compañía de otros comuneros compró el trapiche del Amparo, donde ahora muele su caña.
—¿El Ángel Duarte? ¡No puede ser! Si era mucho más pobre que yo.
—¿Y si le contara que don Juan de la Cruz se compró el mejor pedazo del Palmar, con sus tres buenos días de agua?
—¡No me diga!
—Para no decirle nada de los Ramírez…
—¿Los hijos de misiá Silva, la que por obligación lavaba la ropa de los patrones?
—La misma con los mismos. El Salvador compró del lado del Tejar, con derecho al agua del aljibe de Severo. El Manuel tiene tres días de arada en el alto de los Colorados; y Marcos…
—¿El marido de la Soledad López?
—Ahí donde lo ve ya tiene Marcos un parchecito, arriba, sobre el camino que lleva al Palmar, cerca al tejar de la hacienda.
—¿Los Cetinas no viven por ese lado?
—No señor, que son los Reinas.
—Gente muy trabajosa…
—Eso es nada al lado de lo que le voy a contar de don Bauta López, que se llevó el pedazo de la Quinta, junto al cementerio.
—¿Con el ojo de agua?
—Con el ojo, y con las cañas, y con las mejoras…
—¡Virgen Santísima! ¿Y eso como han podido hacer, mana Transito?
—La Caja de Crédito les adelanta la mitad del dinero, a premio, con diez años de plazo. El resto lo pagan en cuotas que produce la mima tierra …
Siervo se rasco furiosamente la cabeza y escupió a lo lejos, por sobre la corrosca de Tránsito.
—Hace dos años decían que el gobierno iba a repartir la tierra entre los pobres.
—Quédese esperando, mano Siervo.
—¿Que dice don Ramírez? ¿Qué dice el abogado?
—Don Ramírez dice que espere, y el abogado que necesita otros cincuenta pesos para fabricar un memoralito, porque el del año pasado le salió mal y no sirvió para nada…
Dos años largos llevaba Siervo encerrado en la cárcel de Santa Rosa de Viterbo sin que aún lo hubieran llamad o a juicio, ni le hubieran tomado indagatoria, ni siquiera el abogado se le hubiera acercado por curiosidad a preguntarle por qué lo tenían preso. El había contado cien veces a sus compañeros de reclusión la historia del asesinato, que se le aparecía cada vez más confuso y lejano, como si lo hubiera ejecutado una persona distinta que nada tu viera que ver con él. A hora decía:
—Sucedió que antes ele las elecciones del año 46… ¿O sería en las fiestas de Nuestra Señora?, hirieron y mataron a un hombrecito de la cuadrilla de los molineros, por unas botas que me robó cuando yo venía del Reino de pagar el servicio… Y dicen que yo fui el que lo despachó para el otro lado.
Su amigo, el hayero, lo miraba con ojos turbios.
—Que día me contó otra cosa, mano Siervo… El hayo le está quitando no sólo el hambre sino la memoria.

CAPÍTULO II

Por aquellos tiempos llegó a Santa Rosa de Viterbo una comisión de representantes a la cámara, con el objeto de examinar la situación en que se encontraban las cárceles del país y estudiar la justicia penal que se administra en esos trapiches de buey es que muelen papel sellad o y se llaman los Tribunales Superiores. Por una boca les entran memoriales, autos, demandas, contrademandas, peticiones, y por otra, es decir, por la puerta de la cárcel, van saliendo bagazos de hombres que ya no tienen alientos ni alma para el trabajo. Llegó la comisión al pueblo y los magistrados que andan a pasitos menudos por la plaza, de la sala plena a la tienda de la comadre, como burros cargados de carbón de palo, los recibieron con fiestas y paseos. El cura habló de la comisión en el púlpito, y el alcalde dilapidó lo que restaba del presupuesto de la presente vigencia en d arles una cacería en una montaña cercana. El presiden te de la comisión, que era liberal, había ten ido un altercad o con el vicepresidente que era conservador, en presencia de los magistrados que por ser mitad conservad ores y mitad liberales, nunca resolvían nada, pues todas las votaciones empataban ya que eran los tiempos de la convivencia…
—La Cámara desea mejorar el sistema penintenciario del país, —sostenía el presidente—, y el partido liberal no tiene preocupación más urgente que la de aliviar la suerte de los presos.
El vice-presidente tenía la opinión de que…
—Lo interesante es revelarle al país los vicios y las componendas de una justicia que todavía está en manos de los liberales.
—Y es la misma para todos, sin consideración de partidos…
—Pero en el fondo no es sino un estúpido sistema de dilaciones y encubrimientos…
El diálogo comenzó en ese alto plano patriótico que exaltaron por igual los magistrados de uno y otro partid o, pues todos estaban pendientes de su reelección en la asamblea próxima a reunirse, y buscaban el apoyo de los representantes. No tardaron los ánimos en acalorarse, y rápidamente la comisión rodó por el plano inclinado de las alusiones personales, hasta llegar el momento en que los magistrados para aplacar los ánimos de la comisión parlamentaria, resolvieron duplicar la dosis de licor y dormir a los contrincantes.
El director de la cárcel, un burócrata empedernido que se había enriquecido sisando en la partida de alimentación de los presos, llevó una mañana a la comisión a visitar la cárcel. Desde la víspera los penados se dedicaron a barrer, limpiar, resanar y pintar el vetusto edificio, y a toda prisa se montó en un cobertizo que servía de despensa para almacenar los víveres, un inodoro que desde hacía años reposaba, embalado, en la oficina de la dirección. Se le montó en el suelo, sin que allí hubiera alcantarilla, ni pozo aséptico, ni cosa por el estilo que sirviera para recibir lo que en él pudiera despositarse. A los presos se les vistió con la mejor ropa que tenían, y aquella madrugada todos salieron en formación a lavarse la cara y los pies en la pila del pueblo.
Cuando se hallaba trabajando en el telar de la cárcel, Siervo reconoció el antiguo candidato a diputado, que a la sazón era representante al Congreso y presidente de la comisión de la cámara. En un arranque de entusiasmo y alegría se le acercó para estrecharle la mano.
—¡Dichosos los ojos que lo ven, sumercé!
—¡Está prohibido a los reclusos dirigir la palabra a los visitantes! —le gritó el director.
—¿Qué quieres? —le preguntó el presidente.
—Saludar a sumercé, y recordarle que hace casi tres años me prometió en la cárcel de Soatá que me sacaría libre muy pronto, cuando fuera diputado.
El aludido preguntó al director quién era aquel pobre diablo que se atrevía a interpelarlo.
—Soy Siervo, sumercé… Siervo Joya, el que se halló en aquellas fiestas de Soatá a las que nos llevó don Ramírez cuando sumercé trabajaba por la diputación. Y en aquella vez me pasó un percance, y fue que maté a un hombrecito de la cuadrilla de los molineros, que gracias a Dios y a la Virgen Santísima resultó godo…
El vice-presidente de la comisión paró la oreja y comenzó por su lado a interpelar a Siervo.
—¿Tres años dice este hombrecito que lleva en la cárcel?
—Tres completaré dentro de poco, sumercé, si mi Dios no dispone otra cosa.
—¿Ya te juzgaron?
—¡Eso qué! Papeles y más papeles, doctores y más doctores, diligencias y más diligencias, memoriales y más memoriales; pero yo sigo aquí, esperando. Ya no sé lo que hice, sumercé, ni atino a responder lo que debo contestar porque unos me dicen «¡cuéntalo todo!» y otros me aconsejan «¡no cuentes nada!», y unos me tiran de la lengua y otros me vuelven la espalda cuando quiero hablarles. Yo soy un pobre huérfano que no hecho sino sufrir y trabajar toda la vida, y aunque tenga alguna mancha sobre la conciencia, porque gracias a Dios todos somos pecadores, nadie puede achacar a Siervo una falta grave.
—¿Te parece poco lo que hiciste aquella vez en Soatá?
—¡Ave María Purísima, sumercé! Si yo no me dí cuenta de que maté sino cuando me despertaron, porque estaba borracho en la tienda de la comadre María, en compañía de don Roso el mayordomo, mientras en la plaza hablaba el doctor aquí presente.
—¡Bueno, ya es bastante! —exclamó el presidente de la comisión, sin poder contenerse.
—Quisiera ver el expediente —dijo el vice-presidente conservador.
De todo lo cual salió un debate en el Congreso, con motivo del doble informe que presentó la comisión de la Cámara; uno liberal, en el cual se hada un cálido elogio de las condiciones sanitarias de la cárcel de Santa Rosa y de la actividad de los magistrados a quienes convendría reelegir y mejorarles el sueldo, y otro conservador que decía precisamente lo contrario. En el primero se exaltaba el sistema de la paridad política en los tribunales de justicia, porque permite neutralizar las pasiones de los magistrados; y en el otro se condenaba por ineficaz, pues concedía a la política el papel de freno de las actividades judiciales y el empate era un pretexto para la ociosidad de los magistrados.
El debate se complicó de tal manera, por culpa de Siervo, cuyo nombre se escuchó por primera vez en el Congreso de la República, que éste decidió nombrar una nueva comisión, la cual, por ser mitad liberal y mitad conservadora, tampoco pudo resolver nada. El asunto se archivó, como decían con una sonrisa comprensiva los magistrados de Santa Rosa de Viterbo, o se le echó tierra, como decían los penados cuya suerte continuó tan dura como siempre. Los rincones de la cárcel se cubrieron de telarañas, las paredes se desconcharon otra vez, el patio se llenó de basuras y el inodoro volvió al despacho del director. A Siervo, éste, lo cogió entre ojos y por la menor infracción al reglamento lo sepultó varias veces en el calabozo, que era un sótano húmedo y sombrío, poblado de piojos, moscas y pulgas, que padecían un hambre atrasada de muchos años. Y el sol seguía volteando sobre el cielo azul de la cárcel, y todo seguía igual que antes.
Un día se presentó Tránsito al zaguán de las visitas con el Sacramentico vuelto un hombre, Francelina de la mano y una criatura en los brazos, más negra que los otras dos que tiraban al amarillo o al verde. Por la Nochebuena Tránsito había dado a luz una nueva simiente del tronco de los Siervos y de los Joyas. Las malas lenguas decían que el pequeñito, que estaba sin bautizar porque la Tránsito no había reunido los dos pesos que por ese servicio cobraba el señor cura de Soatá, no era fruto de bendición sino de pecado. Tránsito porfiaba que era la consecuencia de una orden que le dieron a Siervo cuando los magistrados de Santa Rosa, alarmados por el debate en el Congreso, dispusieron que éste se trasladara a Soatá para la reconstrucción del crimen.
—Han cambiado mucho las cosas allá abajo, mano Siervo, comenzando porque y a no están encima los liberales, como antes, ni los liberales y los conservadores, como más tarde, sino los godos… los meros godos…
—¿Y eso cómo sería?
—Yo no sabría explicarle. Lo cierto es que ahora el alcalde de antes, que era amigo de don Ramírez, huyó corriendo y el que mandaron de Tunja no para de tirarle a los liberales. Ya no podemos ir al mercadito de Soatá los sábados, pues nos reciben a piedra. En la Semana Santa mataron a dos peones de don Ramírez, por darle un viva al partido liberal en la mitad de la plaza, y a las hijas de don Rubiano las descalabraron. Don Ramírez no se atreve a salir de la casa sino con guardaespaldas, y armado hasta los dientes, porque los jefes que ahora mandan en Soatá lo andan persiguiendo y lo quieren meter en la cárcel.
—¡Santa Bárbara bendita! ¿Y qué es de la vida de don Roso, mana Tránsito?
—Se escondió en las montañas de Onzaga porque todos los días hay rondas de la nueva policía chulavita y él tiene un pleito de aguas con el hermano del alcalde. A Don Floro lo metieron a la cárcel porque le encontraron una escopeta.
—Algo debe pasar, mana Tránsito, cuando cambiaron de director, y el nuevo, que es godo, me llamó a su oficina y me dijo: Mira, Siervo, que te puede ir muy bien si confiesas quién fue el que te mandó matar al Atanasio… Yo fui, sumercé: eso le dije. No fuiste vos, no seas bruto, sino don Ramírez y el representante, quienes te ofrecieron unos centavos para que lo mataras. Cierto que don Ramírez me mando diez pesos con la Tránsito, hace ya tanto tiempo que ni me acuerdo; y verdad también que el representante, cuando me cogieron preso, me ofreció que a las pocas vueltas me sacaría libre de la cárcel. ¿Conque eso te dijo? ¿Y don Ramírez te mandó diez pesos? ¿Quieres firmar esa declaración delante de testigos? Si se me olvidó firmar, sumerce, le dije. ¡Hace tantos años que no practico! Pero me hicieron firmar un papel, llevándome la mano…
—¡Y yo que venía a pedirle el favor en nombre de don Ramírez, de que por mucho que lo hostilicen y lo emborrachen con preguntas no diga esta boca es mía! Mire, mano Siervo, que por la boca se pierden los hombres…
Siervo no entendía lo que estaba pasando. Los primeros meses de cárcel fueron un descanso y un oasis en medio del desierto de su vida, entretejida de dolores y de trabajos. Los días eran grises e iguales. A las cinco de la mañana lo despertaban los guardias, a las cinco y media desayunaba en el patio cuando hacía bueno o al arrimo de los corredores cuando llovía, una escudilla de agua de panela con un pan duro como un guijarro. La señora de uno de los magistrados tenía el contrato de la panadería, y vendía el pan y a los presos no les dejaba sino las sobras. Luego pasaba Siervo a los talleres donde por lo general los reclusos ejecutaban por unos centavos las tareas que les encomendaba el director, quien luego vendía el producto en el mercado de Duitama por tantos pesos como les había pagado en centavos. El almuerzo era mazamorra, y los domingos se la aderezaba con un hueso de res; y la comida era mazamorra sin hueso ni nada. Los detenidos y las reclusas de la cárcel de mujeres se veían al través de una tapia que dividía las dos cárceles, y muchos de ellos solían saltarla cuando el ayuno de carne les alborotaba mucho la sangre. Los guardias se hacían de la vista gorda, pues casi todos habían sido penados a quienes les acomodó la vida en Santa Rosa y resolvieron quedarse en la cárcel en vez de pasar trabajos y exponerse a venganzas en la calle. A veces se fugaba algún detenido de los recién llegados, con la ayuda de algún guardia de los que acompañaban a los sindicados al Tribunal; y había entonces un gran revuelo en el patio del penal de Santa Rosa. Durante muchos días se comentaba el caso, y los más aburridos hacían planes para fugarse, pero nunca ponían por obra sus proyectos. La disciplina apretaba sus tuercas en esas ocasiones, el director cambiaba los guardias y todo volvía a lo mismo…

CAPÍTULO III

Un día corrió la voz entre los presos de que en la capital de la república habían asesinado a un caudillo muy popular, por lo cual estalló un motín que u nos llamaban revolución liberal y otros asonad a comunista. Muchos de los guardianes, que eran liberales, regaron el cuento entre los presos, y éstos se amotinaron en el patio de la cárcel. Ahora sí, dijo alguno, el mundo va a cambiar de dueño.
—¿Cómo es eso? —preguntó Siervo al viejo torvo que pronunció lentamente esta profecía, en tanto que afilada una lezna en los ladrillos del patio.
—Digo que los de arriba van a quedar abajo y los de abajo nos vamos a encaramar encima.
—Dios lo oiga. Pero yo estoy canso de oír mentar eso desde cuando estaba chiquito. Por volverlo a oír, cuando me hallaba en la tienda de la comadre María, allá en Soatá, estoy hoy en estos extremos.
Llegó uno de los guardias que venía de escuchar las noticias en la oficina del director, donde funcionaba un receptor de radio. Tenía la chaqueta abierta y la camisa desabotonada.
—¡Ahora sí la cosa se está poniendo bonita! Dicen por radio que todo el pueblo de la capital se está armando en las ferreterías y que la muchedumbre se dirige a Palacio.
—Y nosotros, ¿qué hacemos aquí sentados? —preguntó el de la lezna.
—¡Eso pregunto yo! —dijo un penado que purgaba desde hacía diez años el asalto en cuadrilla que había encabezado contra una finca de la provincia de Gutiérrez. Era bizco, y una cicatriz blancuzca le cruzaba el rostro de parte a parte.
—El jefe Gaitán, ¡alma bendita!, decía que así manden los unos como los otros, los godos o los liberales, para los pobres todo es lo mismo. ¿Y nosotros qué somos, mano Siervo, sino pobres?
—Yo soy liberal porque así me criaron, y esa es la verdad; y como me llamo Siervo que moriré en mi ley.
—Pues yo siempre he sido godo y de los buenos, de los chulavitas que no nos paramos en tonterías, como man o Siervo lo sabe. Pero estoy harto de política. Cuando me metieron la segunda vez en la cárcel por haber cumplid o con una recomiendita de los jefes, a quienes le estorbaba mucho aquel Pío Quinto del Cocuy que usted conoció, pues ¡zuas!, me encerraron sin que u no solo de ellos dijera esta boca es mía. Yo juré vengarme desde entonces. Me dieron cincuenta pesos para entretener el hambre…
—Ahí donde lo ve, salió mejor librado que mi persona —le dijo Siervo al de la lezna—. A mí sólo me dieron diez pesos para que no contara nada.
El gendarme que traía las noticias asomó otra vez las narices al patio de los penados.
—Está diciendo la radio que en la Plaza de Bolívar se bambolean los cadáveres de los jefes conservadores, colgados del pescuezo de los faroles de la luz…
—¡Eso sí que está bueno! —gritó el de la cicatriz.
—¡Que los maten a todos. Virgen Santísima! ¡Y nosotros aquí de ociosos, rascándonos las pulgas y urdiendo suelas de alpargates!
—El director de la cárcel está que no sabe de dónde es vecino —dijo el guardia. Pidió refuerzos a Duitama, porque teme que todos los presos se le fuguen y lo asesinen.
—Eso es lo que debería hacerse —dijo el de la cicatriz.
Más de cien penados rodeaban al guardia, y al de la cicatriz, y al de la lezna, y a Siervo, y escuchaban con la boca abierta las últimas noticias. Les ardían los ojos y se mordían los labios. Algunos miraban del lado de la puerta que comunica con el zaguán de las visitas, y es por lo mismo la salida a la libertad y a la calle.
—¿Por qué no nos vamos? —preguntó alguien.
—¡Un momento! —ordenó el guardia—. Esperen un momento, voy a informarme en la dirección para saber si es cierto lo de que vienen soldados de Duitama. Si no hay moros en la costa, ni tropa en la plaza; les prometo que les abro la puerta y nos largamos todos.
—Y al portero que es godo, ¿donde lo dejan? —preguntó el de la lezna. La escupía de vez en cuando y la aguzaba parsimoniosamente en los ladrillos del patio.
—Si trata de atajamos, yo me encargaré de cerrarle la boca. Sé cómo se hace —dijo el guardia.
No demoró mucho tiempo en regresar de la oficina de la dirección, y traía el rostro descompuesto y las manos trémulas. Un furioso griterío se levantó en el patio, y buen trabajo costó aplacarlo para que el guardia pudiera hablar.
—Hay dos noticias muy importantes —elijo. La una es que el alcalde acaba de anunciarle al director que ya despacharon una comisión de diez soldados para proteger el pueblo. Como todos los camiones de Duitama salieron con tropa para Tunja y Bogotá, la comisión viene a pie, de modo que no llegará antes de una hora… El director y el alcalde están tomando brandy, y parecen mucho más tranquilos… La segunda noticia es…
Un grito multiforme y ensordecedor se levantó del patio, atronando el edificio de la cárcel. El guardia levantó los brazos para imponer silencio.
—La segunda noticia que dio la radio es que en la capital les abrieron la puerta d todos los presos, y éstos le pegaron fuego no sólo a las cárceles sino al Palacio de Justicia donde se encuentran todos los expedientes…
El hombrecito que repartía las hojas de coca entre los presos, y a quien Tránsito, por medio de Siervo, le entregaba la hoja, fue el primero que se abalanzó sobre el director, cuando éste se presentó en el patio de los penados a poner orden, seguido del alcalde y de uno de los guardias de su confianza. Pero tuvieron que refugiarse en la oficina, donde los dejaron tranquilos y nos les dieron muerte porque tenían algo más importante que hacer, como era abrir las puertas de la cárcel y llevarse por delante a quien quisiera impedírselo. Armados con palos e instrumentos de los talleres de carpintería, como ganado que se desbarajusta y rompe las talanqueras, arrollaron y volvieron picadillo al portero que montaba guardia en el zaguán. Salieron a la plaza, enloquecidos, y se precipitaron como una nube de langostas sobre las tiendas, y el café de los magistrados, y las agencias de los buses, y las casas principales del pueblo, que tenían locales a la calle. Aquéllo fue un arrebato incontenible, que no tardó en disiparse cuando los presos, hartos de comer y beber lo que habían hurtado en el comercio, y fatigados de destrozar lo que encontraban a su paso, se dispersaron por los caminos, asaltaron los buses y los camiones que estaban estacionados en la plaza y dejaron al pueblo mudo y tembloroso, como a raíz de una catástrofe.
Los magistrados miraban aquella escena de la fuga desde las hendijas de sus ventanas. La radio de la casa cural, a soto-voce, anunciaba que la capital de la república ardía como una hoguera, que los edificios estaban reducidos a pavesas, y que el pueblo desmandado asaltaba los almacenes, los restaurantes, las casas y las iglesias.
Las noticias que llegaban de la capital eran más alarmantes por momentos, y en Santa Rosa nadie se atrevía a asomar las narices a la puerta de su casa por temor a servir de blanco a los guardias de la cárcel que aburridos de disparar al aire querían tumbar algo más consistente y de bulto.
—¡Que viva la revolución! —gritaba el de la cicatriz, enarbolando una botella de aguardiente y trastabillando porque ya no le obedecían las piernas.
En la plaza desierta no se veía alma viviente, fuera de un burro lleno de mataduras que se había escapado del coso y pacía tranquilamente la hierba que crece en las gradas del atrio. Siervo fue de los últimos en salir a la calle, pues quería llevarse la horma de hacer las capelladas de los alpargates, más las gruesas agujas de talonar. Otro preso alpargatero, que había pensado lo mismo, se le arrojó encima para arrebatárselas, y mientras los dos rodaban por el suelo y se agredían a dentelladas y a puñetazos, uno tercero, más avispado que ellos dos, cargó con las agujas y con las hormas. Enceguecido por la cólera, un recluso tasajeaba el cadáver de un compañero que yacía bocarriba, con los ojos abiertos y la lengua afuera. Unas noches atrás le había robado una camisa en el dormitorio, y desde entonces el demonio de la venganza no le daba sosiego. Siervo se levantó de un salto y salió a la plaza. El cielo estaba gris y aborregado, y las campanas de la iglesia daban las cinco de la tarde. A lo lejos, del lado de Duitama, se escucharon unos disparos. Un automóvil cruzó velozmente por la carretera que atraviesa el costado occidental de la plaza. Siervo, alelado, miró a todos lados y luego se dirigió a una tienda de la esquina donde un grupo de prófugos cantaban y bebían.
—¿Qué piensa hacer, mano Siervo? —le preguntó su amigo el hayero, que cargaba un bulto de botellas a la espalda.
—Yo no sé nada.
—Yo voy a seguir por entre los potreros, saltando cercas, hasta Duitama. Tal vez allí encuentre la manera de tomar el tren que sale de Sogamoso, o un camión de los que van a Bogotá, porque en esa ciudad hay mucho que hacer, mano Siervo …
—Quisiera volver al Chicamocha, a mi rancho…
En aquel momento arreciaron y se hicieron más frecuentes los estampidos de los disparos, y una mujer cerró las puertas de la tienda.
—Son los soldados que llegan de Duitama —dijo el hayero—. Mejor es no esperarlos, mano Siervo, yo me voy y que Dios lo lleve…
Siervo se encaramó a toda prisa en un camión que salía en ese momento para el norte con los prófugos de la cárcel, y como todos eran antiguos compañeros, comenzó a hablar con ellos. Uno dijo que, pues que estaban en revolución, tenía el proyecto de buscar en Capitanejo a un antiguo camarada de fechorías, que huyó con unas jáquimas y unas riendas el día en que a los dos los sorprendió el cacique del pueblo. Tenía que encontrarlo pues sabía además dónde se escondía, y lo cosería a puñaladas si no le entregaba la mitad de lo que debió producirle aquel robo.
—Si yo pudiera sorprender al guardia que me llevó a empellones a la cárcel de Soatá —dijo otro— lo estrangularía con estas manos…
—Yo no quiero matar a nadie. ¡Santa Bárbara bendita! Ya que estamos en revolución lo único que deseo es ponerle la mano a mi parchecito de tierra en la vega del Chicamocha y abrirle un caño a la acequia de don Floro Dueñas para sembrar mis matas de tabaco, porque también pienso sembrarlo apenas llegue…
—¿Sembrar tabaco? —preguntó con sorna el hombre de la cicatriz, que venía acurrucado a su lado—. ¿Sembrar tabaco y esperar los días y los meses a que levante la semilla un palmo del suelo, y a que luego críe hojas, y a que el verano las eche a pique, y a que en el caney se la roben los vecinos, y a que en la Compañía las paguen después por una miseria? ¡Eso para otros! Ya estoy viejo para sembrar tabaco. Seguiré a Cúcuta, que es buena plaza donde se gana mucho dinero pasando contrabando a Venezuela a través del río… Trabajar, ¿eso que llaman trabajar?… Para los bobos, mano Siervo… No me hable de esas cosas.
—¿Acaso no dicen que en las revoluciones las tierras son de quien las coja primero?
—¿Para qué las tierras, mano Siervo, cuando hay por ahí tanto dinero escondido que estará diciendo «¡cógeme!, porque si no me coges vos otro me cogerá mañana?».
—¿Y la policía? ¿Y la cárcel?
Sus compañeros del camión estallaron en carcajadas.
—¿No ve, mano Siervo, que estamos en revolución? —explicó el de la cicatriz.
A Siervo no le cabían aquellas cosas en la cabeza, por lo cual prefirió callar, acurrucarse en su rincón y meditar en sus negocios. En llegando al Chicamocha lo primero que haría sería correr los linderos de su finca hasta la ace­quia de don Floro. Después plantaría un semillero de tabaco en la tierra de las Valdeleones, a quienes con ayuda de Tránsito y el perro sacaría de allí, por las buenas o por las malas. Luego subiría a la hacienda y le cantaría cuatro frescas a don Ramírez, a quien no le pensaba pagar jamás los veinte días de obligación que le quedó debiendo cuando lo llevaron a la cárcel. Cargaría para su finca de «El Bosque» con una regadera, y una máquina de fumigar que sabía dónde estaban en la despensa de los peones. Se lle­ varía de paso la yunta de bueyes que don Ramírez les da en préstamo a los arrendatarios ricos, porque para los pobres no dispone sino de picas y azadones. Y llovería en la vega como no había llovido en cuarenta años, aunque el río se quedaría quieto en su cauce sin morderle los pies al rancho, y su cosecha sería la más hermosa de toda la comarca. «¡Se volvió rico mano Siervo!», dirían los veci­nos envidiosos que ayer no más le hurtaban el cuerpo para no saludarlo, cuando le veían trepar por la cuesta de la Peña Morada con un bulto de maíz a las costillas. «¡Adiós, ñor Siervo Joya!», le diría Vicente Rojas cuando estuviera preparando la hornada en su tejar. «¡Si don Siervo está que ya no tiene dónde echar la plata!», dirían las Pérez, la Pacha, la Rosa y la Chava, cuando lo vieran pasar por el camino real montado en la mulita cabezona de don Floro Dueñas.
Lo único que vale la pena en esta vida es la tierra, la tierra propia, pues todo lo demás se acaba y no da contento. ¿Para qué quiere dinero don Bauta López, sino para redondear su finca de la Quinta? ¿Para qué se mata trabajando Angelito Duarte sino para «mercar» más tierra? Y si los Valdeleones se roban el tabaco del caney de don Floro, desafiando los perros y la cárcel, ¿por qué será, sino porque viven soñando en comprar una orillita de tierra?
Pasaron por el páramo cuando ya anochecía y por Susacón cruzaron como alma que llevan los diablos en plena noche. Poco después dijo alguien que se veían brillar a lo lejos las luces del pueblo de Soatá, y más valía a los cono­cidos y vecinos de ese lugar entrar a pie, saltando tapias pues sólo Dios podía saber cómo recibiría la policía el ca­mión cargado de prófugos de Santa Rosa. Siervo saltó del camión, y a campo traviesa llegó a la hacienda a la media noche. Lo embargaba una gran alegría. Sólo lo atormentaba a veces el temor de que lo persiguieran los guardias de la cárcel. Desde las lomas que dominan a Soatá, en la finca de don Fortunato Granados, columhró las luces macilentas del pueblo y sintió en el estómago los mordiscos del hambre, pues no había probado bocado en todo el día. Hizo de tripas corazón, se apretó la cabuya que le amarraba los calzones, y siguió adelante. Al llegar, por el antiguo camino real, a la tienda de don Rubiano, un perro ladró furioso. Todo estaba en tiniehlas. Se entreabrió la puerta y asomó la boca de un rifle.
—¡Soy Siervo!
Cuando entró pudo ver a la temblorosa luz de una vela de sebo, ensartada en una botella sobre el mostrador, a más de cincuenta campesinos armados de machetes y puñales. La estancia, inmensa, estaba partida en dos por el mostrador de tablas lustrosas y ennegrecida por el uso, que parecían sudar guarapo o aguardiente. Olía a sudor y a humo de rancho, y el apagado runruneo de las conversaciones componía una atmósfera siniestra.

CAPÍTULO IV

—¿De dónde sale mano Siervo?
—De Santa Rosa. Todos los presos nos fugamos a la media tarde.
—¿Encontraste soldados por el camino?
—No, don Rubiano.
—¿Y qué oyó decir mano Siervo cuando pasó por Soatá?
—Nadita, ñor Juan de la Cruz. ¿No ve que pasé de largo por el pueblo?
Contaron que don Ramírez se encontraba en la huerta con los muchachos de la hacienda, y que los jefes de cuadrilla andaban por el monte tocando cuerno para reunir la gente de todas las veredas y prevenir cualquier ataque. Era casi seguro que los conservadores de Soatá se vendrían sobre la hacienda para sacar a los liberales, y lo curioso era que los conservadores de ese pueblo se pasaron tres noches en vela, convencidos de que ellos serían los agredidos.
—¿Y ahora sí nos irán a repartir las tierras?
—Lo que pasa —dijo don Rubiano—, es que en la capital de la república los godos asesinaron a Gaitán, y los liberales queremos tumbar el gobierno, eso es todo. Gaitán era el amigo de los pobres, y por eso no lo querían ni los conservadores ni los ricos.
—Así será. Pero alguien me había dicho que en la revolución lo primero que se hace es repartir las tierras de los ricos…
—¡Según y con forme! —sentenció don Juan de la Cruz, que tenía su parche de tierra en el Palmar, con escritura, y padecía de muy malos vecinos que una noche sí y otra también le robaban el agua.
—Y entonces, ¿para qué será la revolución? —se atrevió a preguntar Siervo, royéndose las uñas.
—Por lo que a mí se me alcanza, y consideren los señores que yo soy hombre maduro que asistió con los patrones viejos a la batalla de Enciso, por allá en el 85…
—Mano Enrique Vásquez no se ha enterado de lo que está pasando —dijo Vicente Rojas—. Hace un momento no más bajó del Palmar a comprar una botellita de petróleo para la señora Pureza, que está con peste…
—Un momento, mano Vicente… Yo entiendo que la revolución consiste en tumbar a los godos y poner otra vez en el mando a los liberales… Eso lo sé desde mocito —dijo Enrique Vásquez.
En la tienda de don Rubiano se hizo un silencio respetuoso. Siervo recordó súbitamente que le debía veinte jornales a la hacienda, y aun no disponía de un pedacito de tierra para sembrar tabaco. Por eso dijo:
—¡Yo creí que la revolución era otra cosa!
Dos días con sus noches permaneció reunida toda la gente del páramo y de la vega en los patios de la casa de la hacienda. Algunos tenían antiguas escopetas del tiempo de la última guerra, otros una mochila al hombro con avió, pues suponían que ahora se habrían de formar guerrillas como en los tiempos pasados. A la hora en que se repartía la mazamorra en el patio de los peones, los ancianos contaban con su voz lenta y pausada escenas de la revolución del fin del siglo, cuyo recuerdo los rejuvenecía temporalmente y les ponía brillo en los ojos.
—Los patrones —comentaba Resuro Pimiento— salieron aquella vez con una partida de más de quinientos peones, todos armados de machetes, y a la madrugada vadearon el río a la altura de la Peña Morada donde asistía mana Sierva Joya…
—¡Ah cosa linda! —exclamó Siervo.
—Y trepamos loma arriba hasta dar en el pueblo del Espino, donde caímos al medio día y nos batimos hasta que comenzó a oscurecer. Yo tengo todavía una bala en el hombro por ese caso.
—¡Ahora es otra cosa! —interrumpió desdeñoso el hijo de Abelardo Avila, que había llegado de Cúcuta la víspera con un camión que le requisaron las autoridades de Pamplona y se lo atiborraron de soldados que descargó en el Puente de la Palmera.
—¿Acaso no es lo mismo? —preguntó Pimiento, sorprendido de que lo dejaron con la palabra en la boca.
—¡Es otra cosa! Los soldados contaban que había estallado una revolución comunista en Bogotá, y el pueblo había colgado de los faroles de la plaza no sólo a todos los godos, sino a todos los ricos…
—Eso mismo fue, don Juanito de la Cruz, lo que mi persona quiso explicar hace un momento.
Ahora era Siervo quien hablaba.
—Los liberales y los conservadores, está muy bien que los haya, como dice mana Tránsito, mi mujer, a quien no he visto hace dos meses. Está muy bien que peleen y se rompan la cabeza los conservadores y los liberales… ¡Un momento, don Juanito, un momento!… Aguárdese y lo vera… Quiero decir que está muy puesto en razón que los liberales le rompan la crisma a los conservadores y no faltaría más sino que los liberales se la dejasen romper así no más por los godos… Pero. ¿y las tierras, don Juanito? Si estamos en revolución, ¿para quién van a quedar las tierras?
—¡Eso es otro cantar! —exclamó don Juan de la Cruz. a quien la pregunta de Siervo no le hizo gracia—. Las tierras son del que las tiene, o del que las recibe en herencia, o del que las gana en pleito, o del que las compra, como mi persona, con el sudor de su frente y sin habérselas quitado, ni robado, ni mezquinado a nadie.
Un pesado silencio planeó sobre los contertulios del patio de los peones. Siervo lo rompió para decir tímidamente a don Rubiano:
—Por vida suyita véndame un pedazo de panela o una mogolla, o cualquier cosa de comer, al fiado, se entiende; pero como vengo otra vez a trabajar allá abajo en la vega, le pagaré apenas me liquiden los jornales…
Al tercer día don Rubiano se presento al patio de los peones y anunció que el país estaba otra vez en calma. En la capital se había formad o un gobierno mixto, con varios jefes liberales a quienes llamó el presidente conservador, y la tropa que salió de Tunja logró dominar la situación en las calles. Estas todavía humeaban, pero había vuelto la paz. En Soatá mandaba desde la víspera un alcalde militar que acababa de despachar una comisión de soldados, a las órdenes de un sargento segundo, para vigilar la hacienda y garantizar el orden. El sargento coitó las cuerdas del teléfono, puso retenes en la carretera y estaba decomisando las armas, por lo cual don Ramírez ordenó a toda la gente que se dispersara por el monte lo más pronto posible.
—¡Bueno, pues: se acabó la fiesta! —exclamó un viviente del páramo, enfundando su largo machete.

 

CAPÍTULO V

Cuando Siervo divisó, desde la cornisa del camino de la peña, el rancho que apenas abultaba en el fondo del abismo como el montoncito de tierra de un hormiguero, se le empañaron los ojos de lágrimas.
—¡Tierra linda, Virgen Santísima!
Corriendo más que trotando, bajó por el pedregoso camino. Al llegar al barranco de los Valdeleones le salió al encuentro un gozquecito amarillo y descarnado, con la cola entorchada, que no cesó de latir y embestirle las espinillas, aun cuando Siervo le tiraba piedras. Se enfurruñaba el animal y enseñaba los colmillos, tratando de impedirle que llegara al rancho.
—¿Este animalito de quién es? —fue lo primero que le preguntó a Tránsito cuando la encontró acurrucada al pie de las tres piedras del fogón, desgranando el maíz de la mazamorra.
—Es Emperador, mano Siervo…
—¿Y eso, cómo fue que se volvió amarillo?
El perro le gruñía ahora, receloso, desde el umbral de la puerta.
—El otro se murió desde hace dos años, o mejor, lo mató don Floro Dueñas porque le dio la rabia y mordió a la bobita que se ahogó en el río cuando se tiró como loca a beber unos sorbos de agua.
—¡Pobre la boba!
—A este Emperador me lo regaló mi comadre Silvestra en las últimas navidades.
—¿Y las cabras?
—Tenemos cuatro: dos horras y dos todavía tiernitas.
—¿Y el maíz?
—Está echando mazorca. Los del hayo se nos fue a pique, porque mi compadre Floro nos denunció al regidor, y un día vino la policía de Soatá y me sacó una multa que todavía me escuece porque la pagué con los centavos que mano Siervo había reunido en la cárcel.
Francelina entró con un atadito de leña y le dijo a Siervo:
—Buenos días, sumercé —sin mirarlo, como si lo hubiera dejado la víspera.
—Y el Sacramentico, ¿dónde anda?
—Ese indio mugroso se largó hace tres días, cuando dijeron que había revolución, y no valieron lágrimas ni ruegos, porque se llevó el machetico de mano Siervo y los zarcillos que me regaló el difunto Ceferino el día en que lo soltaron la primera vez de la cárcel. El Sacramento dijo que estaba harto con nosotros y que no volvería más.
—¿A dónde se iría?
—¡Quién sabe!… ¡Francelina! Anda por un poco de agua al río, que hay que rendir la sopa.
Siervo se rascó la cabeza con rabia cuando en un rincón del rancho, entre un bulto de harapos, el menorcito comenzó a llorar…

CAPÍTULO VI

El gerente era un hombre de mediana estatura, todavía joven, de rostro feo salpicado de manchas amarillas. Apestaba a cerveza y tenía los ojos vagos y húmedos cuando Siervo se le acercó y le expuso tímidamente sus pretensiones. Estas consistían en que la Caja Agraria le prestara el dinero para comprar su orilla de tierra en la vega de Chicamocha. En garantía ofrecía la tierra que sería materia del negocio más las cuatro cabras, las dos horras y las dos tiernitas que no tardarían en tener cría.
—¿No tienes más que ofrecerme?
—Tengo la próxima cosecha de maíz, que ya está echando barba y pintando en la mata. Según mis cuentas, dará unas diez cargas bien medidas, de las cuales cinco son de la medianía de la hacienda y las otras mías propias y de sumercé. Lo malo es que si se las entrego al banco y después me cuelgo y no puedo pagar, tendré que traérselas en rehenes, de manera que nos quedaremos sin mazamorra yo, la Tránsito, la Francelina, el niño que todavía no ha recibido la crisma, pero que se llamará Siervo, como su taita y el perro que también traga…
—Hoy no te puedo atender porque tengo un almuerzo con el alcalde. Vuelve mañana.
—¿No le digo a sumercé que ya vamos a empezar la cogienda?
—Vuelve otro día…
—Le traía a sumercé estas pepitas de naranja para que se las coma al almuerzo.
—Déjalas ahí, sobre el escritorio.
—¿Pero sí me prestará la plata?
—Después veremos. Tendré que consultar el asunto con la central de Tunja y mandar un visitador para que avalúe la finca. A propósito, ¿cómo te llamas?
—Siervo Joya, sumercé.
—Bueno. Tal vez me acuerde. Ahora vete, te digo…
Siervo tardó sus buenas cuatro horas en regresar del pueblo a la vega, pues había más de cuatro leguas de camino. Al pasar por la casa de la hacienda se demoró otras tantas horas acurrucado en el corredor, a la puerta de la oficina, donde don Ramírez, con un abogado recién llegado de la ciudad y con don Puno que era ahora el notario del pueblo, y con un ingeniero que levantaba el plano de la parcelación, todos se hallaban inclinados sobre la mesa ante un papel de grandes dimensiones. Cuando por fin don Ramírez se dio cuenta de la presencia de Siervo y lo descubrió a la puerta, le dijo:
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Yo? Pensarlo, sumercé. Venía a hacerle un reclamo. Estuve en Soatá platicando con el doctor gerente de la Caja para el asunto del préstamo. Quiero saber si sumercé me puede esperar un poco, porque yo sigo con la idea de comprar el parchecito a la orilla del río, que como le dije el otro día, ya le tengo puesto hasta el nombre. Se llamará «El Bosque», por el naranjito que planté y las dos matas de mirto que señalan el lindero con los Valdeleones.
—Esa tierrita vale quinientos pesos.
—¿Quinientos, dice sumercé? ¿No eran trescientos cuando le hablé hace unos años?
—Pero ahora vale quinientos.
—No tiene más agüita que la que le escurre de la acequia de don Floro Dueñas.
—Son tres días de arada.
—Yo quisiera que sumercé me atisbara abriendo la tierra con la pica, que aunque me diera prestada la yunta que le entregó a don Floro Dueñas, con arado no se podría. De los tres días que dice el patrón, por lo menos uno es de pura laja, tan parada y tan lisa que ni las cabras pueden tenerse; y el resto parece que brotara piedras cuando se bota el río.
—Se da muy buen tabaco, me dice Floro.
—Si me lo dejaran sembrar…
—Don Floro le tiene mucha gana.
—¿Y cuánto me acepta de arras, sumercé?
—La mitad del precio. No se puede por un centavo menos.
—Y si le diera las arras: ¿me dejaría sembrar el tabaquito?
—Tendría que consultar a Bogotá. Ahora vete que estamos ocupados.
Siervo siguió camino de la vega, cabizbajo y con el ceño fruncido, echando mentalmente cuentas sobre lo que podría sacar si vendiera las dos cabras horras y una de las tiernitas, que en pocos meses más podría tener cría.
—Una con otra, las viejas tal vez me las compre don Floro por treinta pesos. Podría llegar a cincuenta con la nuevecita. Me quedarían faltando doscientos pesos que tal vez el mismo don Floro se avendría a prestarme, a premio naturalmente, comprometiéndome yo a pagarle en jornales. Doscientos jornales por lo muy menos, que si se los pagara de a ocho por mes, eso sería… eso sería…
No pudo saberlo porque cuando preocupado por ese cálculo para el cual le faltaba cabeza, tropezó con una piedra del camino y se fue de bruces, se le olvidó todo y ya era muy tarde para volver a empezar.

CAPÍTULO VII

Aun cuando hubo de vender las dos cabras horras a don Floro Dueñas, que se las pagó en la mitad del precio que él había fijado en un principio, no pudo poner por obra sus deseos, pues todo se le fue en gastos causados por la enfermedad de la Tránsito. Aquella noche la encontró ardiendo de fiebre, con la cabeza amarrada con un trapo para que no se desprendieran unas hojas de plátano que le refrescaban la frente. Siervo le preparó una agua de panela y fue a la casa de don Floro Dueñas a preguntarle a misiá Silvestra qué debería hacer con la enferma. Ella le suministró una purga muy fuerte, cocida con unas hierbas amargas que cultivaba en su solar, y ordenó que le pusiera una cataplasma en la cabeza. Como al cabo de tres días la fiebre no cediera un punto, Siervo llevó la enferma a Capitanejo en la mu la que le alquiló don Floro. El médico y boticario del lugar diagnosticó un tifo, por lo cual Siervo tuvo que cargarla con un amigo, esta vez en guando, al hospital de Soatá, donde permaneció más de cuarenta días entre la vida y la muerte, de la cual la sacó casi en vilo una promesa a Nuestra Señora de Chiquinquirá, porque otros medicamentos no le hicieron.
Mientras tanto continuaba el trabajo en el pedregal de la orilla del río, y la obligación en la hacienda, y los jornales en la finca de don Floro Dueñas. Fue una época dura que le hizo olvidar a Siervo los trabajos y privaciones que había padecido en la cárcel; y de no haber sido por las mascaditas de coca que le facilitaban los hayeros, se hubiera muerto de hambre.
Aprendió por aquella época todos los trucos del oficio del tabacalero, pues Roso el mayordomo le impuso la obligación de vigilar dos noches por semana un caney de la vega donde los medianeros de la región solían almacenar su tabaco. Un a noche en que rendido de luchar contra el sueño se quedó dormido, sintió de pronto que algo le azotaba la cara. Al abrir los ojos vio a dos personas que estaban descolgando unas sartas de tabaco; se levantó de un salto y desenvainando el cuchillo se enfrentó a los ladrones.
—¡Chist, mano Siervo! —susurró la Valdeleona, llevándose un dedo a los labios—. Como los tiempos se han puesto tan difíciles, hemos resuelto sonsacar unas diez sarticas de tabaco que alisaremos de noche en el rancho, y el domingo iremos a venderlas a la Compañía en Capitanejo. Si mano Siervo quisiera, haríamos el negocio en compañía, pero entonces tocaría bajar otras diez sartas. ¿Cómo le parece?
—Y es que si no le parece —advirtió el Valdeleón rascándose la cabeza por debajo d el jipa—: si no le parece y trata de llevarle el chisme a don Ramírez o a don Floro, tocaría usar esto…
Y señaló el largo machete que le colgaba de la cintura y le golpeaba una pierna. Siervo, que ya no podía con sus deudas y sus afanes, opuso una resistencia muy débil a la tentación encarnada en los Valdeleones.
—¿Por qué no lo dejan sembrar tabaco, mano Siervo? —preguntó la Valdeleona—. No nos dejan porque somos pobres. ¿Quién lo sacó de la cárcel, mano Siervo, sino Nuestra Señora de Chiquinquirá, como me contaba la señora Silvestra, y quién lo metió en esos bretes sino la política, es decir, don Ramírez que lo llevó de la nariguera a Soatá como a los bueyes?
—Eso es cierto, y para qué negarlo. Pero me comprometí a cuidar el caney de la hacienda, y si algo se pierde, ¡Virgen Santísima!, me lo sacarán «a juro», aun cuando sea de mi propio pellejo. A lo mejor me vuelven a meter en la cárcel, porque una vez que uno ha pasado por ese trance, queda lisiado.
Pudo más la cara de pocos amigos que ponía Valdeleón, y Siervo acabó por ayudarle a descolgar las otras diez sartas, y prometió pasar al otro día por la noche, que la tenía libre, a ayudar a los Valdeleones a alisar y remojar el tabaco para darle más peso.
—¿No ve, mano Siervo? Así sí nos entendemos y nos volveremos amigos.
Cuando a la mañana siguiente llegó personalmente don Ramírez a contar las sartas y echó menos las veinte que habían sustraído Siervo y los Valdeleones, fue tal su indignación que por poco se tulle de la rabia. Siervo confesó que se había quedado dormido, pues con la enfermedad de Tránsito estaba trabajando de día y de noche como la yunta del trapiche, y no le quedaba tiempo ni para cerrar los ojos.
—¿No sospechas de nadie? ¿No serían los Valdeleones?
—De nadie sospecho, sumercé, pues no soy persona de andar levantando falsos testimonios ni contando chismes.
Don Ramírez amenazó a los medianeros con descontarles el valor de las sartas del dinero que más tarde les correspondería por la medianía, y la cosa no pasó a mayores. Aquella noche los Valdeleones y Siervo, a la luz de una luna blanca y redonda que se columpiaba sobre la vega, alisaron y humedecieron el tabaco y lo pasaron a la otra orilla del río para esconderlo entre unas matas. Dos días más tarde, la Valdeleona lo vendió en Capitanejo, con Siervo se repartieron las ganancias.
—Lo que por agua viene por agua se va— le confesó a Tránsito cuando al fin pudo sacarla del hospital, tan débil que apenas se podía tener en las piernas, tan flaca que se le contaban todos los huesos y tan amarilla que parecía de alfandoque. Como en el hospital le habían rapado la cabeza, para que no criara piojos, estaba más fea que nunca.
—Todito lo que cogí en ese negocio se me fue en medicinas, mana Tránsito, para que me la volvieran más fiera. Dejó por entonces de subir a la casa de la hacienda, y sólo lo hacía de vez en cuando, al tener noticia de que habían llegad o los patrones. Les pedía que le rebajaran los jornales de obligación en que se había atrasado cuando estaba en la cárcel, y que le facilitaran la compra de la tierrita de «El Bosque». A veces llevaba una carta para que se la leyeran.
—Me estoy volviendo viejo —decía con una voz opaca y ronca que había traído de la cárcel—. La Tránsito apenas puede con su alma, y Siervo, el menorcito, le d a mucha guerra.
—¿Por qué no has traído a Francelina a la escuela? —le preguntaban.
—¿Y quién, sino ella, iría a coger la leña y a pastorear las cabras, y a preparar la comida? Tendría que caminar dos horas para subir a la escuela, y otras dos se le irían en la vuelta; y está muy mocita para andar sola por los caminos.
—¿Nada se sabe del muchacho?
—A eso venía hoy, sumercé: a que me haga el grande favor de leerme una cartica que recibí esta mañana. Y a la vista no me sirve para nada, y por falta de práctica se me está olvidando leer. Me trajo este papel un chofer que venía de Cúcuta, y se quedó esperando allá abajo en el rancho mientras la Tránsito le preparaba un piquete con un pollito de la saraviada, que resultó muy ponedora. Por tratarse del Sacramentico, que según parece es amigo del chofer, no vacilamos en matar el pollo, aunque en Capitanejo nos hubieran dado por él por lo menos tres pesos, pues pesaba más de dos libras. ¡Todo hay que hacerlo por los hijos!
La carta, pomposa y rebuscada, decía que Sacramentico estaba en la cárcel de Cúcuta desde el mes de mayo del año anterior, porque su mala estrella dispuso que u nos guardias del resguardo de la frontera lo sorprendieran a la media noche cuando pasaba el río con un cargamento de sedas. Estas eran de la propiedad de un comerciante judío de San Antonio, en Venezuela, que se las remitía a un pariente suyo, también judío y comerciante, que desde hacía años estaba radicado en Cúcuta. Fue una fortuna que los guardias de la renta le hubieran echado por eso no más la mano encima, pues la víspera había asaltado con otros compañeros un almacén de víveres, de los mejores de Cúcuta. Sacramentico no decía nada más, pero se quejaba de la ingratitud de la familia que no le mandaba unos cuartillos para sostenerse en una cárcel donde la sed lo atormentaba más que el hambre, porque el calor era infernal.
—¡Cómo son las cosas! —exclamó Siervo—. A mí, en Santa Rosa, lo que más me mortificaba era el frío que asentaba y tallaba mucho por las madrugadas, y también el hedor del dormitorio, para no hablar mal de las pulgas y de los piojos.
Por el modo insolente y desvergonzado como venía escrita, la carta reflejaba los malos hígados del Sacramentico, su sordidez, su ingratitud, y las compañías muy dudosas en que andaba metido. Para terminar, le pedía a Siervo que le enviara con su amigo el chofer, que era hombre de su confianza, la parte que le correspondía de su herencia.
—¡Fifúrese, sumercé! Yo qué herencia podría dejarle, comenzando porque todavía estoy vivo. Por lo que hace a la de su madre, le preguntaría si no se llevó, junto con mi machete, unos zarcillos que el difunto Ceferino le regaló a la Tránsito el día en que lo soltaron por la primera vez de la cárcel.
—¿Cuántos años tiene el Sacramentico?
—Ajusta dieciocho dentro de unos meses.
Previendo el muchacho que no tendría derecho a ninguna herencia, pues sus padres estaban todavía vivos sin que tuvieran en dónde caerse muertos, le exigía a Siervo que vendiera lo que fuera menester, las cabras y las mejoras, para remitirle algún dinero. Le recordaba que la obligación de los padres es velar por los hijos mayormente cuando éstos se encuentran en la desgracia.
—¿Cómo le parece? —dijo Siervo rascándose la pelambre, que tenía anudada en un moño debajo de la carrasca—. ¡Ahora tocará vender las cabras!
La carta terminaba advirtiéndole a Siervo que no se fiara de los patrones, ni de don Ramírez, ni de don Floro Dueñas, ni de don Roso, porque toda esa gente era embaucadora y ladrona, a quien él vería arder en los infiernos con gusto. Siervo agachó la cabeza y exhaló un suspiro.
—Sumercé perdone. El Sacramentico me salió de muy mala raza. Será la culpa de la Tránsito, porque yo siempre he sido hombre honrado y cabal, muy leal sirviente de los patrones, y a mí nadie podría echarme en cara la menor falta, fuera del difunto Atanasio que en paz descanse.
Regresó al río por el camino de siempre, meditando en la ingratitud de los hijos, pues él siempre había tenido un orgullo especial en ser el padre del Sacramentico, para quien había trabajado toda la vida y en quien pensaba cuando luchaba por adquirir su tierra de la vega.
—¿Qué se hizo el joven que trajo la carta? —le preguntó a Tránsito cuando llegó a su casa—. Quiero hablar con él, y mandarle alguna cosa al Sacramentico porque en la carta me dice que está en la cárcel padeciendo mucha necesidad.
—¡Es un pícaro! ¡Es un sinvergüenza! En mala hora se me ocurrió tirarlo al mundo— bramó la Tránsito, cuyo rostro pálido y sombrío no presagiaba nada bueno.
—A todos los hombres nos pasan percances. ¿No estuvo el indio del Ceferino en la cárcel de Soatá? ¿No estuve yo en el penal de Santa Rosa? Pues ahora le toca el turno a Sacramentico en la cárcel de Cúcuta, que es más dura que las otras dos, donde por lo menos está uno en su tierra y entre amigos.
—Si le hubiera oído relatar al chofer lo que contaba del Sacramento. Se la llevan los dos jugando a los dados en las cantinas, y bebiendo aguardiente. De día duermen y de noche dicen que trabajan, que es «salteando» tiendas y casas ajenas, como los ladrones. Cualquier día matan, como su taita, o los matan como al Ceferino. Esto no es vida, mano Siervo.
La pobre se acurrucó a llorar a la puerta del rancho. Sobre unas piedras se veían los entresijos del pollo, y unos envases de cerveza.
—¿Quién trajo eso?
—El mismo lo trajo.
La mujer, con la cabeza entre las manos, miraba hacia arriba, hacia el camino de la peña que pasa por el predio de los Valdeleones.
—¿No se lo topó por el camino, mano Siervo?
—Qué me está ocultando, mana Tránsito…
—Es que si se lo hubiera topado, por la Virgen Santísima de Chiquinquirá que ha debido atravesarlo con el cuchillo que le cuelga de la cintura y no le sirve para nada.
—¿Qué pasó, mana Tránsito?
—Pasó que el hombre ese, después de tragarse el pollo y beberse media docena de cervezas que le vendió misiá Silvestra, llamó a la Francelina y le dijo que fuera con él hasta la peña para enseñarle las cabras que yo le había mostrado desde aquí, y que le parecieron muy bonitas.
—¡Como bonitas, sí que lo son, mana Tránsito!
—¡Ya para qué! Antes de que yo me percatara, porque estaba limpiando los tiestos donde le serví el piquete, empujó a la niña que de milagro no se rompió las piernas cuando rodó peña abajo. Cuando escuché los gritos y salí corriendo, la encontré con la ropa destrozada y llena de verdugones y chirlos por todas partes… El muy ladino se robó dos cabras…
—¿Cuáles? Dígalo pronto. ¿Cuáles?
—Las nuevecitas, que ya estaban preñadas. Las horras, por más veteranas, no se dejaron echar la mano encima.

 

 

CAPÍTULO VIII

En las elecciones presidenciales del año siguiente fue especialmente dura y trabajosa la situación para los liberales de la vega. En los días anteriores al domingo en que deberían celebrarse, comisiones de policía municipal, que habían sido pocos meses antes bandidos que andaban sueltos por el monte, se dieron a la tarea de recorrer las veredas, requisando a los campesinos y revolviendo hasta las piedras del fogón, para decomisarles la cédula electoral. Venían enardecidos por la cerveza que generosamente les habían distribuido el alcalde y el directorio conservador del pueblo. Se había roto la convivencia en todo el país y la consigna oficial era «palo a los liberales».
—«¡Tacaron burro!» —dijo Siervo.
Las cédulas reposaban muy bien guardadas en el escritorio de don Ramírez, de manera que a Siervo no le encontraron ni un papel que pudiera comprometerlo. Se contentaron los guardias con darle un culatazo en los riñones, cuando salieron, a fin de que el lumbago no le permitiera concurrir a las urnas.
Los conservadores trataban de demostrar que eran una mayoría abrumad ora, aunque los liberales no pensasen votar, sino pasar agachados para salvar el pellejo. Pero, por si acaso, se trataba de amedrentarlos y reducirles a la impotencia. La lucha era desigual, porque las armas del gobierno se habían repartido entre los caciques conservadores, y los liberales carecían de recursos para remontar su gente y dotarla de un armamento eficaz.
—Nos dormimos sobre los laureles y los jefes de la ciudad pensaron que iban a gobernar toda la vida decía don Ramírez—. Si quieren que al menos la conservemos, que nos manden armas —clamaba por carta desde la casa de la hacienda. Pero los jefes liberales, desmoralizados por el fantasma de la derrota y atemorizados por las medidas que había tomado el gobierno, sin arrestos para levantar revoluciones como los viejos de la generación pasada, no contestaban.
—Para limpiar esta tierra de enemigos —escribían al gobierno los jefes conservadores de Soatá— manden más policías, y más ametralladoras, y más fusiles…
De aquellas intenciones sabían bastante los liberales, porque en las últimas elecciones de congresistas, aun cuando la convivencia ya se había roto en todas partes, don Ramírez fue a Soatá con toda la gente de las cuadrillas: los veganos encabezados por don Floro Dueñas, los paramunos por Resuro Pimiento, los aguas blancas por Angelito Duarte, los palmareños por Juan de la Cruz Hernández, los carreranos por Antonio Avila y los de Ovachía con don Aurelio Rojas a la vanguardia, que era el dueño de una gallera recién establecida sobre el camino.
Los acarreaban aquella vez en camiones adornados con banderolas rojas y amarillas, y cuando llegaron al puente que se encuentra a la entrada de Soata, sobre una quebrada, recibieron una lluvia de piedras con que los saludaron los molineros desde lo alto del barranco. Hubo contusos y descalabrados, pero los choferes se cerraron contra la peña y pudieron llegar sin más percances a la plaza del pueblo.
—¡La cosa va a estar bonita! —gritó Roso, el mayordomo.
Cuando se alinearon para votar, muchos hallaron que habían madrugado a votar por ellos, y a otros la policía, con bayoneta calada, les impidió que votaran. Al entrar en la plaza los requisaron para ver si llevaban armas, y con los machetes y los cuchillos los despojaron de la cédula, y a los que les fue menos mal los encerraron en la cárcel.
—¡Ahora sí se nos volteó la arepa! —dijo Siervo cuando regresaron de aquel Waterloo que padeció don Ramírez.
Estas circunstancias que se extendieron entonces con mayor o menor violencia a todo el país, llevaron a tal postración al liberalismo que permitieron el triunfo del nuevo presidente conservador, y un gran silencio cayó como una losa sepulcral sobre el cuerpo ya corrompido y maltrecho del partido de oposición.
—¡No se trataba de votar! —explicaban los Jefes conservadores en la alcaldía de Soatá—, sino de aplastarlos y no dejarnos caer del gobierno, porque para saber lo que habría de pasarnos si volvieran los liberales, bastaría recordar al 9 de abril.
Pasado el fraude gigantesco de las elecciones, el entusiasmo del electorado conservador fue tan detonante y el triunfo sobre el papel tan contundente, que el alcalde pudo informar al ministerio de gobierno: «Venció conservatismo por tres mil votos contra cero. Fuera de dos muertos y diecisiete heridos, no hubo desgracias que lamentar. Tranquilidad completa en todo el municipio».
El alcalde de Capitajeno fue más explícito: «Aquí ni un solo liberal quiso acercarse a las urnas, motivo voluntario abstención declaró electorado. Siete de ellos, en riña motivos personales, murieron a tiros».
—¡Las cosas son como son! —comentaban los jefes de Soatá en la tienda de la comadre Chava, a quien aún no le habían encontrado un sustituto conservador—. Ellos no nos dejaban arrimar a las urnas cuando tenían la sartén por el mango, y ahora nos toca a nosotros mantenerlos a raya.
Siervo le dijo aquella noche a la Tránsito, cuando se enteró del resultad o de las elecciones por la cara de muerto que traía don Floro, quien había subido a la hacienda para informarse:
—¡Ahora sí se nos montaron los godos, mana Tránsito!
—¿Y a mano Siervo qué le va ni qué le viene con que suban los unos y se caigan los otros?
—Las mujeres no saben de esas cosas. Uno tiene sus ideas desde niño, desde que tiene conciencia, y nada hay más feo en el mundo que los volteados…
—Yo quisiera saber qué le dieron los liberales, mano Siervo, fuera de tres añitos de cárcel.
—Ahora mismo me decía don Floro: ¡Nos comió el tigre!, mano Siervo. Perdimos la justicia y la fuerza, y no podemos volver tranquilamente a la plaza del pueblo a vender unas brazadas de fique o a comprar un terrón de sal, porque se nos echarán en gavilla los chulavitas. Dicen que al otro lado, en Capitanejo, van a expulsar a todos los liberales… ¡Santa Bárbara bendita!
—Para pasar trabajos, lo mismo es con los extraños que con los propios, mano Siervo.
—Decía don Floro que ahora nos tocará vivir encerrados como en una jaula, rodeados de enemigos por todas partes. ¡Si a veces me dan ganas de llorar, mana Tránsito! ¡Ahora sí nos acabarnos los liberales!
—Siéntese a llorar… No lloró por su mama, que en paz descanse; ni cuando se fugó el Sacramentico; ni cuando se rodó la Francelina; ni cuando el chofer se robó las cabras; y ahora va a chillar porque en Soatá ya no manda don Ramírez, ni don Puno, ni don Roso, ni don Rubiano, sino don Próspero, y don Aristides, y don Celso, y el señor cura que muy poco quiere a los liberales. Fortuna que murió Su Señoría el canónigo hace dos años, porque si no cómo fuera.
—Y cuando mana Tránsito lleve a vender sus suelas de alpargates a la plaza de Capitanejo, no podrá ponerse sus enaguas coloradas, porque los indios del retén de la Palmera, que ahora son regados, le quitarán hasta el refajo.
—Esta mañana le oí decir a mi madrina Silvestra que don Floro Dueñas se quiere ir de aquí, porque con el triunfo de los godos se va a poner la vida muy dura para los propietarios liberales.
—¿Conque eso dijo?
—Y pienso yo que ya no habrá quién nos dispute la tierrita.
—Eso podrá ser así. ¿Pero los godos? ¿No nos echaron también, mana Tránsito?
—¿Qué tienen ellos contra nosotros?
—Nunca se sabe.
—¿Qué nos importa que el pueblo sea de los u nos o de los otros, si algún día nosotros llegamos a echar raíces en estos pedregales?
—¿Y si estallara la guerra, mana Tránsito?
—Nuestra Señora de Chiquinquirá nos favorezca.
—Se lo digo porque don Floro me contó que a don Ramírez la situación lo tiene muy preocupado.
—El estaba acostumbrado a chalanear en el pueblo y ahora le va a tocar que lo ensillen.
—Por eso está resuelto a irse de aquí antes de que lo maten.
—Los patrones se pueden ir cuando quieran, mano Siervo, y nosotros los pobres nos tenemos que quedar siempre aguantando los dolorosos. ¡Ay Dios! Por ahora lo mejor es que no hablemos más y nos durmamos, porque ya es tarde.
—Será con un solo ojo, porque pienso tener el otro abierto toda la noche. Le digo esto porque desde aquí estoy viendo las candeladas que han encendido los conservadores del Espino, y los de la Uvita, y los de Boavita, celebrando sus elecciones. Además hoy le toca el turno de agua a don Floro Dueñas y voy a tratar de desviarle tantico la escurraja, antes de que la sementera se nos muera de sed.
—¡Mire que tenga mucho cuidado! En cuanto lo llegue a sorprender mi padrino Floro, será capaz de arrancarle la piel a tiras.
—¡Virgen Santísima! Si yo le tengo tanta desconfianza a don Floro como a los godos…

CAPÍTULO IX

La realidad de esas aprensiones se confirmó al otro día, cuando muy de mañana don Floro en su mula y Siervo a pie, los dos subieron a la carretera donde montaron en el primer camión que pasó para Soatá. El primero quería demandar al segundo ante el alcalde, por el robo del agua en la noche pasad a. Llegaron a la alcaldía, y el guardia que se encontraba a la puerta, y el nuevo secretario, y un escribiente a quien no conocían, los recibieron con cara de pocos amigos.
—¿A qué vienen? —les preguntó el alcalde—. Muestren la cédula.
Y cuando la mostraron:
—¿De manera que no votaron en las últimas elecciones?
—No tocaba, sumercé.
—¡Ajá! ¿Tú eres el Siervo Joya? ¿El que mató a mano Atanasia, el de la Chorrera?
—El mismo, para servirle a sumercé.
—¿Cuándo te soltaron de la cárcel?
—Hace ya varios meses, sumercé.
—¿No serás de los abrileños, que se fugaron cuando tus jefes les abrieron las puertas de la cárcel de Santa Rosa de Viterbo?
—¡Ave María Purísima, sumercé!
A Siervo le pasaban sombras por la cara, y tenía la voz más destemplada y ronca que nunca.
—Tienes que andarte de aquí en adelante con mucho cuidado, porque tengo orden del directorio conservador de reabrir el juicio en que estás comprometido. Yo no quiero perjudicarte a ti, que eres un pobre diablo, sino a tus jefes que son todos unos asesinos. Por ahora, tendrás la obligación de presentarte cada ocho días en la alcaldía.
¿Entiendes? ¡Y cuidado con que se te olvide!
—Sí, mi amo.
—Yo venía —comenzó a decir don Floro Dueñas con el rostro verde por la rabia y el miedo— yo venía a solicitar del señor alcalde…
—Con vos nada tengo que hablar. Ya terminó para siempre, ¿lo oyes?, para siempre el dominio de los liberales en este pueblo. Si tienes alguna queja, corre a ponérsela a tus jefes liberales. Y ahora váyanse, que tengo mucho que hacer.
—Sucede, señor alcalde, que en la noche pasada Siervo Joya aquí presente, que es mi vecino en un arriendito que tiene sobre la vega del río…
—Mejor es que nos arreglemos afuera, don Floro, —le dijo Siervo por lo bajo—. Acuérdese que para los liberales ya no hay alcalde.
—Digo que nos vamos ya, señor alcalde. No querernos molestarlo. Sólo quisiéramos saber si nos podernos llevar las cedulitas…
—¿Las cédulas, dices? ¿Para qué quieren ahora cédulas los liberales? ¿Estas oyendo, Senén? ¿Ustedes creen que nos volverán a ganar las elecciones con papelitos?
El secretario soltó una carcajada.
—Se me estaba olvidando algo muy importante. Senén, dame unas copias de la circular que hicimos esta mañana para los regidores y los inspectores de vereda. El regidor de la vega es Antonio Avila, ¿no es cierto?
—De la vega y de la Carrera, sí señor alcalde.
—¿Y los inspectores de vereda quiénes son?
—Yo en la vega —dijo don Floro Dueñas—. Don Rubiano es regidor en la hacienda, don Juan de la Cruz Hernández es inspector en el Palmar, y en Nogal don Vicente Rojas…
—¡Son unos liberalazos!, señor alcalde —exclamó el secretario—. ¿Por qué no los cambiamos?
—¿Y quieres tú que nos maten a los conservadores que mandemos de reemplazo? ¡Eres un bruto!
—Como ordene el señor alcalde.
El secretario le entregó unas hojas de papel, y el alcalde las leyó para sí muy despacio y luego las firmó y rubricó con un trazo complicadísimo, salpicado de tildes y de arabescos.
—Tienes que entregar a Rubiano y a Antonio Avila estas circulares para que las repartan entre los comisarios y se las lean a todos los vecinos. He dispuesto que los habitantes de esas veredas concedan tres jornales por mes al municipio, para montar los tubos del acueducto que trajimos de Bogotá. Al que no venga le pongo multa, ¿entiendes?
Don Floro Dueñas y Siervo Joya salieron del despacho mohinos, caminando de espaldas y a reculones. En la plaza del pueblo no pudieron ni cambiar ideas, porque el nuevo carcelero que estaba a la puerta del edificio los amenazó con «enchiquerarlos» si no «circulaban». Siguieron calle arriba, cabizbajos, hasta la tienda de la comadre María donde cada uno por su lado pensaba aliviar su humillación con una totuma de guarapo o con una cerveza. La comadre tardó menos en verlos que en decirles:
—¡Oiga, don Floro! ¡Escuche, mano Siervo! Más vale que se vayan prontico de aquí porque no faltará quien les busque camorra. Ayer por la tardecita recibí una boleta del alcalde, que por ahí le tengo, en la que me pide bajo multa que desocupe el local. De hoy en adelante, sólo mis vecinas tendrán licencia para vender guarapo. A la comadre Chava le echaron varios tiros anoche, y le despedazaron la puerta de la casa porque se atrevió a vender los periódicos liberales.
—Yo tenía en mientes la idea de pasar por la Caja Agraria —dijo don Floro.
—Pues le aconsejo que no vaya.
—¿Así están las cosas, comadre?
—El nuevo gerente es don Próspero y esta mañana me dijo cuando fui a pedirle un visitador para que evalúe la finca del otro lado del río, que la quiero vender cuanto antes… me dijo: «Los liberales que esperen… A mí me pusieron aquí de gerente para prestarles la platica a los conservadores».
Don Floro se mordió los labios.
—Ahora sí nos llego la destorcida, mano Siervo. Pero le advierto de una vez por todas que no estoy dispuesto a dejarme robar el agua. Si ya no hay quien ponga cauciones, ni dicte leyes, apelaré a aquellito que usted sabe y que me cuelga de la cintura y me golpea las corvas…
—Don Floro no considera con la sed que otro vive, decía mi mama.
Los dos bajaron por el camino de la peña, el uno en su mula chiquita y cabezona y el otro a pie: ambos mudos y preocupados. Ahora sí, de verdad, les parecía que el mundo ya no era el de antes, ni el sol brillaba como siempre, ni las gentes tenían la misma cara. Sobre todo el horizonte se presentaba oscuro para don Floro Dueñas, quien después de trabajar cuarenta años había logrado pasar de simple peón de estribo de los patrones viejos a hombre de confianza de don Ramírez, y de jornalero que comía su mazamorra en el patio de los peones a aspirante a propietario en la vega. Antes usaba corrosca y andaba descalzo, y ahora gastaba sombrero de fieltro y los domingos se ponía botines. Soñaba con establecer un negocio de intercambio de mercancías con Cúcuta, y tenía palabreada la compra de un camión a plazos. A un hijo que tenía, no de misiá Silvestra sino de una antigua amante que era tendera en Capitanejo, lo estaba educando en un colegio de la capital, y el muchacho saldría pronto de bachiller y lo metería a la universidad para que fuera doctor. Quién sabe si llegaría a alcalde, y a diputado, y a todas esas cosas que él ya no sería nunca porque los sesenta años lo sorprendieron sin aprender a leer. El cambio de régimen político le cerraba a su hijo las puertas de Soatá y los caminos de la administración pública. Don Floro otra vez había quedado reducido a las modestas proporciones de un campesino a quien los caciques no reconocen. El alcalde no fallaría a su favor las demandas, como antes ocurría; ni volvería a comer cabrito en la vega con los señores del pueblo. Otros mandaban en el municipio, y para ellos don Floro Dueñas no era sino «el indio ese que encabezaba a los liberales de la vega, como teniente de don Ramírez». Lo peor era que debía todavía mucho dinero en el banco y no había acabado de comprar su arriendo, de manera que el nuevo régimen lo sorprendía sin escrituras y sin plata.
Para Siervo la situación era distinta, aunque no risueña. Temía que dieran en rebullir otra vez el juicio por el crimen del Atanasia, según lo anunció el alcalde. Sabía que en adelante las autoridades lo tratarían sin contemplaciones, como a los molineros cuando mandaban los liberales. Se les cerraría para siempre el crédito en el banco, que para decir verdad jamás tuvo abierto cuando el gerente era «de los mismos». La diferencia consistía en que si don Floro se caía de la mula y se rompía la crisma, él sólo se podría ir de bruces pues siempre había estado a ras de tierra. Esta lo preocupaba, porque no podría ser suya sino Dios sabe cuando, en el caso totalmente ilusorio de que don Ramírez cambiara de humor y le perdonara la deuda de los jornales, y el gerente se compadeciera de él y le prestara el dinero, y los conservadores de Soatá destruyeran uno por uno a todos sus vecinos y en cambio lo respetaran a él y le permitieran trabajar tranquilo en la vega. En fin, que a Siervo ya sólo le restaba la ilusión del milagro: pero le parecía que hasta Nuestra Señora de Chiquinquirá se había vuelto goda…
En su próxima visita a Soatá, a donde tendría que ir cada ocho días según la orden del alcalde, le llevaría dos pesos al señor cura para que dijera una misa por la intención de que se cayeran los godos. Sucedía que a medida que cavilaba en su mala suerte, trotando a la baticola de la mula de don Floro Dueñas, sus pensamientos se desplazaban al terreno político. En los conservadores, como en cabeza de turco, localizaba y personalizaba todas sus des­gracias. Ellos eran los responsables de su crimen, porque uno de ellos se le puso por delante cuando dormía la borrachera en la tienda de la comadre María. Ellos eran quienes le negaban el préstamo en el banco. Por ellos es­ taba condenado a trabajar como un negro, siendo indio. Ellos le ponían el humor de todos los diablos a don Ramírez y no le dejaban sentir una pizquita de compasión por el Siervo. Ellos…
Floro, que iba adelante, con las riendas bien levantadas para que la mula no se fuera de bruces en la pendiente, mascullaba de vez en cuando:
—¡Malditos godos!
Siervo, que iba a la retaguardia, se santiguaba y decía:
—¡Ave María Purísima! ¡Santa Rita permita que se mueran todos de peste!
Cuando llegaron al rancho, Tránsito le dijo:
—¡Y eso qué pasó, mano Siervo, que los dos volvieron con cara de desenterrados!
—Las vainas nunca vienen solas, mana Tránsito. Ahora pasó que el alcalde nos quitó las cédulas.

 

CAPÍTULO X

Nadie volvió a salir de noche por las calles del pueblo cuando llegó un retén de policía a Capitanejo y se puso a órdenes de don Arsenio Flórez, el nuevo cacique conservador, a quien sacó el gobierno Dios sabe de qué cárcel donde lo llamaban «Arsénico». Por orden suya, amanecieron un día todas las puertas y ventanas pintadas de azul, y si por él hubiera sido y no costara tanto, a los tomates los hubiera embadurnado de color celeste. Los dos cafés de la plaza, con radiola y traganíqueles, hubieron de cerrar las puertas. El hotel que montó sobre la carretera una antigua maestra liberal, que para colmo de desgracias también era poetisa, fue asaltado y pillado cualquier noche por don Arsenio y sus secuaces. Don Temístocles el estanquero, el antiguo alcalde, el inspector, el notario, la telegrafista y la maestra de la escuela que paseaban con ellos por el atrio, todos tuvieron que emigrar porque no quedó un solo liberal en el pueblo. A don Lucas, el dueño de una venta a la orilla del río Servitá, donde sus aguas se explayan y forman un pozo transparente, lo asesinaron y le incendiaron la casa. A un viejo veterano de la revolución del fin de siglo, que solía tomar el sol en el atrio, le dieron veinticuatro horas para salir del pueblo pues no valía la pena madrugarle al mal de corazón y a la vejez que lo matarían rápidamente. Entre el Puente de la Palmera, sobre el río Chicamocha, y el de Villamizar sobre el río Servitá, amanecieron ardiendo más de cien ranchos de cultivadores de tabaco un domingo por la mañana. Al bus del «Tigre» le pegaron fuego cuando pasaba a escape por la plaza del pueblo, y los pasajeros, temblando de indignación, fueron desvalijados por la policía. Se sabe que al «Tigre» le midieron el aceite con la punta de una bayoneta.
—¡Mejor es no insistir, mana Tránsito! —le dijo Siervo a su mujer, cuando los dos hacían cola ante las puertas de la Compañía de Tabaco, en el Puente de la Palmera, y oían a sus vecinos contar en voz baja todas esas desgracias.
Venía en aquel momento don Arsenio montado en una mu la alta como una torre, seguido de dos guardias chulavitas armados hasta los dientes.
—¿Este tabaco es tuyo? —le preguntó a Siervo.
—Es de don Floro Dueñas, mi amo, si sumercé no dispone otra cosa. El me recomendó que lo trajera a vender, porque se halla ahora en Soatá pasando trabajos…
—¡Chist! —susurró la Tránsito, tirándole de una punta de la ruana.
—Yo creía que estaba preso.
—Está … no está… Como sumercé diga.
Tránsito se mordió los labios con los dos colmillos que le quedaban en la boca. Don Arsenio echó pie a tierra, haciendo tintinear las espuelas. Era bajo de cuerpo, rechoncho, de piernas gruesas y cortas calzad as con toscas botas de montar, de esas que usa la nueva policía. Se cubría la cabeza con un fieltro de alas muy anchas bajo las cuales se entreveía el rostro hinchado y patibulario, atravesado a todo lo ancho por un bigote cerdoso que se le podía ver aunque estuviera de espaldas. Tenía terciado al hombro un fusil ametralladora, y al cinto dos revólveres de cañón largo, y una cartuchera de cinco dedos de ancha le escurría de la barriga. El hombre era un arsenal.
—¡Santa Bárbara bendita! —murmuró Siervo, mirando a la Tránsito con ojos espantados.
—¡Muestra la cédula!
—¿No ve sumercé que me la quitó hace un año el señor alcalde de Soatá?
—No sería por godo que te la quitaron. ¿Eres liberal?
—Así me criaron, sumercé.
—Yo soy godo porque odio a los liberales. ¿Entiendes? A una señal de don Arsenio, los dos guardias le propinaron a Siervo sendos culatazos en los riñones.
—¿Conque el tabaquito es del Floro Dueñas? ¿Y cuántos bultos viniste a vender?
Siervo se sobaba la espalda.
—Dos meros, sumercé. Son de mitaca.
—Te doy veinte pesos por ellos.
—La Compañía los está pagando a ciento veinte, por que son de capa… —se atrevió a decir el empleado que contemplaba la escena desde su reja de la ventanilla. Sudaba no tanto por el calor, que ya apretaba, como por el susto.
—¡Al señor no le estoy hablando! —esclamó don Arsenio, llevándose un revólver al rostro para rascarse la barbilla.
Siervo se fue con los veinte pesos y sin los bultos, seguido de la Tránsito y de Emperador II, que tenía el rabo entre las piernas. Don Arsenio la emprendió con el segundo de la fila, después con el tercero, y luego con el cuarto, hasta acabar con ella. Compró al fiado todo el tabaco, más o menos cincuenta bultos, a razón de diez pesos cada uno, y luego se los vendió todos al de la ventanilla por cuatro o cinco mil pesos, de los cuales sacó para pagar sus deudas. Como algún cultivador se atreviera a elevar la queja ante el alcalde, éste le respondió que no se trataba de un asalto sino de un negocio. El juez le dijo que las sociedades anónimas no estaban obligadas a investigar el origen legal de las materias primas que compraban, aunque evidentemente podía intentarse un recurso de…
—Vos cállate —le dijo el alcalde—. Ahora quien manda es don Arsenio.
El cual, otra vez a caballo en su mula, no tardó en dar alcance a Siervo, al Emperador y a la Tránsito, que corriendo más que trotando se encaminaban a la vega por la orilla del río.
—¡Escucha! —le gritó a Siervo dándole con las riendas un latigazo en las costillas—: Decile a toda esa gente de la vega, comenzando por el bandido del Floro, que sería bueno que se largaran de aquí porque muy pronto, apenas me desocupe en Capitanejo y Enciso, iré a hacerles una visita.
Picó la mula y se perdió a lo lejos. Cuando quedaron solos, Siervo y la Tránsito se sentaron a la orilla del río mientras se les pasaba el susto. Estaban trémulos y veían luces y estrellas en pleno día. Como él se quejara, porque le dolían los huesos, ella exclamó:
—Lo mismo da atrás que en las espaldas…
—¿Qué dice, mana Tránsito?
—¿Yo? … ¡Nada! ¿Qué quiere que diga, mano Siervo? Pocas horas después, a la sombra del trapiche de los co­muneros, comentaban el caso misiá Silvestra y los peones de don Floro Dueñas. Aquélla hacía sus veces mientras que el otro se aburría en la cárcel, a donde la víspera lo llevaron los guardias de Soatá casi a rastras, sin saberse a ciencia cierta por qué…
—¡Porque no es godo, madrina! ¿Qué más razones quiere? ¿Por qué me arrebató don Arsenio el tabaco, como le conté, sino porque somos liberales?
—¿Todavía?, —preguntó con sorna la Valdeleona, que estaba sentada sobre un montón de bagazos de caña.
—¿Qué está rezongando la vecina?
Con cierto retintin, agitando la diestra para subrayar las palabras, la vecina explicó:
—¿Acaso no se puede averiguar si todavía son liberales los vecinos de misiá Silvestra? Porque resulta que la Pacha, la Rosa y la Chava Pérez, vieron esta mañanita, cuando apenas clareaba, al Sacramento Joya con los policías chulavitas. Subían en un camión de las obras públicas, echando tiros, robando cabras y pegando fuego a los ranchitos del Jeque.
—¡Miente, vieja deslenguada! ¡Vieja ladrona! —le gritó Tránsito, abalanzándose encima, con las uñas de punta, como un gato—. ¡El Sacramentico no es de esos!
La señora Silvestra logró calmarla. Siervo, acurrucado y con la cabeza entre las manos, masculló entre dientes:
—¡Ay juna! ¡Me resultó un volteado! ¡Nuestra Señora de Chiquinquirá perdone al Sacramentico y lo favorezca!
Hubiera sufrido menos si le cuentan que el Sacramentico pasó a mejor vida, o se volvió leproso como ese hombrecito de las lomas de Bavatá que pide limosna a la orilla de la carretera. Se llama Roque y Siervo siempre se detiene a platicar con él sobre política cuando pasa por allí a cumplir su obligación con la hacienda.
Misiá Silvestra ordenó a un peón que desunciera la yunta del trapiche, y a los horneros que no atizaran la hoguera, y a los gabereros que cesaran de batir los fondos, porque no había más trabajo aquella tarde. ¿Para qué trabajar hoy, cuando no se sabe lo que ha de pasar mañana?
El robo del tabaco le tenía enferma de miedo.
—¿Y de veras vendrá ese bandido uno de estos días a la vega a hacernos una visita?
—Eso dijo —respondió Tránsito dando un gran suspiro—. Luego se sonó ruidosamente con la falda, escupió al suelo y miró rabiosa a la Valdeleona.
El Valdeleón se levantó lentamente, se arrolló a la pantorrilla las perneras de los pantalones y sin mirar a la concurrencia declaró con su voz pastosa, arrastrando las palabras, que ellos se irían esa misma tarde al Cocuy, pues no aguardaban la visita de don Arsenio Flórez.
—Ya he sufrido mucho en esta vida, misiá Silvestra, y a perro viejo no lo capan dos veces.
—¡La vida se gana en todas partes! —sentenció la Valdeleona.
—¡Mis vecinos no tienen nada que perder! ¡En cambio nosotros, los Dueñas! ¿No considera, vecino, que Floro ha pagado más de la mitad del arriendo a los patrones? Mientras él no vuelva, yo no puedo dejar la tierra sola y desamparada así me vuelvan pedazos.
—¡Yo tampoco estoy dispuesto, por cobardía, a dejar mi orillita! —exclamó Siervo con una voz que la cólera y el dolor volvían más ronca y destemplada.
—Con mano Siervo es otra cosa —agregó el Valdeleón mientras con el machete pelaba parsimoniosamente una astilla de caña—. Mano Siervo y mana Tránsito ya tienen en esa chusma de los godos alguien que los defienda… ¡Sólo Dios sabe si serán de los mismos!
Un milagro impidió que Siervo lo ensartara en su cuchillo, porque cuando se incorporó como movido por un resorte para castigarlo, llegó corriendo y con la lengua afuera, jadeante, chorreando sudor, un viviente de la parte alta de la hacienda a quien llamaban Efraín Paipa.
—¡Ahora si nos llevó el diablo, misiá Silvestra! Esos nos van a matar a todos, como a ese pobre Roque de la carretera a quien acabo de ver, y ya tiene chulos que le revolotean por encima.
—¡Compasión del hombrecito! ¡No le estorbaba a nadie!
—Anoche incendiaron los ranchos de las Pérez, la Rosa, la Pacha y la Chava, que son tan garleras y tan peleadoras; y les robaron todos los animalitos que tenían: dos vacas coloradas, un burro y una cabra parida. Por la hacienda pasaron los chulavitas echando tiros, y desde lo alto del camión del Sacramentico Joya les g1itó a los Parras, que estaban barbechando su lote de la Quinta: “¡Ahora sí téngase de atrás, porque los vamos a acabar a todos!”.
—¿No se lo dije? —exclamó triunfante la Valdeleona.
—¡Dios me perdone! ¡Todo será por mis pecados! —murmuró Siervo—. ¡Si yo no fuera su taita, como Dios es Cristo que lo mataría con estas manos!
—Cada vez se han puesto peores las cosas allá arriba, mano Siervo. Nos tienen cercados por todas partes, y la mayoría de los nuestros se han ido para la montaña o para el llano.
—¿Y los jefes, no dicen nada?
—¿De cuáles jefes habla mano Siervo?
—De los nuestros, de los liberales: los que mandaban por encima de don Ramírez, que ya es decir algo…
—Se largaron todos.
—¡No me diga! ¿Al os llanos?
—No señor, al extranjero.
—¿Y eso dónde queda?
—¡Yo qué voy a saber! Lo que si sé es que nos dejaron solos, huérfanos, abandonados, y si no fuera por esos hombres que se echaron al monte y se fueron al llano, que todavía luchan y se defienden con las uñas, del gran partido liberal ya no quedaría ni la cola, mano Siervo.
—¿Por qué no nos vamos todos a la casa de la hacienda, para favorecernos? —preguntó Siervo.
—Eso les estaba diciendo, que no se puede. Los patrones no volverán Dios sabe hasta cuándo, don Ramírez se fue para el Reino, don Roso el mayordomo y don Rubiano el regidor andan escondidos por el monte, y nosotros nos quedamos huérfanos y escoteros, misiá Silvestra. ¿No le digo que ahora sí nos llevó el diablo?
Todos permanecieron en silencio, mirando rumiar los bueyes que tranquilos y ajenos a estas preocupaciones humanas, se espantaban las moscas con el rabo.

 

 

CAPÍTULO XI

En vez de seguir por la carretera, según su costumbre, saltó la cerca del predio de los Parras y se deslizó por entre las matas de tabaco que, aunque maduras, se abarquillaban al sol. Nadie venía a cogerlas, para alisarlas y colgarlas en el caney, y las acequias del regadío se habían borrado con los derrumbes.
—¡Ay, compasión del tabaquito que no hay quién lo coja en la mata! —decía para su coleto—. Las cabras debieron estropear el riego y no hay mano que lo vuelva a su cauce.
Sucedía que los Parras y todos los vecinos a lo largo de la carretera, huyeron a Bogotá cuando arreció la violencia, abandonando sus casas y sus labranzas. Siervo se acurrucaba, se doblaba en tres, se reducía a un pequeño bulto de harapos y se quedaba en suspenso con el alma en la haca cada vez que pasaba por la carretera un camión repleto de agentes de la policía de Soata, que disparaban indistintamente sobre las cosas y sobre las personas.
—Menos mal que los godos de Soatá y de Capitanejo nos tienen miedo y no se atreven a atacar la hacienda, porque nos creen armados. Si no, ¡cómo fuera! ¡Cúch1to Emperador! Ya pasaron esos bandidos. Ahora sigamos…
El uno en pos del otro, el perro y el hombre, agachados y sigilosos reanudaron la marcha a campo traviesa, sin atreverse a salir a lo limpio de la carretera por temor a que los descubrieran los policías que patrullaban la región.
El camión que los asustó ya iba lejos, y el frenético grito de…
«¡Viva el gobierno! ¡Que mueran los cachiporras!» no era sino un eco que rebotaba cada vez más débil en las peñas y en los precipicios.
A pesar de todo, Siervo no quería abandonar su tierra. Prefería quedarse en su orillita de la vega a huir como los vivientes del páramo y del Palmar que se escondieron en la montaña de Onzaga y vagaban entre los árboles, como bestias perdidas. «¡Yo no dejo mi tierra!» les manifestó a u nos refugiados que la noche pasada llegaron de Capitanejo, y entre los cuales se encontraba la comadre Dolores.
—¡Mala cosa! —dijo ella—. Si mano Siervo se queda, ya verá lo que le va a pasar: o no lo verá porque lo matarán antes de que abra los ojos. Si yo fuera hombre y tuviera salud y alientos todavía, me iría al pueblo de Chita, donde los godos no han podido con los liberales. Estos han armado guerrillas por toda la cordillera, desde la Sierra Nevada de Güicán hasta el páramo del Almorzadero; y en los llanos de San Martín y Casanare se está concentrando toda la gente que echaron de estas regiones… ¡Si yo tuviera calzones en vez de enaguas, mano Siervo!
Este observó que en la casa grande no había nadie, cuando fue a averiguar lo que allá se sabía. Se habían ido el mayordomo, el llavero, don Ramírez, los muchachos del servicio, los pasteros, los peones y las cocineras; pero en cambio no había un rincón de los patios o de los corredores que no estuviera ocupado por esa pobre gente que en noches anteriores llegó de Capitanejo y del valle de Enciso, perseguida y desvalijada por la chusma de don Arsenio. Les incendiaron los ranchos, les robaron los animales, les violaron las hijas, les atropellaron las mujeres, y los que en un arranque de desesperación no se escondieron a tiempo o volvieron sobre sus pasos para castigar a los malhechores, fueron azotados y acribillados a tiros. Cada uno, envuelto en los trapos que había podido llevar en su fuga precipitada, contaba una historia pavorosa que en el fondo era siempre la misma historia.
—Todo el plano de Enciso —decían— y los ejidos de Capitanejo y las lomas de Macaravita, fueron ocupados por la policía. Ahora los tabacales son de don Arsenio, y los ranchos de los vecinos todavía arden…
—La Compañía compra el tabaco robado. Yo lo vi con estos ojos que ha de comer la tierra —dijo Siervo.
—A la Compañía le importa el tabaco, no quien lo venda…
Rostros famélicos y amarillos por el insomnio y el hambre, ojos agrandados por el espanto, manos temblorosas que no pudieron sellar los párpados de sus difuntos, cuerpos semi-desnudos y extenuados, criaturas que lloraban de hambre, y viejos campesinos curtidos por el sol y endurecidos por el trabajo, que lloraban de rabia, fue lo que Siervo vio en los patios y los corredores de la casa grande. Centenares de desgraciados, miles de refugiados se habían acogido a la protección de sus aleros, pero no tardaron en salir de allí empujados por el terror de que regresaran los chulavitas y tirados por el hambre hacia otras tierras más misericordiosas.
—No paga, mano Siervo, ser liberales —le dijo un conocido de Capitanejo con quien solía platicar en otros tiempos tan próximos y sin embargo tan lejanos—. Si no nos volvemos godos, nos tocará sufrir muchos trabajos, mano Siervo.
A éste le pasaron sombras por la cara al recordar a Sacramentico. Siguió trotando a la orilla de la carretera, al través de cañaverales arrasados, tabacales secos y barbechos invadidos por la maleza. Un perro hambriento, al que se le traslucían las costillas, ladraba enfurecido desde d corredor de un rancho en ruinas.
—¡Yo no me iré de aquí, Emperador! Aun cuando todos huyen y se acobardan, mano Siervo se quedará en su tierra. ¿Por qué no he de quedarme? Todo llegará a ser mío: el caminito de la peña, el trapiche de los comuneros, el arriendo de don Floro Dueñas, el parche de los Valdeleones, la vega del río…
A medida que se acercaba al filo de la peña por donde se descuelga el atajo, la angustia le oprimía la garganta. Tenía que detenerse de vez en cuando a respirar, pues jadeaba como si tuviera calen tu ras. Lo oprimían aquel silencio del monte y de la carretera, la inclemente soledad del paisaje y la visión de caneyes y ranchos convertidos en un hacinamiento de adobes. Todo eso le pesaba en el alma más que un fardo de tabaco sobre las costillas.
Al llegar al aprisco, se detuvo y se puso una mano de pantalla sobre los ojos para contemplar el panorama de la vega que se desplegaba a sus pies, a una profundidad vertiginosa. Se restregó los ojos con el revés de la mano para ver mejor. El corazón le dio un vuelco cuando observó que en lugar del trapiche de los comuneros, que antes parecía flotar en el mar dorado de las cañas maduras, ahora se elevaba una gruesa columna de humo negro. Desvió los ojos hacia la derecha para buscar el mantoncito de tierra negra y de paja gris que era su casa, tan ruin y tan humilde que apenas abultaba como un hormiguero en la loma pizarrosa, al borde del barranco. No vio nada: sólo la tierra parda, las peñas ocres, la minúscula fronda de los mirtos y el naranjo…
—¡Virgen Santísima de Chiquinquirá!
Una figura pequeñita, como una hormiga arriera cargada con un grano de trigo, trepaba por el camino de la Peña Morada. A veces se perdía detrás de una mancha de cardones que levantaban al cielo de un azul intenso los brazos descarnados y erizados de espinas. Reaparecía más cerca y más arriba, y tras la última revuelta surgió delante de sus ojos un bulto informe de trapos que se bamboleaban sobre un par de piernas musculosas. Emperador dio un salto y corrió loma abajo, ladrando enloquecido.
—¡Mano Siervo! —le gritó la Tránsito—. ¡Oh, mano Siervo! Por favor, deme una mano para cargar este bulto, que ya no puedo más.
Se sentó a su lado, sobre una laja, rendida de cansancio. Tenía el rostro ceniciento y marchito, como si durante las pocas horas en que mano Siervo la dejó sola, hubiera envejecido veinte años.
—¿Qué pasó, mana Tránsito?
—Poco tiempo después de que mano Siervo salió del rancho, llegó don Arsenio a la vega a la cabeza de su chusma de indios armados. Le prendieron candela al trapiche de los comuneros. A misiá Silvestra, que trató de defenderse con la escopeta de don Floro y logró tirar patas arriba a uno de los guardias, los otros la mataron a culatazos. A la muchachita que cuidaba las cabras en el aprisco se le acaballaron encima uno por uno como machos cabríos… Eran siete… Mano Siervo considere… La dejaron tirada a la orilla del río, medio muerta, boqueando…
Tránsito jadeaba y con gesto torpe y desmañado acariciaba la cabeza de Siervito, que jugaba ahora con el perro.
—Puede sacar del rancho a Siervito y este bulto de trapos, que es todo lo que nos queda. Llamé a la Francelina, que andaba por el río cargando agua para la mazamorra del almuerzo. ¡No venía!… ¡Ay, mano Siervo… no venía!
La Tránsito se frotaba las manos con desesperación, la una contra la otra.
—¿Por dónde andaba?
—Como ya se levantaba una llamarada del trapiche, y se desbarajustaban los bueyes, y los peones corrían como cabras monte arriba, yo salí con el Siervo y este bulto a las costillas para coger camino. «¡Francelina! ¡Oh, Francelina!» —gritaba—, pero la niña andaba perdida. Efraín Paipa, que pasó a mi lado y me vio allá, desesperada y sin saber qué hacer, me dijo:
—¡Apúrese, mana Tránsito, que ya vienen para acá esos bandidos! Ahora les toca el turno a los Joyas y a los Valdeleones. ¡Corra! ¡Camine antes de que nos maten!
—Yo no puedo dejar a la Francelina.
—Cuando misiá Silvestra cayó al suelo, alcanzó a ver a la niña que venía del río con un chorote en la mano y le pidió por caridad de Dios un sorbito de agua. El trapiche ardía como una hoguera. Los bueyes se espantaron, reventaron el rejo que los ataba a una columna, echaron a correr y pasaron por encima de misiá Silvestra y de la niña. Luego el tejado se desplomó sobre ellas y las cogió debajo. ¡Camine, corra mana Tránsito, antes de que nos alcancen los chulavitas!… Y no se preocupe más por Francelina, que está en el cielo.

 

 

EPILOGO

Siervito descascaraba con las uñas un lienzo de pared, y Emperador, receloso y con las orejas tiesas para tratar de oír algo, se paseaba mohino por la carretera. La Tránsito contó que cuando venían en el camión de los exilados, al llegar al páramo de Guatavita le dio a Siervo tanta tos que pensó decirle al chofer que los dejara allí no más, en uno de esos ranchos donde «posan» los arrieros que van a Covarachía con su recua de caballitos peludos; pero Siervo no quiso quedarse.
—Se me metió un frío en el costado, sumercé. Con la calorcita de la vega, en un tantico se me pasa.
Tránsito siguió contando que el médico del hospital de Sogamoso le recomendó que se cuidara, porque tenía el corazón descompuesto y un riñón que le bailaba en el cuerpo.
—Eso será del palo que los chulavitas me dieron en las costillas —murmuró Siervo con aquella voz ronca y destemplada que apenas podía entendérsele.
—Y tiene también algo en el pecho y en la garganta, pues sopla como un fuelle y de noche jadea como si se fuera a morir.
—¡Los males no faltan, mi amo.
Tenía la mirada vaga y triste, y una sonrisa dulce y humilde jugueteaba en sus labios delgaditos.
—¡Quién sabe qué le pasa! —dijo Tránsito—. Será que también se me quiere ir, como el Ceferino…
Don Ramírez había regresado la víspera de la capital, y comentaba las últimas noticias con don Resuro Pimiento el del páramo, con Antonio Avila el de la Carrera, con Angelito Duarte el de Agua Blanca, con Juan de la Cruz el del Palmar, con don Bauta el de la Quinta, y con don Rubiano el regidor. Los rodeaban peones y medianeros que lanzaban a veces exclamaciones de asombro.
—El general y el ejército ya no podían aguantar un día más esa vergüenza, esa calamidad de dos cabezas y muchas colas que se estaba tragando al país en los últimos años. Cuando tomó las riendas del gobierno en sus manos y prometió el perdón y la paz a todos los colombianos, miles de guerrilleros depusieron las armas en Casanare, en el Cocuy, en Chita… Pero dime, ¿Tú qué hacías durante estos dos años en Sogamoso? —le preguntó a Siervo.
—Casi nadita, sumercé.
—¿Cómo que nada? ¡Trabajar! ¡Qué íbamos a hacer sino trabajar, mano Siervo! Verá, sumercé: él jornaleaba en Paz del Río, donde están enganchando peones para tender la línea del ferrocarril; y yo lavaba los trapos, cocinaba y cuidaba al niño.
A Siervo se le había borrado el recuerdo de aquellos largos años de espera, que se habían arrastrado tan lentamente cuando los vivía echando pica y removiendo tierra en el banqueo del ferrocarril, dedicado a atesorar, centavo a centavo, hasta reunir doscientos pesos que ahora calentaba y acariciaba en el bolsillo. Hoy, esos años, se le reducían a un sueño en el recuerdo, a una sombra que se disipaba a la luz cruda y violenta del Chicamocha. No vale la pena el pasado, cuando el hombre se encuentra en el umbral del porvenir. Y él pensaba que al fin, aun cuando no fuera sino por salir de él, don Ramírez le recibiría esos centavos y le daría la tierra. Por el resto pagaría réditos y continuaría obligado a la hacienda con tres jornales al mes, que empezaría a cumplir desde el día siguiente. A la madrugada lo verían llegar, como hace dos años, como hace cinco, como hace diez, como toda la vida…
—Está muy bien, puedes comprar la tierra. A Siervo no le cabía el alma en el cuerpo.
—¿Eso que dice sumercé es de veras?
—Ven conmigo y firmas la promesa de compra. Te daré un recibo por los ciento cincuenta pesos y te prestaré un bulto de maíz.
—¿Por qué no de tabaquito, sumercé? —gimoteó la Tránsito—. Mire que sólo el tabaquito es aguantador en el verano y sabe agradecer cualquier llovizna. Así le pagaremos más pronto lo que salimos a deber, que son…, que son…
—Trescientos cincuenta pesos.
—¿No considera cuánto trabajo son trescientos cincuenta pesos, sumercé? Si a yo me da miedo de que le vayamos a quedar mal, cuando oigo mentar tanto dinero.
—¡Vos callate, mujer!
—¿Acaso no me dijo que le rogara a don Ramírez que por caridad de Dios nos dejara sembrar tabaco?
—Si lo sembraran, sería en compañía con la hacienda.
—¿Y no se podría lograr que fuera para nosotros solitos? Desde hace años de años venimos trabajando en la hacienda, y don Ramírez y los patrones son nuestros propios padres, y si ellos nos faltaran, ¡Ave María Purísima!, ¿quién podría ayudarnos?
—Ya veremos. Cuando completen la mitad del valor de la tierra, podrán sembrar tabaco como medianeros.
—¿Y cuánto más quedaría faltando para eso que sumercé dice de la medianía?
—Cien pesos.
—¡Dos cosechitas! por lo menos —exclamó Tránsito.
Don Ramírez redactó la póliza y la leyó en voz alta en el corredor, porque en la oficina se veía muy poco. Siervo se hizo repetir la parte correspondiente a los linderos, y luego preguntó.
—¿Ya volvieron los Valdeleones?
—Se quedaron en el Cocuy, si es que no los mataron. Esa tierrita la tiene ahora arrendada Antonio Melgarejo.
—¡Así quién dice nada! Es un buen vecino. ¿Y qué es de la vida de don Floro?
—Regresó a la vega y allá está moliendo caña en el trapiche.
—¿Me daría sumercé una ordencita para que me entregaran unos bultos de paja? El rancho está en el suelo.
—Ahora no es posible. La necesito toda para empajar los caneyes que quemaron los chulavitas. Tal vez después:… ¿Y les parece que quedó bien la póliza?
—Si sumercé me llevara la mano, se la firmaría ahorita mismo. Y sumercé puede entregarme el recibito por los ciento cincuenta pesos, que aquí tengo donde guardarlo.
—¡Pero antes yo quisiera hacerle un reclamo a don Ramírez! —se atrevió a decir la Tránsito.
—¿Y eso para qué reclamos a estas horas? —protestó Siervo.
—Me pareció, con perdón del patrón aquí presente, que en esos escritos no se mientan las escurrajas de la toma, y ese derechito lo teníamos ganado desde antes de que nos echaran los godos. A yo me parece, con perdón de sumercé, que sin agüita no vale la pena comprar ese pedregalón donde se pasan tantos trabajos.
Siervo abrió tamaños ojos. Don Ramírez sonrió complaciente.
—De veras que se me estaban olvidando las escurrajas… Eran dos días, ¿No es cierto?
—Eran tres días con sus noches, sumercé.
—¿Tres días con sus noches en el mes? ¡Sería demasiado!
Siervo la miraba con angustia, mientras don Ramírez entraba a la oficina a consultar los cuadros donde apuntaba los turnos de aguas en la vega.
—Tiene razón la Tránsito —dijo—. Sólo que así, con tanta agua, la tierra vale mucho más de los quinientos pesos que yo pensaba.
Una hora de discusión tuvo don Ramírez con la Tránsito, primero por el agua de las escurrajas y después por el precio. Siervito, fatigado, se quedó dormido sobre las piedras del corredor de los peones, y Emperador se atrevió al fin a trasponer el portón y se le acostó encima. Siervo tosía, carraspeaba, escupía a lo lejos por encima de la baranda y jadeaba como si tuviera un bulto de plomo sobre las costillas. A veces se agarraba a una columna del corredor, porque la cabeza le daba vueltas. Le parecía que aquella larga conversación no iba a terminar nunca. Se angustiaba pensando que a la puerta del horno se quema el pan, y la insistencia de la Tránsito porfiando primero por el agua, y más tarde por el precio, podía echar a perder el negocio. Este quedó arreglado por fin, firmado a ruego con la asistencia de don Roso, quien llegó al corredor encabezando la cuadrilla de peones. Se las echaba de valiente con mano Siervo, a quien le relató todas sus aventuras y desventuras en la montaña, durante la persecución de los últimos meses. No hablaba para Siervo, sino para don Ramírez, pero éste no lo escuchaba.
Durante la lectura de la póliza, Siervo y Tránsito se quitaron el sombrero y después de la firma se echaron la bendición y les dieron las gracias a don Ramírez y a don Roso.
—¡Camine ahora sí, que se nos hace tarde! —dijo ella.
El sol ya estaba encima de las montañas de Onzaga. Las nubes se desflecaban sobre la sierra del Cocuy y se estaban dorando a fuego lento, porque comenzaba a agonizar la tarde.
Trotaban en fila india, como solían: primero, Siervo cargado con el bulto de semilla, después la Tránsito con Siervito de la mano, y a la zaga el perro. El sol se sostenía en vilo sobre la cuchilla de Onzaga, pero grandes manchas de color violeta rodaban cuesta abajo.
—¡Apure, mano Siervo, antes de que anochezca!
El apenas podía con la carga. Sudaba a chorros, suspiraba, maldecía entre dientes y sentía que las fuerzas lo abandonaban poco a poco. La fragancia de los cañaverales que se asoman al camino y el olor de los caneyes del tabaco le hacían cosquillas en la garganta y lo hacían toser.
—¡No puedo más, mana Tránsito! Espéreme un tan­ tico.
Se sentó en una piedra, a la vera del camino, cerca a la casita de los Cárdenas.
—¡Ah, malhaya un sorbito de guarapo!
Cuando Alejandrino le alcanzó una totuma, y lo examinó a la luz de un postrer rayo de sol que enrojecía el camino, le dijo a Tránsito:
—Tiene la muerte en la cara. ¿Qué le pasa a mano Siervo?
—¿A yo? Nada. Nada sino que traigo aquí, en la faltriquera, el recibo por las arras que le di a don Ramírez sobre la orillita de la vega. Ahora sí no hay quien me eche cacho, mano Alejo, porque tengo tierra, y en pocos años levantaré una casa como la suya, de adobe cocido y con techo de teja, toda pintada de colorado, que es el color que más nos favorece a los liberales.
—¡Que Santa Rita se la conceda, mano Siervo! Pero aún así, me parece que tiene muy mala cara.
—¿Cuándo la he tenido bonita? Las enfermedades no faltan, pero ya tengo lo más importante, que es la tierra. Todo lo demás en esta vida es paja, como la que no quiso darme don Ramírez para techar el rancho.
—A Dios gracias yo logré juntar unos centavos mientras andaba por el Reino, cuando me echaron de aquí, y al volver me pude fabricar esta casa de teja. Con la ayuda de Nuestra Señora, que no ha de faltarme, creo que a la vuelta de tres años podré comprar esa planadita que se extiende hacia el lado del Jeque.
—Así sea, mano Alejo. Yo voy a sembrar tabaco y una platanera, en «El Bosque». Sólo le pido a Nuestra Señora de Chiquinquirá que la salud no me falle, pues las ganas de trabajar me están sobrando.
—¡Camine, mano Siervo, que ya está cayendo la noche! —le dijo la Tránsito.
El sol se había cansado de rodar sobre la cuchilla de Onzaga, y la noche se desplomó de golpe sobre el cañón del Chicamocha. Del fondo del abismo se levantaba una sombra tibia y espesa. Los cañaverales, rendidos de cansancio, se dejaban acariciar por la brisa. Siervo se despidió de Alejandrino Cárdenas y trotó por la carretera adelante; pero sus piernas, duras y elásticas, ya no le obedecían como antaño. Tuvo que detenerse y apoyarse en el barranco de la carretera.
—No sé qué me está pasando, mana Tránsito.
—¡Muévase!, que todavía tenemos que bajar por el atajo de la peña…
—Estoy sudando a chorros.
—Deme el bulto de maíz, y hágase cargo del Siervito y el perro.
—Y esas sombras que veo, y esos fríos que me corren por la espalda, y esos calores que me azotan la cara ¿qué serán, mana Tránsito?
Se había sentado sobre una piedra, en la cuneta del camino, y acezaba como un perro. Emperador comenzó a ladrar, como si hubiera visto pasar una alma bendita.
—¿A quién le ladra Emperador, mana Tránsito?
—¡Yo qué sé! Tal vez pronto va a salir la luna sobre las sierras del Cocuy. Conviene que sigamos, mano Siervo, porque a este paso no vamos a llegar nunca.
—¡Aguárdese un tantico!
Siervito se arrancó a llorar, y el perro siguió ladrando.
—¡Mire que ya está noche, mano Siervo!
—Ya voy…
Se levantó trabajosamente, trastabillando como si estuviera borracho. Se palpaba con una mano el pecho, y con la otra se apoyaba en el barranco. Más de una hora tardaron en llegar al aprisco, porque la tos, el sofoco y la flojera de las piernas, no le dejaban caminar aprisa. Sentía deseos de tirarse a la orilla de la carretera para descansar hasta el otro d ía, pero tenía que seguir, porque de lo contrario no llegaría nunca a la vega.
—¡Me duele mucho el brazo, mana Tránsito!
—Sentémonos aquí en el aprisco a descansar un rato mientras eso se le pasa, mano Siervo. ¡Lástima grande que la niebla que sube del río, y la noche que está muy oscura, porque no ha salido la luna, no nos dejen columbrar la vega! ¡Ya la tierrita es nuestra, mano Siervo! ¿Sí me oye lo que le digo? Nuestra y de nadie más… Cierto que todavía nos falta mucho tiempo para acabar de pagarla, pues pasarán por lo menos dos años antes de que nos entreguen la escritura, pero por algo se empieza. Poquito a poco se anda lejos, mano Siervo, y ya tenemos caminados por lo menos veinte años…
—¿Veinte no más? ¡Toda la vida, mana Tránsito, toda la vida!
Siervo se tiró sobre la tierra dura del aprisco, salpicada de boñiga y de cagarrutas de cabra. Se tendió bocarriba. Un gemido sordo se escapó de sus labios.
—Creo que me voy a enfermar, mana Tránsito. Me parece que esta noche ya no podremos bajar a la vega. No podría dar un paso.
¿Por qué no hace un esfuercito? En media hora de bajar al trote por el atajo, llegaríamos a la orilla del río. Ya va a alumbrar la luna, la luna nueva, porque las nubes se están poniendo amarillas sobre la sierra del Güicán… ¿Por qué no bajamos, mano Siervo? En llegando a la vega, en el rancho de los Melgarejos le haré una agua de panela bien caliente, para que sude, y verá cómo toda esa maluquera se le pasa.
Siervo cerró los ojos y apretó los labios. A poco de allí un ronquido sordo comenzó a borbotar en su garganta.
—¡Ya salió la luna, la luna, mano Siervo! Si se levanta y se asoma a la cerca del aprisco, verá allá abajo el río que relumbra a pedazos entre la vega.
—¡Y si ya no pudiera ver la tierrita en esta vida, Virgen Santísima!
—¿Por qué dice esas cosas, mano Siervo?
Siervito y Emperador, rendidos de cansancio y de sueño, se quedaron dormidos el uno sobre el otro, vueltos un ovillo sobre el suelo, sin importarles que la luna les embadurnara de luz al un o la boca y el hocico al otro. Siervo gemía. Tenía la frente brillante de sudor, y la angustia le agrandaba los ojos y no le daba sosiego.
—¡Preste el papelito, mana Tránsito!
—¿Para qué lo quiere?
—¿No me lo puede leer?
—Yo no sé de esas cosas, mano Siervo. Se lo puedo contar, pues me lo sé de memoria …
—¿Quedaron bien claritos los linderos por el lado de don Floro y de los Valdeleones?
—¡A quien se lo dice!
—¿Y las escurrajas?
—Yo misma logré que don Ramírez dejara apuntado con todas sus letras eso de que nos tocan tres días enteros con sus noches del agua que escurre de la toma de don Floro Dueñas.
—¡Ya no veo nada, mana Tránsito! ¡Ya no la veo!
—¡Cómo va a ser eso, si la luna ya está en el cielo y se vuelca sobre la vega. Abra los ojos y la mira, mano Siervo…
Rodaron algunas piedras, crujieron las ramas de unos arbustos, y llegó corriendo Antonio Melgarejo.
¡Por la Virgen Santísima! —exclamó al entrar al aprisco y ver a la Tránsito en pie y a Siervo tendido en tierra.
—Somo gente de paz, mano Antonio. Estamos decansando un tantico mientras al Siervo se le pasa un sofoco que le dio en la subida del Jeque. Ahora somos vecinos, según nos dijo don Ramírez, y Dios nos lo conserve muchos años…
—Gracias, mana Tránsito. Pero es que…
—¿Qué pasa?
—Es que cuando estábamos comiendo la mazamorrita en el corredor del rancho que fue de los Valdeleones, donde ahora asistimos como arrendatarios, vimos de pronto a un viviente que bajaba saltando por la cuesta de la Peña Morada. Parecía volar, mana Tránsito, y mi mujer pensó que no era un viviente sino un alma bendita…
—¿No sería el Ceferino, mano Antonio? ¿O sería el Atanasio?
—Yo lo atisbé cuando bajó saltando sobre las piedras. Llegó al lugar donde todavía se levantan, medio chamuscados, los cuatro palos de su rancho…
—¿Del nuestro?
—Del mismo. Se echaron a ladrar los perros y a yo se me pararon los pelos y un frío me corrió por el espinazo. El hombrecito se agachó y besó la tierra. Luego se dio vuelta hacia nosotros, y la luna le cayó en el rostro. Mi mujer dio un grito: ¡Era el Siervo, mana Tránsito! ¡Era el Siervo Joya!
—No puede ser, porque aquí lo tiene en cuerpo y alma, echado sobre un montón de boñiga al lado de Siervito y el perro.
Cuando Antonio se inclinó sobre él, lo tentó frío y tieso, con los ojos velados por una nube y la boca abierta.
Tránsito llegó a la casa de la hacienda cuando amanecía. Don Roso, el mayordomo, llamaba a lista a los peones de obligación, que saldrían después del desayuno a regar los colinos del tabaco recién plantados en las eras.
—¿Siervo Joya?… ¡Oh, Siervo Joya!… ¿Dónde está Siervo Joya?
—Se quedó en el aprisco, estirado en el suelo y con cuatro velas en los cabos.
—¡No diga, mana Tránsito!
—Se murió a la nochecita de ayer. Venía a emprestarle dos peones para que me ayuden a cargarlo hasta la capilla. En el primer camión que pase para arriba me iré a Soatá por el cura.
—¡Compasión del Siervo, mana Tránsito! La acompaño en su pena.
—¿Ya anda por aquí don Ramírez?
—Está allá dentro, turnando el desayuno. ¿Quiere que se lo llame?
—No le moleste por tan poco. Aquí lo espero. Venía a decirle que desbaratemos el trato de la tierrita de la vega, y que me haga la caridad de devolverme las arras que le entregamos ayer tarde. No tengo ni un real para el cajón, y las velas, y el responso, y el cura; y con lo que sobre es menester que sigamos viviendo yo, y el Siervito y el perro.
—¡Ah vida ésta, mana Tránsito! ¡Conque se quedó en fin de cuentas mano Siervo sin tierra!

EDUARDO CABALLERO CALDERÓN. (Bogotá, 1910 - 1993) Novelista, periodista, ensayista, diplomático y político colombiano dotado de una prosa fácil y diáfana, que se vinculó al periodismo en 1938 y durante años utilizó el seudónimo de ‘Swann’. Era hijo del general Lucas Caballero, hermano del caricaturista Klim y padre del pintor Luis y del periodista Antonio, quienes usaron en su formación las experiencias diplomáticas de su padre en Madrid (1946-1948) y en París (1962-1968).
Cursó estudios de Derecho en la Universidad Externado de Colombia, que no llegó a finalizar, pues ingresó como corresponsal en la plantilla del periódico El Espectador. En 1938 pasó a El Tiempo, donde firmaba una columna con el seudónimo de ‘Swann’, y, dos años más tarde, publicó su primer relato, Tipacoque. En ese escenario transcurrieron gran parte de sus novelas y relatos posteriores.
Posteriormente, se sucedieron ensayos —Latinoamérica, un mundo por hacer (1944), Surámerica, tierra del hombre (1944)— y relatos —El arte de vivir sin soñar (1943)—. En 1946 fue nombrado Encargado de Negocios en España, y se instaló en Madrid, donde permaneció hasta 1948. Allí escribió Breviario del Quijote (1947) y una guía espiritual de España, Ancha es Castilla (1950). De regreso a Colombia, publicó un relato de costumbres, Diario de Tipacoque (1950).
En su primera novela, El Cristo de espaldas (1952), mostró un gran dominio del lenguaje y de la construcción novelística, así como su gran capacidad imaginativa. Obra testimonial pionera dentro de la narrativa colombiana, trató del fenómeno más persistente de la historia del país, el de la violencia. El hilo conductor, los problemas de dos hermanos, el uno liberal y el otro conservador, le sirvió para escribir dos de sus siete novelas restantes: Caín (1968) e Historia de dos hermanos (1977).
En 1954 llegó su consagración con Siervo sin tierra, que unía a las características mencionadas un sentido de denuncia de las condiciones de vida de los campesinos y de la explotación a la que eran sometidos. De prosa directa y precisa, sus siguientes novelas fueron traducidas a numerosos idiomas y fueron merecedoras de varios galardones: La penúltima hora (1955); Manuel Pacho (1962); El buen salvaje, de 1966 —que obtuvo el Premio Nadal—; Azote de sapo (1975); Tipacoque, de ayer a hoy (1979) y Bolívar, una historia que parece un cuento (1983).
Caballero Calderón fue un escritor muy prolífico; publicó innumerables ensayos así como volúmenes de memorias y cuentos y escritos históricos para niños. Desempeñó también una intensa carrera diplomática: embajador de su país ante la Unesco (1962-1968), diputado de la Asamblea de Boyacá y Cundinamarca, y diplomático en París, Lima y Buenos Aires.


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